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OPINIóN | 10-02-2020 13:47

El trípode argentino

Por qué en algunos temas Alberto Fernández se parece más a Mauricio Macri que a Cristina Kirchner.

La primera verdad kirchnerista es sencilla: Cristina está por encima de la ley y quienes no lo entienden merecen ser tratados como sicarios de la dictadura militar. Fieles a este principio, algunos partidarios de la vicepresidenta festejaron descaradamente la muerte del juez Claudio Bonadio; para ellos, la voluntad del magistrado de tratar a la jefa espiritual de su movimiento como si fuera una ciudadana común sólo podía atribuirse a la inquina personal y las presiones de los enemigos de la causa popular. Desde el punto de vista de los militantes, el triunfo electoral de la fórmula Fernández-Fernández fue más que suficiente como para consignar todas las acusaciones contra Cristina al basurero de las “fake news” puesto que, luego de estudiar toda la evidencia en su contra, el gran jurado nacional no sólo la declaró inocente sino que también le dio las llaves de la Casa Rosada.

¿Cuántos piensan así? Los muchos millones que conforman el 35 por ciento que, según las encuestas, sigue apoyando a una persona que otros creen debería estar entre rejas.  Se trata de un bloque impresionante, pero como Cristina entendió muy bien, para triunfar en una elección presidencial tendría que suplementarlo con los votos de los muchos peronistas que no la querían pero estarían tentados por lo que verían como una oportunidad irresistible para conseguir pedacitos de poder. En octubre, casi el 15 por ciento del electorado manifestó su aprobación de tal decisión. 

Mientras tanto, a pesar de la debacle socioeconómica que buena parte del país imputaba a la ineptitud del gobierno de Mauricio Macri, Cambiemos logró conservar la adherencia de más del 40 por ciento de la población merced a su apego a los valores republicanos. Al sector así supuesto le impresionó el consenso de que, aun cuando resultara que algunos miembros de la coalición no eran dechados de honestidad, nadie en el gobierno pensaría en exculparlos por  motivos ideológicos.

Por lo tanto, puede dividirse la Argentina política en tres partes, de las que la representada por la oposición actual es la mayor y la del peronismo federal o, si se prefiere, racional, es el menor  pero, como es habitual en sociedades democráticas en que ninguna agrupación tiene el respaldo de una mayoría absoluta, puede desempeñar un papel clave. Si maniobra con astucia, tendrá garantizado un lugar en el oficialismo de turno. Aunque una agrupación de este tipo será demasiado chica como para formar un gobierno propio, cuenta con ventajas negadas a las más grandes que sólo pueden ganar o perder; si se vincula con una de ellas, el triunfo le estará asegurado.

Pues bien; para los convencidos de que a la Argentina le aguardará un futuro casi tan catastrófico como el presente venezolano a menos que los integrantes de la clase política nacional subordinen sus propios intereses a los de la población en su conjunto, el kirchnerismo, que en efecto reivindica la corrupción en escala industrial y da por descontado que la victoria da derechos, plantea una amenaza que es sumamente grave. Esperan que Alberto Fernández, cuya conversión a la causa cristinista los tomó por sorpresa y aún les parece inverosímil, logre apaciguar a los kirchneristas más vengativos colmándolos de cargos importantes pero excluyéndolos de áreas fundamentales como las de la política exterior y el manejo de la economía con la expectativa de que, siempre y cuando consiga algunos éxitos, le será dado consolidar su propio poder a expensas de aquel de la señora.

¿Es lo que está sucediendo? Es posible. No es ningún secreto que las acciones de la vicepresidenta suben cuando juega a las escondidas pero bajan toda vez que hace gala de sus talentos oratorios. Hasta hace muy poco, mantuvo un perfil bajo, pero últimamente ha emitido señales de que su paciencia tiene sus límites, que quiere regresar al centro del escenario y, entre otras cosas, recordarle a Alberto que es su criatura.

A muchos les llamaron la atención su visita reciente a un par de represas que están construyéndose en Santa Cruz en que la acompañaron dos empresarios procesados por participar del capitalismo de amigos que tanto floreció en el transcurso de su gestión, la declaración de bienes que se difundió según la cual su fortuna personal, de aproximadamente 50 mil dólares, apenas alcanzaría para un pequeño departamento en un barrio modesto de la Capital, además, claro está, de asumir, en ausencia de Alberto, como presidenta interina en las oficinas del Instituto Patria. 

Puede que quienes temen a Cristina hayan exagerado el significado de tales gestos y otros de sus simpatizantes, pero el nerviosismo que sienten es comprensible; les parece inevitable que, tarde o temprano, el ala kirchnerista del gobierno decida recuperar todo el poder formal que a su juicio le corresponde porque, al fin y al cabo, es dueño de la mayoría de los votos de Frente de Todos.

Lo mismo que otros países, la Argentina está atravesada de grietas profundas. Una tradicional es la que separa a los peronistas de los demás y que, el año pasado, benefició a Cristina al permitirle sellar una alianza con personajes que, hasta entonces, habían jurado que nunca más la aceptarían como líder. Otra grieta, que está adquiriendo cada vez más importancia, no se basa en lealtades tribales sino en el respeto por ciertos principios básicos; es la que se da entre los kirchneristas por un lado y, por el otro, los persuadidos de que nadie, por popular, carismático o revolucionario que fuera, tiene derecho a violar la ley. A su modo, son igualitarios. De no haber sido por la conciencia creciente de que todos los políticos, incluyendo a Cristina, deberían respetar ciertas normas básicas que están consagradas en la Constitución, a Macri le hubiera sido imposible reducir a la mitad los 16 puntos de ventaja que le llevó Alberto Fernández el día de las PASO. 

Como suele suceder cuando un partido o coalición sufre una derrota electoral dolorosa, la gente de Cambiemos está procurando analizar las razones por las que los votantes optaron por entregar el poder a una alianza recién conformada en que, de acuerdo común, Cristina tendría la voz dominante. Algunos dirigentes, como el jefe radical Alfredo Cornejo, creen que Macri cometió un error estratégico imperdonable un par de años antes cuando, después de triunfar Cambiemos en las elecciones de medio término, se resistió a ampliar el movimiento incorporando a peronistas de mentalidad afín.

Es que en aquel entonces Macri, alentado por la buena elección que hicieron Estaban Bullrich y Gladys González en la provincia de Buenos Aires, donde superaron a Cristina, creía que el Pro estaba ganando “la batalla cultural” contra las diversas manifestaciones del populismo criollo y que, al aliarse con el radicalismo, ya había hecho todas las concesiones necesarias. Aunque sería legítimo argüir que, a la larga, tal análisis podría justificarse, lo que sería el caso si el gobierno de los Fernández se desintegrara en medio de una crisis realmente espectacular, los costos para el país de tal desgracia serían terriblemente altos.

Es que la costumbre de apostar todo a los fracasos ajenos, como hicieron los kirchneristas y, de forma menos agresiva, algunos peronistas “racionales”, desde que Macri comenzó su gestión, ha dejado de ser una alternativa sensata para un país en la situación de la Argentina que, una vez más, tambalea al borde del default. Aunque Alberto, como Macri en su momento, se las ha arreglado para congraciarse con mandatarios extranjeros destacados, las promesas formuladas por Angela Merkel, Emmanuel Macron y otros valen mucho menos que las opiniones de los acreedores que, como acaban de descubrir Martín Guzmán y Axel Kiciloff, no suelen dejarse conmover por las palabras de políticos o líderes religiosos como el Papa. Lo que quieren es cobrar su plata.

Aunque el gobierno ha tratado de sacar algún provecho del problema de la deuda demorando la revelación de su “plan” hasta que lo haya resuelto, no ha logrado convencer a quienes sospechan que en verdad no sabe muy bien lo que le convendría hacer en las feas circunstancias actuales salvo bautizar de “solidario” el ajuste que está aplicando con la esperanza de que los kirchneristas y los llamados movimientos sociales lo dejen continuar.

Por motivos evidentes, se trata de una estrategia riesgosa. Cuando es cuestión de la economía, el relato K se basa en la noción de que todos los ajustes son neoliberales y por lo tanto malos. Aunque merced al cambio de gobierno las calles del país se han vuelto más tranquilas, no hay garantía alguna de que la paz social pueda sobrevivir a una caída abrupta del nivel de vida de amplios sectores de la población o, lo que sería aún más desestabilizador, un aumento repentino de la tasa de inflación que es una de las más altas del planeta.

De suceder lo peor, el ala racional del gobierno de Alberto necesitaría una base de sustentación más confiable que el brindado por un movimiento cuyos militantes están más interesados en aprovechar las calamidades socioeconómicas del país que en atenuarlas. Se encontraría, pues, frente a una opción equiparable con la que fue descartada por Macri hace dos años cuando, fortalecido por un triunfo electoral, pudo haber ampliado la coalición que encabezaba incorporando a grupos peronistas de actitudes parecidas a las de muchos integrantes de Cambiemos.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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