“Hacemos la mejor agricultura del mundo”. Leo se refería a los argentinos. Él es ingeniero agrónomo y profesor en el colegio agrotécnico local. Lo conocí en diciembre de 2009 en Flores, un pequeño pueblo rural situado a 270 kilómetros al este de la ciudad de Buenos Aires. Leo y su esposa se habían mudado al campo después de toda una vida en la capital del país, buscando un ritmo de vida más tranquilo para criar a sus tres pequeños hijos. Flores es un pueblo chico, una cuadrícula perfecta de ocho cuadras por cinco en el corazón de la pampa, las famosas praderas argentinas, de donde nacen las historias de los gauchos errantes y de los bifes de nivel internacional. Comparado con Buenos Aires, que con doce millones de habitantes es una de las ciudades más grandes del mundo, Flores puede parecer la imagen perfecta de la vida pastoral. Es un pueblo seguro y tranquilo, y todos los vecinos se saludan al cruzarse. La naturaleza lo rodea. El verde de los campos se mezcla con los patios de las casas. Apenas al atravesar sus puertas se extiende una vasta e interminable vista de verde que se pierde en el horizonte hasta encontrarse con un amplio cielo azul. Este mar verde son las explotaciones de soja.
En dos décadas, la Argentina ha experimentado una rápida transformación agraria basada en la adopción temprana y la implementación intensiva de la soja transgénica. Estos cultivos han sido genéticamente modificados para tolerar la pulverización con herbicidas basados en el glifosato, una biotecnología desarrollada y comercializada por Monsanto (ahora Bayer) como Roundup Ready (RR). La Argentina adoptó la soja resistente al glifosato en 1996 como parte central de su estrategia nacional de desarrollo basada en la extracción de recursos naturales para la exportación. La soja transgénica cubre la mitad de la tierra cultivable del país y representa un tercio del total de sus exportaciones. Después de los Estados Unidos y Brasil, la Argentina es el tercer mayor productor y exportador de cultivos transgénicos. El “boom sojero” se celebra en el país y en el extranjero por traer modernización y crecimiento económico.
La Argentina promociona el modelo de la soja transgénica como un completo éxito. En los principales periódicos, los titulares anuncian ganancias que baten récords y exclaman: “Solo la biotecnología salvará al mundo”. Los planes de desarrollo nacional se centran en la biotecnología transgénica. Actores estatales y corporativos presentan la soja transgénica como el “maná” prometido para resolver el hambre y la pobreza global, mientras la Argentina reivindica su rol como “granero del mundo”. En los pueblos rurales de la región pampeana, la gente proclama: “Todos vivimos del campo”, y elogia la economía sojera. Incluso los sectores urbanos se alían con la población rural cuando el gobierno propone elevar los impuestos a la exportación, que podrían limitar la producción de soja.
Pero si bien el boom sojero ha generado crecimiento económico, también ha producido un tremendo daño social y ecológico. Los pequeños pueblos rurales como Flores están desapareciendo a medida que los lugareños migran a pueblos y ciudades rurales más grandes, atraídos por el empleo y las comodidades de la vida urbana. La tierra se ha concentrado en manos de unos pocos grandes agronegocios que cultivan extensas áreas con la ayuda de tecnología de vanguardia y una cantidad comparativamente pequeña de mano de obra altamente especializada. La soja ha desplazado no solo a los cultivos tradicionales, como el trigo, sino también a la ganadería, lo cual conduce a la inseguridad alimentaria. La expansión norte de la frontera agraria sobre la región chaqueña ha provocado una rápida deforestación a gran escala que ha devastado ecosistemas y amenazado medios de vida. La violencia contra campesinos e indígenas se está intensificando, a la vez que los riesgos para la salud provenientes de la exposición a agroquímicos también están en aumento. A lo largo de los pueblos rurales, los médicos argentinos han documentado un incremento de casos de leucemia, cáncer, abortos espontáneos y malformaciones en recién nacidos.
Alrededor del mundo, los transgénicos han encontrado una fuerte resistencia. En Brasil, India y Sudáfrica, grandes coaliciones de campesinos, estudiantes, científicos y consumidores se han organizado para cuestionar la biotecnología transgénica y han planteado importantes interrogantes sobre el impacto de los cultivos genéticamente modificados y el uso de agroquímicos. En Canadá y México, los agricultores han presentado demandas judiciales contra Monsanto por casos de contaminación genética de sus cultivos. En India, los agricultores han quemado semillas de Monsanto en piras después de que el nivel de deuda por compra de semillas hubiera llevado a muchos agricultores al suicidio. En Francia, los pequeños agricultores se han organizado para cuestionar los cultivos transgénicos, el libre comercio y la agricultura industrial. A lo largo de la Unión Europea se han aprobado leyes más estrictas para regular los cultivos genéticamente modificados y los agroquímicos bajo el principio de precaución. Los transgénicos están prohibidos en Francia y Alemania, y son estrictamente etiquetados en el Reino Unido. En California, los trabajadores rurales se han organizado para defenderse de los riesgos sanitarios surgidos de la deriva de pesticidas en los cultivos industriales a gran escala. Cada vez más, en los Estados Unidos, consumidores urbanos lideran el activismo anti-transgénico en favor de alimentos orgánicos y la justicia alimentaria.
Por el contrario, en la Argentina no ha habido campañas o coaliciones organizadas a nivel nacional contra los organismos genéticamente modificados (GMO por sus siglas en inglés: “genetically modified organisms”). Si bien han surgido algunos movimientos locales para protestar por los peligros para la salud producto de la deriva agroquímica y organizaciones campesinas e indígenas han sido explícitas en su posición contra la deforestación y el despojo violento de sus tierras, sus demandas urgentes siguen siendo en su mayoría ignoradas. Estos grupos, incluso, han tenido dificultades para lograr el apoyo de quienes sufren directamente el impacto negativo de esas prácticas. La mayoría de la población rural que vive cerca de las explotaciones de soja tiene poco y nada de poder de decisión sobre la producción agrícola y, además, no saca provecho de la soja transgénica; de hecho, soportan la carga de la exposición a los agroquímicos en sus cuerpos y en sus vidas. Entonces, ¿por qué no se ha movilizado un mayor número de ellos para detener o, al menos, desacelerar el ritmo de expansión de la soja transgénica? ¿Por qué, frente a la injusticia ambiental, donde la bibliografía y el sentido común nos llevarían a esperarlo, la gente no resiste? ¿Y por qué, en llamativo contraste con el sentimiento anti-transgénico que predomina en el mundo, la Argentina se muestra complaciente ante la expansión a gran escala del cultivo de la soja transgénica? (…)
Mi libro “Las semillas del poder” (UNSAM Edita) cuenta la historia de la rápida transformación agraria de la Argentina, basada en la adopción temprana y la implementación intensiva de soja transgénica resistente al glifosato. Lo que revela esta historia es cómo actores poderosos son capaces de obtener apoyo para implementar el extractivismo como modelo nacional de desarrollo socioeconómico y promover la inacción ante la injusticia ambiental. Utilizo el caso de la adopción de la soja transgénica en la Argentina para analizar lo que yo llamo las “sinergias del poder”, que crean y legitiman el sufrimiento, la desigualdad social y la degradación ambiental.
Para comprender este proceso, tenemos que entender la historia y la configuración de la economía política argentina, así como su cultura nacional. La Argentina es un país en desarrollo que desde fines del siglo XIX ha dependido de las exportaciones agrarias para obtener ingresos externos. Como muchos otros en el continente, este país latinoamericano no ha podido liberarse de su pasado colonial como sociedad “exportadora de naturaleza” –como ha dicho Fernando Coronil a propósito de la dependencia petrolera de Venezuela–. Para ese vínculo duradero ha sido fundamental un programa de reestructuración neoliberal que, a finales del siglo XX, relajó las regulaciones para primero permitir una producción de soja transgénica a gran escala, y luego hacer más fácil esa producción, y más rentable.
Finalmente, las materias primas no tradicionales –como la soja– han alcanzado precios internacionales altísimos a lo largo de la primera década del siglo XXI, principalmente impulsados por una mayor demanda de China e India. En este contexto favorable, poderosos actores corporativos y estatales han promovido la producción de soja transgénica en la Argentina como una continuación del modelo nacional de desarrollo socioeconómico en beneficio de todos, cuando en realidad son ellos los que cosechan la mayoría de los beneficios políticos y financieros.
Aquí pongo de manifiesto cómo una poderosa sinergia de actores influyentes –desde el Estado hasta el agronegocio nacional y transnacional y sus aliados en los medios y las ciencias– han asignado a la biotecnología transgénica usos y significaciones que se nutren de desigualdades estructurales y simbólicas profundas; procediendo así, han logrado crear consentimiento social y disminuir el poder de los movimientos que podrían apartar la trayectoria del desarrollo argentino del extractivismo. Contribuyendo a las perspectivas sobre la economía política del medioambiente, muestro cómo la cultura, el discurso y la identidad nacional son fundamentales para los intereses materiales de las personas en el poder. Estos actores poderosos utilizan la cultura para moldear y legitimar una economía política que es muy desigual en términos de clase, género y raza. Concentrándome en esta sinergia, me explayo sobre la justicia ambiental para resaltar cómo los medios políticos y económicos, tanto como los culturales y simbólicos, los mecanismos y estrategias específicas (aunque no únicas) de la Argentina pueden generar consentimiento y apoyo para un modelo extractivista que a sabiendas incrementa el daño humano y ecológico.
Rastreo las raíces culturales de este modelo hasta la misma fundación de la Argentina como nación en el siglo XIX, cuando la elite liberal de la época inició un proyecto “civilizador” con miras a crear una nación, proyecto que condujo al establecimiento de mitos dominantes de la identidad nacional.
Esos mitos presentan a la Argentina de principios del siglo XX como una nación europea y moderna y como el “granero del mundo”, esa belle époque en que la Argentina aspiraba a la misma promesa de desarrollo que otros estados colonizados, como Canadá y Australia. Cuando seguimos los hilos estructurales e históricos de estos valores y creencias fundamentales sobre la identidad nacional, podemos ver su impacto duradero en las percepciones de los argentinos sobre la naturaleza, la vida rural, la producción agrícola y el papel de la nación en la economía global.
“Las semillas del poder” pone de manifiesto la compleja red de poder oculta detrás del prometedor discurso de la innovación tecnológica para el desarrollo. Poderosos actores que operan desde las esferas del Estado y de las corporaciones, donde domina lo masculino, hasta los agronegocios, el campo y los hogares utilizan distintas estrategias para crear consentimiento, que incluyen la redistribución económica y la referencia a mitos de la identidad nacional y el saber científico. Los “sujetos del poder” –la gente común a cargo de la vida diaria en las comunidades rurales pampeanas, los que viven, trabajan y juegan en las explotaciones de soja o en sus cercanías– tienden a destacar los beneficios de la soja transgénica. Como Leo, muchos que no controlan ni sacan provecho del cultivo se sienten incluidos en ese “nosotros” que se puede jactar de hacer “la mejor agricultura del mundo”. En cierta manera esto tiene sentido, si se considera que en los últimos años las exportaciones de soja han traído prosperidad al sector rural, un enorme alivio tras varias décadas de crisis. Pero es una situación como mínimo desconcertante, si se recuerda que cada vez más gente se enferma mientras la soja crece en las cercanías de sus casas. A pesar de los riesgos que la deriva de los agroquímicos conlleva para el ambiente y la salud, los residentes rurales de la región pampeana con frecuencia desdeñan el daño potencial, minimizan la toxicidad y enfatizan las cualidades de punta de la biotecnología y las recompensas económicas de la producción sojera. Sostengo que consienten porque cosechan beneficios económicos y culturales y porque no “ven” ningún daño, debido a la construcción estratégica de un discurso de bajo riesgo sobre la fumigación agroquímica.
La teoría y la metodología de la justicia ambiental ponen de relieve las dinámicas de poder desigual en la sociedad, que tienen como resultado una desigual distribución de los costos y beneficios de las prácticas productivas. Gracias a una vasta investigación en el tema sabemos, con certeza casi matemática, que quienes están en lo bajo del espectro del poder, las comunidades empobrecidas y racializadas, soportan una carga desproporcionada de los costos, mientras que los que cosechan los beneficios viven río arriba y con viento a favor, generalmente sin ser afectados por el daño que ellos producen con sus decisiones. También conocemos la motivación que impulsa a los que tienen poder de decisión: un mandato general de incrementar la rentabilidad y promover el crecimiento económico. Pero sabemos mucho menos acerca de las estrategias que los actores corporativos y estatales utilizan para legitimar la injusticia, es decir, cómo crean aquiescencia en situaciones injustas. Tampoco ha sido objeto de una teorización satisfactoria la manera en que dimensiones múltiples de desigualdad (clase, género, raza/etnicidad, la división rural/urbano, la historia del colonialismo) se intersectan y exacerban la injusticia ambiental. (…)
Los que detentan el poder son los empresarios del agronegocio, los productores de soja y los funcionarios del Estado; estos individuos controlan y se benefician de la producción agrícola y pueden movilizar la ciencia, los medios de comunicación y la ley a su favor. Abajo están los pobres y los desamparados, aquellos que debido a su clase, género, raza o etnia ocupan los últimos escalones de la sociedad: campesinos indígenas y mujeres de la clase obrera. Los “intermedios” se ubican a lo largo del espectro etnia/clase/género. Son los habitantes rurales de la región pampeana, descendientes de europeos que indirectamente cosechan algunos de los beneficios de la producción de soja, esto es, empleados del agronegocio, propietarios rurales que dan su tierra en alquiler a otros para cultivarla, esposas de productores de soja y otros profesionales y dueños de pequeños negocios que se benefician del desarrollo económico rural pero no están “en el negocio del cultivo”. Lo que esos actores “intermedios” comparten es que, si bien no tienen control sobre el campo, obtienen algunos beneficios de la producción sojera (generalmente en términos de renta o ingresos), pero, como viven cerca de las instalaciones tóxicas (los campos, en este caso), cargan también con los costos ambientales y sanitarios del extractivismo. Como muestro, este grupo, tal vez sin saberlo ni quererlo, es estratégico para la reproducción del “statu quo”. (…) Entender cómo los actores poderosos crean aquiescencia sobre la distribución desigual de los costos sociales y ecológicos del extractivismo, y por qué la gente común recrea un sistema injusto, es esencial para una comprensión acabada de las fuerzas que crean –pero que también pueden desafiar– la injusticia ambiental en la Argentina y en el mundo.
-Amalia Leguizamón es profesora de Sociología en la Universidad Tulane, Estados Unidos. Sus investigaciones se centran en las dinámicas de poder y cómo éstas impactan en el medio ambiente. Su último libro es “Las semillas del poder. Injusticia ambiental en la Argentina sojera” (UNSAM Edita), del cual este texto es un fragmento.
por Amalia Leguizamón
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