La novedad en esta rara edición de Roland Garros es la avivada de los tenistas que “sacan de abajo”, un poco para sorprender al rival y otro tanto para cancherear al filo de las reglas. Si bien no es obligatorio lanzar la pelota por encima de la cabeza para ejecutar el servicio, pegarle a la pelota cuando está cerca del piso puede ser considerado un saque poco ético o al menos de malos modales. Esta moda tenística levantó polvareda porque siempre se teme que jugar al límite de la normativa tradicional podría alentar cierta indolencia por las buenas prácticas de convivencia entre adversarios, árbitros y público, aquello que -antes del lenguaje inclusivo- se llamaba “caballerosidad deportiva”. Llevada metafóricamente a la política, la picardía de “sacar de abajo” puede iluminar ciertos matices del malestar que corroe velozmente la institucionalidad argentina (también de otros países, como acaba de demostrar el patético debate presidencial en Estados Unidos).
Cuesta determinar hasta qué época pasada conviene remontarse para encontrar una Argentina de juego limpio. Es cierto, pero la sensación de deterioro pronunciado se viene acentuando en los últimos años, al ritmo del ensanchamiento de la famosa “grieta”. Y el historial de la actual coalición de Gobierno no ayuda. Si hablamos de “sacar de abajo”, el invento K de las “candidaturas testimoniales” para las elecciones legislativas de 2009 marcaron un hito de la visión cínica respecto del acto comicial, al jugar sin pudor cívico con la letra de la normativa electoral, quizá sin violarla formalmente pero sí retorciendo su espíritu hasta asfixiar el sentido común de convivencia democrática. Cabe recordar que en aquellas listas tramposas estaban anotados -además de Néstor Kirchner- Sergio Massa y Daniel Scioli, dos figuras muy presentes en el elenco cristinista más contemporáneo.
Para no abundar en truchadas legales pero de dudosa ética, podemos aterrizar en el intrincado presente institucional que padece el país, con un Presidente que no logra empoderarse más allá del nombramiento -legal pero muy atípico- en su candidatura por parte de su aparente Vice: otra avivada “testimonial”, aunque mucho más riesgosa que la pergeñada por Néstor. En el medio de esas dos grandes transgresiones del sentido profundo del sistema de representación republicano, caben muchas panquequeadas discursivas (Massa y Alberto Fernández son casos obscenos del archivo mediático reciente) e infinidad de dobles varas para medir cuestiones tan delicadas como los Derechos Humanos, como bien ilustra la postura de la Casa Rosada respecto del caso Venezuela. Eso sí: cuando la prensa no oficialista ejerce legalmente -aunque con modales profesionales muchas veces reprochables- su derecho constitucional a enfocar la realidad política como se le da la real gana, el kirchnerismo se encariña fugazmente con el imperio de la Ley burguesa, y sueña con amordazar a la prensa dentro del paquete de su “reforma judicial” o con “leyes contra el odio”, como casualmente la nombró el chavismo en su país.
La lección que el “posibilismo” K fue dejando al cabo de los años a todos los argentinos es que la Constitución es apenas la letra de la canción del poder, a la que se le puede poner cualquier ritmo, melodía y orquesta, según convenga a la ocasión. El filósofo político de lentes lacanianas Slavoj Zizek -de origen esloveno y azarosa influencia cultural argentina- explica que toda sociedad se rige por un código de leyes escritas y por otro de reglas no escritas, que funcionan como un refuerzo confirmatorio o, en su defecto, como un comentario digresivo respecto de la normativa formal. Está la Ley como marco abstracto, y está el hábito concreto que dicta el modo eficaz de comportarse en cada país, en cada contexto histórico dado. En ese juego binario, donde se reparten cartas sobre la mesa, y otro mazo bajo la mesa, se resuelve la calidad de la convivencia social y la autoridad -más o menos legítima- del gobierno de turno.
En la Argentina, el kirchnerismo se convirtió en uno de los modos más “creativos” de interpretar las reglas de juego, con un relato tan elástico y maleable como la cinta de Moebius. En eso consiste, en buena medida, la supuesta “batalla cultural” ganada por los simpatizantes del matrimonio Kirchner. Tan ganada está, que empieza a conquistar a sectores sociales parados en las antípodas ideológicas del actual oficialismo.
Convencidos por la Historia de que Néstor y Cristina en el fondo -o mejor dicho, debajo de la mesa- tenían razón, ahora las mañas K se volvieron el código mismo de la puja por el poder, no sólo en las élites, sino en los ciudadanos en la calle, califiquen o no para el impuesto a los Bienes Personales. Así, aunque el Presidente tilde como “fascista” al escrache a un juez de la Corte Suprema, la coartada cínica que aprendimos del kirchnerismo clásico habilita a argumentar, como se hace en Twitter, que varios ciudadanos tocando bocina en una calle no es delito. “Veo gente contando plata”, dijo alguna vez Pablo Echarri sobre los videos de la familia Báez gozando la brisa perfumada de una máquina contadora de dólares. Y tenía razón. Sacar de abajo no está prohibido, aunque quede feo.
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