Si bien el poder siempre ha sido el santo grial de la política, en la Argentina actual se asemeja a un cáliz repleto de veneno. Nadie se anima a tocarlo. Aunque todos los políticos quieren disfrutar de los privilegios que suelen acompañarlo, a ninguno le interesa asumir las responsabilidades onerosas que acarrea. Los paraliza el temor a lo que podría sucederles si se les ocurriera tomar en serio los desafíos frente al país. Desbordados por una realidad que ellos mismos se las ingeniaron para crear, rezan para que otros impidan que termine aplastando a una sociedad cada vez más frágil. He aquí un motivo por el que tantos insisten en que Cristina sigue siendo por lejos la persona más poderosa del país, tratándola como una personificación moderna de Medusa cuya mirada es más que suficiente como para petrificar a quienes se atreven a enfrentarla. La leyenda de la omnipotencia de la señora que, según parece, es invencible porque la apoyan millones de pobres e indigentes, les brinda a los demás un pretexto para resistirse a tomar decisiones ingratas.
Al hacerse más grave la situación del país, ha comenzado a molestarle a Cristina misma el que tantos parezcan creer que es la dueña exclusiva del poder; dice que en verdad pertenece a Alberto. Éste, respaldado por otros integrantes del heterogéneo equipo gobernante y, a su manera, por los técnicos del FMI, da a entender que le encantaría compartir lo que tiene con la oposición. Demás está decir que a los dirigentes de Juntos por el Cambio no les atrae para nada la idea de que les corresponda asumir cuotas de poder y usarlas para apoyar el plan económico fantasmal que, es de suponer, está gestándose en las cabezas de Alberto y Martín Guzmán; saben muy bien que lo que los kirchneristas tienen en mente es culparlos por el ajuste que, pase lo que pasare, el país tendrá que sufrir porque está en bancarrota.
Un primer ministro británico de los años veinte y treinta del siglo pasado, Stanley Baldwin, es recordado por haber dicho que “a la larga de la historia, el poder sin responsabilidad ha sido la prerrogativa de las prostitutas”; aludía a quienes daban prioridad absoluta a sus propios intereses inmediatos sin preocuparse por nada más. Aquí son muchos los políticos que podrían sentirse aludidos ya que se han dedicado durante años a conseguir más poder personal sólo para darse cuenta de que sólo les serviría para defender su propio bienestar.
De más está decir que para aquellos que, a pesar de todo lo ocurrido, siguen aferrándose a la noción de que emprendieron una carrera política por motivos idealistas, por querer contribuir a “solucionar los problemas de la gente” o algo así, los tiempos últimos han sido difíciles. Acostumbrados como tantos están a superar dificultades repartiendo la plata que les suministran los contribuyentes, ya que no les queda más que billetes fabricados por la maquinita, no saben qué hacer salvo cubrir de insultos a sus adversarios, acusándolos de haber arruinado el país, con el propósito de desviar la atención de su propio aporte al desaguisado.
Para Alberto, Cristina y sus adherentes, todo lo malo se debe al satánico Mauricio Macri y su entorno de especuladores neoliberales; para el ex presidente y los demás opositores, es obra de los kirchneristas, cuando no de casi tres cuartos de un siglo de populismo peronista. Por razones que podrían calificarse de diplomáticas, los dirigentes del Pro prefieren minimizar el aporte al desastre del populismo más blando radical.
Ahora bien, si ninguna facción política está dispuesta a arriesgarse llevando a cabo el ajuste que las circunstancias exigen, lo hará el “mercado”, es decir, un enjambre de fuerzas anónimas que, lo mismo que los coronavirus que están atormentando al género humano, operan ciegamente sin consultar a sus víctimas. Es lo que ocurrió con el “Rodrigazo” que antecedió al golpe militar y cuando una marejada hiperinflacionaria puso un fin prematuro a la gestión del radical Raúl Alfonsín y amenazaba con hundir al peronista Carlos Menem. Fue entonces que, por primera vez en mucho tiempo, un presidente y su ministro de Economía, Domingo Cavallo, se pusieron a la altura de los cargos públicos que desempeñaban, pero muchos políticos, entre ellos Menem, pronto llegaron a la conclusión de que, gracias al éxito inicial de las reformas que el dúo había impulsado, no les será necesario hacer mucho más. Se equivocaban, claro está; andando el tiempo, el dique de la convertibilidad se derrumbó, provocando una catástrofe cuyas consecuencias perdurarían.
En buena lógica, los desastres terribles ocasionados por el facilismo populista debieron haberles enseñado a los políticos que es un error imperdonable permitir que el mercado se adueñe del manejo de la economía, pero la verdad es que convencieron a muchos de que, desde su propio punto de vista, en medio de una crisis destructiva es mejor adoptar un perfil bajo ya que, luego de jugar a las escondidas por un rato breve, casi todos los integrantes de “la casta” lograron regresar a los lugares que habían ocupado antes.
Aleccionados por la experiencia, demasiados dirigentes entienden que hasta nuevo aviso les sería más sensato alejarse del poder decisorio real. Para que les sea fácil hacerlo, disponen de cuarteles de invierno cómodos a los cuales pueden replegarse en caso de emergencia; la corporación política ha sabido construir una multitud de reductos en que sus integrantes pueden ocultarse hasta que el electorado los haya perdonado.
Los radicales, que pagaron buena parte de los costos políticos del colapso de la convertibilidad, encontraron refugio en distintos rincones de su extenso aparato partidario en que pudieron prepararse para el regreso que, de la mano de Macri, les fue dado celebrar en 2015. Por su parte, los “cuadros” kirchneristas presuntamente más valiosos disfrutaron de cargos en La Matanza que les permitirían pasar indemnes los cuatro años del terror macrista.
Si bien los integrantes vitalicios de la clase política actual no se destacaron cuando les tocaba de gobernar el país, todos son expertos consumados en el arte de sobrevivir. Es por lo tanto comprensible que, con escasas excepciones, parezcan sentirse más preocupados por las vicisitudes internas de sus organizaciones respectivas que por los riesgos alarmantes que corren el país y sus habitantes.
Encabezados por los intendentes del conurbano bonaerense, los peronistas que se creen racionales, o por lo m e - nos pragmáticos, están procurando hacer retroceder a los militantes de La Cámpora que, hasta hace poco, estaban apropiándose de un pedazo tras otro de las laberínticas estructuras improvisadas por el movimiento, además de coleccionar cajas rebosantes de dinero, mientras que en Juntos por el Cambio hay radicales, como el ex ministro de Economía (de Cristina) Martín Lousteau y el neurólogo Facundo Manes, que quieren alejarse de los “liberales” del Pro, además de asegurar que su propio sub-bloque prospere a costillas de sus rivales internos. En opinión de sus adversarios, son “funcionales” al kirchnerismo. En cuanto al PRO que, como todos los partidos políticos del mundo democrático, dista de ser monolítico, parece estar en condiciones de manejar las diferencias que separan a los halcones de las palomas.
¿Podrían romperse las dos coaliciones amplias cuya existencia ha hecho insólitamente estable el orden político nacional? Podrían. Para los peronistas, el poder ha dejado de ser un aglutinante; no sorprendería que algunas facciones significantes optaran por independizarse. Asimismo, a pesar de la conciencia generalizada de que la desintegración de Juntos por el Cambio que, a juicio de muchos, por falta de una alternativa viable, dentro de un par de años tendrá que gobernar el país haría todavía más tenebrosas las perspectivas ante la Argentina, mantenerlo intacto podría ser muy difícil al resistirse muchos integrantes a entender que les sería peor que inútil atribuir una negativa a apoyar medidas fuertes para frenar una crisis atroz a su propia superioridad ética, como insinuó Alfonsín al afirmar que no pudo, no supo o no quiso hacer lo necesario cuando la hiperinflación devoraba la economía.
Las internas fascinan a los políticos mismos, sobre todo a los radicales, pero para los demás son asuntos privados que carecen de interés. ¿Y los preparativos para las elecciones presidenciales previstas para octubre de 2023? Si bien es dolorosamente evidente que, antes de celebrarlas, el país podría tener que pasar por las horcas caudinas al someterse a una reestructuración socioeconómica que nadie quiere, la campaña en tal sentido comenzó ya antes de celebrarse las legislativas; además de estimular el instinto deportivo que anida en todo “político de raza”, los torneos electorales brindan a los muchos escapistas más pretextos para alejarse de la triste realidad cotidiana.
Sea como fuere, aunque es comprensible que los profesionales de la política prefieran prestar más atención a las encuestas que hoy en día miden el desprecio que tantos sienten por ellos que a la necesidad imperiosa de formular una estrategia coherente para un país que corre peligro de encontrar su destino en las zonas más miserables del conurbano bonaerense, acaso convendría que, en vez de mirarse en el espejo, se concentraran en temas más urgentes que los vinculados con su propia figuración.
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