Era previsible que todo terminara mal, pero pocos imaginaron un final tan patético. El magnate que se presentaba como dueño absoluto del éxito y del triunfo, acabó su gobierno en fracaso y derrota.
Que la gestión terminara mal era previsible en alguien tan impulsivo y poco lúcido. A nadie sorprendió la filtración en la que funcionarios revelaban desde el anonimato que trabajaban para impedir que muchas decisiones del presidente se efectivizaran, porque eran pésimas ideas surgidas de caprichos y negligencias que habrían provocado estropicios. Había que protegerlo de él mismo y a eso se dedicaban varios en la Casa Blanca.
Pudo ser el outsider que diera una lección a la partidocracia, pero se cruzaron sus impulsos y apareció el racismo, la irresponsabilidad y el gobierno de los caprichos y el ego. ¿El resultado? La mayoría prefirió la restauración de la política tradicional, para salir del estado de perturbación permanente que impuso Donald Trump, devolviendo el poder a los políticos profesionales, a pesar de sus opacidades.
Tan notorias como su jopo y su bronceado artificial, eran sus limitaciones culturales y humanas. Aún así, un final tan calamitoso era inimaginable. El arrogante millonario para el que sólo existen el éxito y el fracaso, y divide a las personas en ganadores y perdedores, terminó fracasando y multiplicando su derrota.
Una lectura mínimamente lúcida y honesta de la realidad lo habría llevado a asumir su derrota. Pero sin una cosa ni la otra, quedó atrapado en una actitud sin dignidad ni utilidad.
Siempre hubo algo grotesco en su petulancia. Una suerte de caricatura del magnate ególatra que le pone su nombre a barcos, aviones y rascacielos. Pero resulta inconcebible la escena del rey desnudo al que no sólo un niño le avisa de su desnudez, sino una amplia mayoría de votantes, los jueces a los que llevó su denuncia de “fraude masivo”, los medios de comunicación y finalmente, por goteo, los líderes republicanos.
El patetismo de la escena final comenzó a anunciarse meses antes de la elección, cuando con las encuestas vaticinando una derrota, Trump comenzó a plantear la teoría conspirativa de que habría un gran fraude en su contra.
Con más de siete millones de votos por debajo de Biden, el presidente apostó por dar vuelta en los estrados judiciales lo que perdía en las urnas.
Con Rudolph Giuliani y una legión de abogados buceando escrutinios, Trump comenzó a multiplicar su derrota y a liquidar su honra política con planteos descarados, como pedir que se suspenda la recepción de votos por correo y los escrutinios en los Estados donde ganaba pero la tendencia le resultaba desfavorable, reclamando que continúe tanto la recepción de votos por correo como los escrutinios allí donde perdía pero con tendencia favorable.
Denunció fraude en las cortes estaduales de Pensilvania, Georgia, Michigan, Arizona y Wisconsin. En todos los casos, los jueces rechazaron las denuncias por carecer de pruebas y fundamentos. Apuntó entonces a la Corte Suprema, creyendo que desbalanceada a favor de los conservadores como quedó con el nombramiento de la ultraconservadora Coney Barrett en el asiento que liberó la muerte de la jueza liberal Bader Guinsburg, lo favorecería. Pero su denuncia también allí fue vista como una patraña descabellada.
A esa altura, lo único que había logrado con su teoría conspirativa, era multiplicar la derrota: perdió en el voto ciudadano, perdió en el Colegio Electoral y perdió en los tribunales donde intentó invalidar la elección.
La escena del presidente repitiendo que hubo un “fraude masivo”, ya era patética. Ningún otro mandatario en la historia negó tanto la realidad evidente. Ni siquiera oficializado el triunfo de Biden por el Colegio Electoral, Trump pudo hacer lo que impone la dignidad y la ética: admitir la derrota y felicitar al ganador.
Asesorado por un grupo ínfimo y cada vez más parecido a una secta de lunáticos, pensó en el 6 de enero como última batalla para destruir la elección y continuar en el poder. Posiblemente, quienes le dijeron que el día en que ambas cámaras del Congreso realizan una sesión conjunta para aceptar o rechazar la decisión del Colegio Electoral, pensaron en la elección de 1876. Fue la más polémica de la historia, porque Samuel Tilden había vencido en el voto ciudadano y en el Colegio Electoral, pero el Congreso aceptó la denuncia de Rutherford Hayes y lo proclamó presidente.
La diferencia es que en aquella oportunidad se había producido una trampa inmensa y verificable: en varios estados las boletas del candidato demócrata llevaban impresos los símbolos del Partido Republicano. De tal modo, millones de votantes fueron inducidos a votar de manera errónea.
En este caso, nada justifica una resolución como la de aquel Congreso decimonónico. Lo único que encontrará Trump el 6 de enero, es otra derrota y otro record en materia de papelón político.
Su fracaso es inocultable porque no logró la reelección en un país donde la tendencia es que los presidentes obtengan un segundo mandato consecutivo. Y su derrota es gigantesca porque no perdió frente a un fenómeno carismático como el joven Clinton que derrotó a George Herbert Bush, ni su gestión padeció cataclismos como la ocupación de la embajada en Teherán y la crisis de los marielitos que desgastaron a Carter, ni quedó con un partido destrozado como Gerald Ford después del Watergate.
Igual que al resto de los presidentes del mundo, a Trump le tocó la pandemia; un escenario que aumenta la visibilidad de las capacidades o incapacidades de los gobernantes.
En ese escenario expuso la inmensidad de sus limitaciones. Y después de la derrota, quedó abrazado a la negación de la realidad y echando del gobierno a quienes admitían el fracaso republicano y felicitaban a Biden. Un espectáculo lamentable pero con muchos millones de norteamericanos aplaudiendo.
Mientras tanto se descubría que Rusia había perpetrado un masivo ataque de ciberespionaje. No es la primera vez, pero el objetivo ahora fue diferente.
El ciber-ataque anterior fue para perjudicar la campaña de Hillary Clinton con el objetivo de que Trump pudiera aposentarse en la Casa Blanca.
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