En tiempos en los que la inteligencia artificial despierta fascinación y temor por igual, conviene recordar lo que planteó E.O. Wilson: nuestra especie es una “quimera evolutiva”. Tenemos emociones heredadas del Paleolítico, instituciones propias de la Edad Media y hoy sostenemos una tecnología digna de dioses.
Ese diagnóstico —crudo y realista— revela lo que muchos discursos polarizados ignoran: la disonancia entre lo que somos biológicamente, lo que seguimos institucionalmente, y lo que podemos lograr con la tecnología. En salud, esa disonancia puede tener consecuencias profundas: decisiones desacopladas del cuidado humano, mirada técnica sin empatía, tratamientos protocolizados sin escucha.
Pero aquí aparece una posibilidad transformadora: usar la IA y las herramientas avanzadas no para reemplazar, sino para potenciar lo humano. No como amenaza, sino como aliada que ayuda a ordenar ideas, acelerar razonamientos, sintetizar conocimientos y refinar el juicio clínico.
Pero la tecnología —por poderosa que sea— solo puede desplegar su valor si somos capaces de acompañarla con lo esencial: sensibilidad, ética, historia personal, dignidad del paciente. Si no, la frase de Wilson suena como advertencia: seres con emociones prehistóricas, instituciones obsoletas y herramientas prodigiosas, lanzados al azar en un entorno de riesgo.
Por eso propongo una mirada diferente: no “IA vs humanos”, sino “IA + humanidad”. Una filosofía de salud consciente, integral, contemporánea. Que reconozca la complejidad del ser humano: sus datos, sus historias, sus sufrimientos. Que combine análisis riguroso con cuidado empático. Que construya instituciones sanas, adaptadas, reflexivas.
Ese, creo, es el verdadero desafío de este siglo XXI: incorporar la tecnología como instrumento de cuidado, sin perder nuestra condición humana. Esa es —o debería ser— la filosofía de salud real.
Andrea Viviana Rodriguez-medica Esp. En geriatria y neurologia. [email protected]
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por CONTENTNOTICIAS














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