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OPINIóN | 15-12-2020 09:47

Cómo salir de las crisis permanentes de la Argentina

¿Qué cambios políticos y económicos son necesarios para recuperar el sentido de un futuro?

2 de diciembre de 2015. El recién electo presidente Mauricio Macri presenta a su flamante gabinete en el Jardín Botánico de la ciudad de Buenos Aires y lo llama “el mejor equipo en 50 años”. Pocos días antes Macri había dicho: “El 10 de diciembre empieza una etapa maravillosa de la Argentina”. El índice de “expectativas futuras” de la Universidad Di Tella (parte del índice de confianza del consumidor) llegó en noviembre de 2015 al nivel más alto desde la elección de Néstor Kirchner 12 años antes. El gobierno recién electo se dedicó a resaltar las oportunidades futuras en lugar de la pesada herencia económica y social que recibió. Todo era optimismo. A los ojos de la población, las crisis eran cosa del pasado. Nunca debió ocurrir una crisis con el mejor equipo de los últimos 50 años a cargo. Pero tuvo lugar, y con una virulencia inusitada. La crisis permitió además la vuelta del populismo, y sumió al país en la crisis más difícil de su historia.

El golpe psicológico que sufrió la Argentina a partir de 2018 fue, sin embargo, mucho más grande que el que muestran los fríos números de la economía. El país, que parecía encaminado a dejar detrás una historia de crisis financieras y de deuda con el gobierno de Cambiemos, cayó nuevamente en una. La sensación es la de un país que parece, parafraseando a Eduardo Duhalde, “condenado al fracaso”. El perspicaz expresidente de España Felipe González dijo en una visita al país en mayo de 2019 que el estado de ánimo de ese momento era “peor que la crisis, que es severa. Pero el estado de ánimo es peor”, y agregó: “No es la ira de 2001, es la desesperanza de 2019”.

 

Mauricio Macri Y Alberto Fernández

 

La desazón es más fuerte entre los jóvenes: con una economía estancada, sin moneda ni crédito, se preguntan: ¿cómo o cuándo voy a poder comprarme un departamento o una casa? ¿Cuál es mi futuro laboral? ¿Para qué insistir? Mejor buscar horizontes en países serios. El riesgo de desorden social además permanece latente. La pobreza, que cae en todo el mundo, sube en la Argentina y amenaza la cohesión social.

La magnitud del impacto psicológico de la crisis es tal que a veces pienso que perdimos nuestra identidad como sociedad. La identidad es el sentido que tenemos sobre quiénes somos. ¿Qué es la Argentina? ¿Cuáles son nuestros objetivos y aspiraciones como sociedad? Los países, como las personas, arman historias y mitos de quiénes son y cuáles son los valores que comparten. Estas “ficciones orientadoras” o “relatos” sirven para dar a los ciudadanos un sentimiento de nación, comunidad, identidad colectiva y un destino común nacional.

En Estados Unidos existe una identidad común dada por el llamado “credo americano”, que parte de la definición de valores inalienables que hizo Thomas Jefferson en la Declaración de Independencia de ese país: “La vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

Nuestro país parece haber nacido no con una, sino con dos ficciones orientadoras contrapuestas: morenistas versus saavedristas, unitarios versus federales, Rivadavia versus Dorrego, Buenos Aires versus interior, Rosas versus Urquiza, y así. Una ficción alentó “recrear Europa en la Argentina”, mientras que la otra descansó sobre el caudillismo y una visión de la nación replegada sobre sí misma. Estas ficciones contrapuestas siguen alentando gran parte del debate actual.

Pero no siempre fue así; la división y el fracaso económico no dominaron en todo momento. Nuestros ancestros fueron capaces de convertir un país desértico en un imán para la inmigración. Transformaron una tierra de atraso cultural y económico en uno de los países más prósperos del mundo y con una de las producciones culturales más importantes.

El período de mayor progreso de la Argentina, entre 1853 y 1930, se basó en un relato superador de las antinomias. La Generación del 37 trató de conciliar ambas tradiciones. El ejemplo más acabado fue el libro “Bases…” de Juan Bautista Alberdi, que apuntó a conciliar los intereses de las provincias y la necesidad de una autoridad central con suficiente poder para evitar la anarquía. No fue un intelectual europeizante el que luego ejecutó la partitura, sino un caudillo provincial más, Justo José de Urquiza.

Más recientemente, en 1983, luego de varias décadas sangrientas y con gran inestabilidad política, el presidente Raúl Alfonsín nos legó un nuevo credo para unir a los argentinos. Se refirió al preámbulo de la Constitución como un “rezo laico”, una guía para saber hacia dónde caminamos y por qué luchamos. Vale la pena repetir esas palabras que todavía nos ponen la piel de gallina cuando las escuchamos de su boca: “[…] constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.

 

Raúl Alfonsín

 

Por varios años desde 1983 la Argentina pareció transitar en una democracia relativamente normal. Aunque desde el punto de vista económico la situación fue muy difícil, se logró una alternancia democrática razonable dentro de un cuasi bipartidismo entre el peronismo y la Unión Cívica Radical (UCR), la segunda vez en el contexto de la Alianza. Los políticos, aunque con diferencias normales y sanas, podían sentarse a discutir en la misma mesa. Sin embargo, varios gérmenes de los problemas que vendrían ya se estaban incubando. La inestabilidad económica y los cambios económicos sin políticas de contención, sumados a un marcado abandono de la educación pública, aumentaron fuertemente la cantidad de pobres, siempre caldo de cultivo de políticos populistas. La justicia se deterioró sustancialmente en el gobierno de Menem y, ausentes los controles, la corrupción explotó en todos los niveles de gobierno. También hubo un contrapunto entre el avance de la democracia a nivel nacional y su retroceso en la mayoría de las provincias, donde caudillo tras caudillo se entronizaron en el poder. Los gremios siempre entraron con los tapones de punta contra los gobiernos no peronistas.

La crisis de 2001 rompió este ciclo, y el país todavía no se recuperó de ella. Fue de tal magnitud que destrozó muchos consensos básicos y deterioró los canales tradicionales de la política, además de fragmentar y territorializar los partidos políticos. El bipartidismo quedó enterrado y lo sucedieron conjuntos de dirigentes territoriales o mediáticos de alianzas variables. Al mismo tiempo, el Estado perdió el monopolio de la violencia y el control de la vía pública. Comenzaron los piquetes que todavía nos acosan a diario. En este contexto, y con la suerte de contar con los precios más altos de nuestros productos de exportación de la historia moderna, llegaron Néstor y luego Cristina Kirchner al poder.

El mayor mal que le hicieron los Kirchner a la Argentina fue haber vuelto a abrir una etapa de división y odio. Reabrieron una grieta que estaba tapada. Siguieron el típico manual del populista, que consiste en: 1) dividir el mundo en “buenos” y “malos” (por ejemplo, el pueblo contra la oligarquía); 2) erigirse en los únicos representantes de la voz de los “buenos”. Solo una visión maniquea como esta justifica ver la ceremonia de cambio de mando presidencial como “una rendición” y no asistir a ella, como fue el caso de Cristina Kirchner el 10 de diciembre de 2015.

 

Nestor Kirchner

 

El gobierno de Mauricio Macri, en alianza con la UCR, se propuso devolver al país a la normalidad. Recibió una economía totalmente desequilibrada y a punto de explotar, pero sin un mandato claro para tomar medidas correctivas de fondo, porque no había llegado a explotar. Así, se embarcó en un gradualismo que solo retrasó el ajuste, haciendo promesas económicas irrealistas, que no pudo cumplir. Cuando la realidad golpeó en 2018, el desencanto de la población fue muy grande. La persistencia de la recesión en 2019 profundizó ese desencanto, el cual se agravó aún más con la vuelta del Kirchnerismo al poder. La idea de que Alberto Fernandez lideraría un gobierno moderado fue un espejismo. Una facción minoritaria, populista y muy extrema se apropió, utilizando mecanismos de nuestra institucionalidad política que describimos en el libro, de la agenda pública del nuevo gobierno.

La democracia está en peligro. La amenaza no proviene de un posible golpe militar. El politólogo norteamericano Steven Levitsky –un experto en la Argentina y particularmente en el Peronismo—argumenta en su libro “Cómo mueren las democracias” que éstas ya no sucumben en el mundo por medio de golpes. Dice: “Hay otra forma de romper una democracia. Es menos dramática pero igualmente destructiva. Las democracias mueren no en manos de generales, sino de líderes electos –presidentes o primeros ministros que subvierten el mismo proceso que los llevó al poder.” Y sigue: “Más frecuentemente, sin embargo, las democracias se erosionan lentamente, en pasos apenas visibles.” Levitsky dice que hay cuatro factores que son comunes a todos los procesos modernos de destrucción de la democracia: 1) el rechazo o la adherencia débil a las reglas democráticas, 2) rechazo de la legitimidad de los oponentes políticos, 3) la tolerancia o el apoyo a la violencia y 4) disponibilidad para recortar las libertades civiles de sus oponentes, incluyendo la prensa. ¿Les suenan conocidos?

Ante este desafío, las incógnitas que enfrentamos en los años que siguen son varias. ¿Es posible recomponer un relato unificador y superador de qué es la Argentina y cuál es nuestro destino? ¿Qué valores y aspiraciones nos representan? ¿Es el populismo una expresión central de la vida política argentina o solo una marginal? ¿Es factible erradicar el flagelo de la corrupción? ¿Se podrá terminar con las recurrentes crisis económicas? ¿Podremos construir un futuro próspero, o estamos condenados al fracaso?

Las frustraciones han sido muchas. Creo, sin embargo, que este pesimismo es exagerado. Así como los observadores que venían al país a inicios del siglo XX le presagiaban un futuro de grandeza, solamente extrapolando lo que veían en sus visitas, extrapolar hoy lo que ocurrió en las últimas décadas tampoco tiene sentido. Nada es inmutable, y la crisis que estamos viviendo puede convertirse en una oportunidad para romper con estructuras políticas y económicas que nos llevaron a este desatino.

El objetivo de mi libro “Emergiendo” (Sudamericana) es ayudar a clarificar cual debe ser el rumbo, invitando a repensar la promesa argentina y recobrar la confianza en nosotros mismos. También a discutir qué cambios son necesarios y cómo encararlos. Es posible recuperar las aspiraciones de aquella Argentina que soñaron sus fundadores, que atrajeron a tantos inmigrantes y que imaginamos a la vuelta de la democracia en 1983.

 

Emergiendo

 

Es posible transitar, luego de la república conservadora (Primera Republica) y de la república peronista (Segunda República), a una Tercera República, superadora e integradora. En el libro propongo algunos pocos principios básicos de convergencia para servir de base a ella, así como propuestas de cambio concretas y algunas reflexiones sobre el proceso de cambio.

Tenemos que pensar en una serie de principios superadores que podamos compartir entre un espectro relativamente amplio de actores políticos (no es necesario que todos lo compartan; es probable que el kirchnerismo más extremo o los libertarios no lo hagan), y en un conjunto de acuerdos y reformas que nos permitan fundar una Tercera República, ni peronista, ni antiperonista.

Los principios de esta Tercera República están, creo, en el prólogo de la Constitución nacional: afianzar la justicia (y su resultado, la integridad), promover el bienestar general (para lo cual se requiere promover la eficiencia y la modernidad, la democracia, la educación, una red de contención para todos, y la estabilidad macroeconómica y de las reglas de juego) y asegurar los beneficios de la libertad (para lo cual se requiere entre otros promover la libertad de comercio).

Podemos plasmar estos principios en seis acuerdos fundamentales:

Una democracia plena como única forma de resolver nuestros problemas. El consenso del 83, de nunca más resolver nuestros conflictos por medio de la violencia, fue un gran paso. Pero no es suficiente. La democracia no es solo ir a votar. Implica muchas cosas más, sobre las que nos tenemos que poner de acuerdo para emerger del subdesarrollo. En primer lugar, tenemos que cambiar la forma de votar. El sistema electoral argentino es un escándalo de proporciones comparables a la época del fraude de principios del siglo XX cuando lo ponemos en perspectiva histórica. Sin justicia independiente la corrupción se extiende como un cáncer y los derechos de propiedad no están debidamente protegidos. También se requiere tener un Congreso realmente independiente del Poder Ejecutivo. En la Argentina a veces no es así. Es un sello de goma del gobierno de turno, con consecuencias nefastas sobre la estabilidad de las políticas públicas. Por último, por democracia plena entiendo también un sistema donde haya libertad de expresión y prensa, libertad religiosa y protección a las minorías.

Una justicia independiente, para disminuir la corrupción y respetar los derechos de propiedad. Los niveles de corrupción en la Argentina son escandalosos. Es muy difícil que nuestra dirigencia política genere confianza en estas condiciones.

Un manejo eficiente y transparente del Estado. Nuestra burocracia tiene que profesionalizarse, tanto a nivel nacional como provincial, dejando de ser coto de caza de los gobernantes de turno.

Disciplina fiscal y monetaria para evitar nuevas crisis. Todas las crisis en la Argentina tienen un origen fiscal, y no hemos podido erradicar la inflación por el financiamiento del Banco Central al gobierno. La disciplina fiscal y monetaria tiene que asentarse en instituciones que la respalden. El gasto público además es muy elevado. Hay que bajarlo para reducir la presión impositiva, que asfixia al sector privado.

El trabajo y la competencia como pilares del crecimiento; no a la lógica de la suma cero. La Argentina expandió fuertemente los planes sociales, los que se convirtieron ya en una trampa de la cual la gente de menores recursos no puede salir. Hay que salir de esta situación, para lo cual se requiere acceso más fácil al trabajo formal. La libertad de comercio, la integración al mundo y la competencia deben mantenerse a lo largo del tiempo, como ocurre en los países desarrollados más allá de que los gobierne la derecha o la izquierda. Hay que reducir las regulaciones que asfixian nuestra capacidad emprendedora, que es la base del trabajo de calidad.

Una nación integrada. Los beneficios del progreso deben llegar a todos, para lo que se requiere no solo más inversión y trabajo, sino también educación y otras políticas para ayudar a los más rezagados.

Podemos transitar hacia una economía desarrollada y equitativa, emergiendo de las crisis permanentes, si tomamos los pasos adecuados y entendemos bien las dificultades y los intereses que enfrentamos. Podemos ser “los tapados”: cuando nadie apuesta por nosotros, cuando nosotros mismos dejamos de creer en nuestro destino, podemos generar las condiciones para emerger de este estancamiento.

Para eso hay que empezar con un diagnóstico realista de la situación. La primera parte del libro se dedica a esto. Repasa la crisis de 2018-2020, no para hacer historiografía, sino para entender qué factores estructurales convirtieron un estornudo en una enfermedad con riesgo de muerte. Luego ilustra cómo hay distintos aspectos de nuestras instituciones políticas y nuestra estructura económica que impiden el crecimiento y la implementación de políticas públicas de calidad y estables en el tiempo, y segregan cada vez más a la Argentina. El análisis está más que nada basado en ejemplos de situaciones que muestran las limitaciones de nuestro esquema institucional y político.

La segunda parte está dedicada a repensar la promesa argentina y a mostrar todo el potencial que podemos despegar en distintos sectores si hacemos las cosas bien, emergiendo finalmente del subdesarrollo. También a dar unos esbozos de reformas que son indispensables para desarrollar ese potencial, a pensar en estrategias de implementación y a entender los tiempos y las limitaciones que van a enfrentar las reformas.

Empieza recorriendo qué está pasando en el mundo, para entender las alternativas y los desafíos que nos presenta. Existen muchas oportunidades y muchos riesgos, sobre todo en el mundo post Covid-19, pero argumentaré que en cualquier caso lo que nos conviene es aferrarnos a esos principios “por los que luchamos” como decía Alfonsín. Luego se mete de lleno en la “ficción orientadora” que debería guiar nuestro camino, los valores y aspiraciones que pueden llevarnos a emerger de las crisis continuas, y propone un conjunto de acuerdos mínimos sobre la base de principios que todavía se debaten en la Argentina, pero que son estándares en el mundo, tanto para gobiernos de derecha como de izquierda.

 

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Sigue con ejemplos de la gran cantidad de sectores donde el país puede experimentar una revolución de crecimiento. Estos abarcan desde productores de materias primas hasta la industria y los servicios. Muchas de estas revoluciones ya se habían puesto en marcha durante el gobierno de Cambiemos, aunque el nuevo gobierno decidió tirar todo por la borda. Pero el potencial sigue estando ahí. Aunque el golpe a nuestra credibilidad es fuerte y se nos va a hacer más cuesta arriba para convencer al mundo de que podemos, la energía del cambio debe provenir de nosotros mismos. La normalización de la Argentina les permitiría a muchos sectores y geografías desplegar todo su potencial y nos llevaría poder duplicar nuestro producto bruto interno (PBI) per cápita en 20 años. También permitiría reducir la hipertrofia bonaerense; el interior experimentaría un crecimiento no visto desde hace muchas décadas.

Para que los principios y acuerdos fundamentales no sean meras declaraciones, y para realizar el potencial en estos sectores y geografías hace falta llevar a cabo un número importante de reformas, tanto económicas como institucionales. El libro termina describiendo las reformas a implementar, tanto en las instituciones políticas como las económicas, discutiendo estrategias de transición y de armado de coaliciones, así como los tiempos que llevará este proceso y las expectativas que nos debemos crear para andar ese camino sin nuevas frustraciones. Pone especial énfasis en una combinación que resulta letal para la Argentina: la de nuestro sistema electoral y nuestro sistema de coparticipación federal de impuestos. Sin un reemplazo de estos sistemas, no será posible emerger del subdesarrollo.

Vivimos tiempos difíciles. Convirtamos esta crisis en una oportunidad de emerger de ellos. Para ello necesitamos hacer cambios profundos a las reglas de juego políticas y económicas.

 

Marcos Buscaglia

 

 

*Economista y consultor en temas de política y economía. Es autor de “Emergiendo. Cómo salir de las crisis permanentes y recuperar la promesa argentina” (Sudamericana).

 

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