El último anuncio en conjunto de Alberto Fernández, Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta no hizo más que correr detrás del humor social que reclama un regreso a la normalidad y a las calles. La flexibilización del aislamiento que decretaron las autoridades en el mismo momento en que se espera el pico de la pandemia en suelo argentino, de cara a junio, solo puede explicarse de ese modo. Es necesidad política, no sanitaria. Fueron demasiados días de encierro que derivaron en una marcada caída económica y empujaron a los trabajadores a salir igual, sin el permiso del Gobierno, para subsistir.
La cuarentena ya se había roto "de facto" antes de que el Presidente, el gobernador bonaerense y el alcalde porteño anunciaran un nuevo relajamiento que apenas tenía el mérito tardío de darle un marco legal a la rebelión que ya estaba ocurriendo. Es probable que las encuestas hayan empujado a Alberto y sus aliados de la provincia y la ciudad a darle aire a la ciudadanía, o es posible que los indicadores económicos también hayan hecho su parte.
El fin de semana, este columnista pudo atestiguar cómo en la zona norte del conurbano, donde el coronavirus suma buena parte de sus contagios, los vecinos se habían volcado a las calles a pasear bajo el sol y mirar vidrieras (de negocios abiertos), algunos con sus hijos, otros en pareja, unos cuantos sin barbijo. La presencia de un solitario patrullero de la Policía Bonaerense que por altavoz les pedía que volviesen a sus casas, o se los rogaba, apenas conseguía ahuyentar a unos pocos. La mayoría de los paseantes no le prestaba mayor atención.
Hay clima de hartazgo después de dos meses de cuarentena. Y la política lo huele.
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