Friday 19 de April, 2024

OPINIóN | 03-01-2021 00:25

En la sombra del dragón

Cómo hizo China para ser el único país que creció en el año de la pandemia. El desafío de Joe Biden.

Mucho ha cambiado en el mundo desde que médicos de la ciudad china de Wuhan se encontraron frente a un raro y muy peligroso virus coronado de espigas que lo ayudaban a inficionar a una cantidad cada vez mayor de personas. Además de modificar radicalmente el estilo de vida de buena parte del género humano, el patógeno ha tenido un fuerte impacto geopolítico que, paradójicamente, beneficiará a su país de origen en detrimento de todos los demás.

Si bien la dictadura china sigue siendo blanco de críticas furibundas desde Estados Unidos, Europa, Australia y otros lugares por no haber actuado a tiempo para frenar la difusión del virus e incluso ha sido acusada de usarlo como un arma biológica, parece haber manejado la pandemia resultante mucho mejor que cualquier país occidental. Lo hizo tomando medidas severísimas que, a pesar de los reparos de defensores de los derechos ciudadanos, los gobiernos de las democracias principales pronto imitarían.

Para el presidente Xi Jinping, el que la forma casi universal de procurar mantener a raya al coronavirus fuera “made in China” habrá sido motivo de satisfacción, pero no tanto como el hecho de que, conforme a los números disponibles, la economía de su país habrá crecido el dos por ciento en 2020, mientras que la norteamericana se ha achicado bastante, y ni hablar de las europeas. Es tan grande la diferencia que se prevé que, antes de terminar la década actual, el producto bruto chino supere definitivamente al de Estados Unidos. Aunque China no dejará de ser un país relativamente pobre, con un ingreso per cápita que por ahora es equiparable con el de la Argentina, sus dimensiones demográficas son tan impresionantes que, a menos que pronto sufra una gran catástrofe como otras que han jalonado su larga historia, no tardará en generar más riqueza que América del Norte, Europa y el Japón sumados, o sea, más que todo el mundo desarrollado que conocemos.

Es algo que ya hubiera ocurrido si, después de la Segunda Guerra Mundial, sus gobernantes hubieran aplicado políticas parecidas a las de los países étnica y culturalmente chinos como Taiwán, Singapur y Hong Kong, pero felizmente para los que quisieran que se prolongara por algunos años más el predominio occidental al que están acostumbrados, a mediados del siglo pasado China cayó víctima de una doctrina europea que resultó ser incompatible con el progreso económico.

¿Es casi inevitable que el Imperio del Medio se erija en una superpotencia hegemónica y que todos los demás tengan que buscar un lugar en el sistema internacional que improvise? Puede que no: la gran debilidad china es demográfica; pronto será un país con más ancianos que jóvenes, lo que a buen seguro incidiría en cualquier esfuerzo por desempeñar un papel dominante en el escenario mundial.  

Sea como fuere, puede entenderse la preocupación que tantos sienten en Washington al ver escurrirse por los dedos la supremacía mundial que habían llegado a creer natural. Las elites políticas de la superpotencia aún reinante no saben qué hacer para conservarla. Son conscientes de que los embargos comerciales no funcionan como antes porque el motor principal del crecimiento chino ya es el consumo interno.  Podrían culpar a los estrategas de generaciones anteriores que intentaron presionar a los chinos para que remplazaran el voluntarismo alocado maoísta por una versión del capitalismo que, imaginaban, los obligaría a hacerse más democráticos, pero una reedición del debate en torno a “quiénes perdieron a China” de los años cincuenta o, en este caso, a “quiénes la dejaron escapar” del manicomio ideológico en que se había encerrado, no les serviría para mucho.

Desgraciadamente para los norteamericanos –y para la mayoría de los chinos-, el régimen nominalmente comunista de Xi se las ha ingeniado para combinar una variante del liberalismo, algunos dirían del neoliberalismo, económico con el autoritarismo político y cultural que siempre ha sido propio del marxismo en el poder. En base a esta amalgama, ha construido un “modelo” que parece destinado a hacer escuela en muchas partes del mundo.

Hace apenas un cuarto de siglo, el consenso mundial era que el desarrollo económico requería el respeto por las libertades democráticas porque de otro modo no se podría aprovechar bien el capital humano local, pero China ha mostrado que, por ahora cuando menos, se trata de una ilusión. Al darse cuenta de que la prosperidad creciente de centenares de millones de personas sirve para justificar el totalitarismo, los jerarcas del partido único no han vacilado en suprimir cualquier manifestación de disenso que les molesta. Hoy en día, Xi tiene tanto poder como, en su momento, poseía el dictador absoluto Mao.

Antes de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, los norteamericanos se limitaban a esperar a que la economía china dejara de expandirse a un ritmo febril sin hacer nada que podría obstaculizarla, pero el magnate, fiel a su temperamento, decidió adoptar una actitud mucho más belicosa. En el transcurso de su gestión turbulenta, Trump acusó a China de responsabilidad por el empobrecimiento de millones de norteamericanos, de robar industrias enteras, de librar una guerra cibernética contra el resto del mundo y, desde luego, de hacer del “virus chino” un arma de destrucción masiva e insinuar que fue ensamblado en el laboratorio biológico que, por casualidad, está ubicado en Wuhan.

¿Será más conciliador Joe Biden? Si bien es de suponer que empleará palabras menos hirientes que las elegidas por el presidente saliente y que se abstenga de formular acusaciones tremendas, no podría negar que China sí plantea una amenaza estratégica al orden internacional que, según él, Estados Unidos tendrá forzosamente que custodiar.

Con China, Biden se enfrenta con algunos problemas personales, ya que su hijo Hunter ha participado de negocios turbios con personajes vinculados con el régimen. No sorprendería, pues, que quienes no lo quieren procuren aprovechar las versiones en tal sentido para incomodarlo como hacían los demócratas mismos cuando acusaban  a Trump de ser un títere del mandamás ruso Vladimir Putin. Por ser China una potencia llamativamente más formidable que Rusia, un país que, en términos económicos, pesa menos que California o incluso Texas, una investigación exhaustiva de las actividades de Hunter Biden podría tener consecuencias aún más traumáticas que las ocasionadas por los intentos fallidos de destronar a Trump.

Para la Argentina y muchos otros países que están económicamente atrasados, la irrupción de China plantea no sólo oportunidades sino también una serie de dilemas. Sería insensato tratarla como una potencia enemiga, pero sería peligroso hacer de ella una amiga íntima ya que, como muchos dirigentes africanos se han enterado, está más interesada en asegurarse acceso a las materias primas que necesita que en lo que suceda en el territorio de sus socios. En opinión de aquellos africanos, su conducta es idéntica a la de las potencias colonialistas europeas cuando creían que el mundo era suyo.

Xi y compañía son tan nacionalistas que no les importan temas como el estado de la democracia, los derechos humanos, la independencia de la Justicia o la libertad de expresión en otras partes del mundo, lo que, desde el punto de vista de políticos de países en apuros será motivo de alivio. En cambio, a éstos no les gustará demasiado el que sea inútil intentar chantajear emotivamente a los chinos hablándoles de pobreza o de lo inhumano que son los ajustes; además de saber mejor que nadie lo que es la pobreza extrema, pueden señalar que lograron reducirla drásticamente en un lapso muy breve. Por lo demás, como acreedora interesada en recuperar el dinero prestado, China se ubicará bien a la derecha del FMI.

Luego de haber prosperado, según las pautas decimonónicas, en el orden internacional que fue dominado por el imperio británico, la Argentina se resistió a adaptarse a lo que vendría después, un período en que Estados Unidos sería por un amplio margen el país más poderoso, rico y, en muchos ámbitos, más creativo del planeta. Como sabemos, no le fue nada bien. ¿Tendrá más suerte el país en un futuro en que el tan denostado, y hoy en día tan agrietado imperio norteamericano, dispute con China el liderazgo mundial?  Aunque la aparición rapidísima de un rival de fuste a la virtual hegemonía estadounidense, que pareció haberse consolidado gracias al colapso ignominioso de la Unión Soviética, pueda brindar muchas oportunidades a naciones débiles reacias a comprometerse con un esquema de poder determinado, también entrañará riesgos.

Al fin y al cabo, a diferencia de Estados Unidos, China no es un país occidental; hasta para los sinólogos profesionales, que suelen tener sus propias preferencias y prejuicios, les es difícil explicar lo que está ocurriendo en los círculos gubernamentales del gigante y están más propensos que los demás a involucrarse en sus conflictos internos. Según parece, Sabino Vaca Narvaja, el presunto nuevo embajador en Pekín –y pariente de Cristina-, que acaba de desensillar a Luis Kreckler merced a un escandalete relacionado con la compra de vacunas, sí se ha especializado en asuntos chinos, pero ello no quiere decir que los conocimientos adquiridos le permitan defender mejor los intereses nacionales frente a la superpotencia emergente.

 

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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