El legislador tucumano Ricardo Bussi, conductor provincial del Partido Fuerza Republicana creado por el genocida Antonio Domingo Bussi, fue denunciado por violencia sexual por una trabajadora de su espacio. Al coincidir “Bussi”, “abuso” y “género” en una misma oración, claro está que el amperímetro de los derechos humanos se muestra especialmente sensible. Y eso está muy bien. Pero la verdad es que si ajustamos el microscopio violeta a Bussi, nos quedaremos cortas.
En 2018 una trabajadora del Congreso de la Nación contó que había denunciado por abuso sexual al senador de La Pampa Juan Carlos Marino. Después se sumó una militante de La Cámpora que denunció al senador Jorge Romero por encerrarla en el baño para que le practicara sexo oral. Otra trabajadora hizo lo mismo con el ex diputado José Orellana, del Partido Justicialista, y pese a que la Cámara Nacional de Apelaciones en lo criminal y correccional decretó este año su procesamiento por “considerarlo autor penalmente responsable del delito de abuso sexual”, eso no lo mandó ni por un segundo a la banquina de la política y hoy sigue siendo intendente. El año pasado salió a la luz una denuncia de violación contra el senador tucumano José Alperovich y fue el Movimiento de Mujeres, no el Senado como juez de sus propios miembros, quien forzó el pedido de licencia y luego la renovación de esa licencia. Y esta lista podría seguir.
El contrato sexual como le llamara Carol Pateman a ese pacto entre algunos hombres -no todos entran dentro de los bordes del poder masculino y son muchísimos menos los ungidos con cargos de poder político- es un pacto desigual que resulta clave para entender el patriarcado, el género y la subordinación social en que vivimos las mujeres en cualquier época histórica. Las denuncias de acoso y abuso sexual son trasversales a todos los partidos y expresan ese famoso pacto interclasista entre caballeros para distribuirse el acceso a las mujeres. Nada nuevo, puro Patriarcado.
Y es que lo político y la política suelen retroalimentarse de forma patriarcal. Me tocó varias veces acompañar a una mujer a denunciar el acoso en el trabajo que sufría de su Jefe dentro de algún Poder del Estado y son muy pocos los casos donde el reconocimiento estatal de la violencia laboral obtiene, además de un traslado para la denunciante, una sanción disciplinaria estatal en el legajo del denunciado.
No hacen falta declaraciones grandilocuentes de repudio a la violencia y solidaridad con las víctimas. Se precisa del Estado una política pública clara y eficaz. Clara en los mensajes de tolerancia cero a la violencia de género dentro del trabajo. Eficaz en la puesta en marcha de los carriles institucionales que ya existen para sancionar las faltas de servicio. Porque si seguimos tratando a la violencia de las trabajadoras como una cuestión privada y desvinculada del trabajo, las violencias continuarán enquistadas dentro de la misma relación de poder que las propicia. Si la salida de toda denuncia de violencia es el traslado de la víctima o la judicialización de su caso, seguirá el terreno de lo público yermo para que el acosador perpetúe con la próxima empleada iguales abusos.
Mientras los “Jefes” de la política perpetúen la rapiña de los cuerpos de sus trabajadoras sin ningún tipo de sanción de sus propios pares y mientras continúe cargándose en las espaldas de las denunciantes todo el peso del pacto de caballeros de la peor política, la desigualdad de poder intrínseca a las relaciones de género y constitutiva de todas las violencias continuará afianzando la matriz política de los “Bussi” y toda la troupe machista de la política.
La esfera pública se nos veda en gran parte por las lógicas masculinas que subsisten en todos los espacios. Suena trillado, pero no necesitamos que nos salven, ni nos protejan. Necesitamos que cada político enseñe a sus compañeros de banca, de oficina o de fórmula otras formas de ser varones, de hacer política y de ejercer el poder.
*Abogada feminista. Presidenta de “Mujeres x Mujeres” y docente en la Universidad Nacional de Tucumán.
por Soledad Deza*
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