La pregunta es incómoda, pero se impone tras más de seis meses de cuarentena y creciente malaria: ¿qué hubiera sido de esta administración sin el cisne negro sanitario que puso todo patas para arriba? ¿Habría sido realmente distinto el desempeño de Alberto Fernández como presidente en una coyuntura más normal? ¿O, por el contrario, la crisis del coronavirus le sirvió para disimular por un tiempo lo que sus críticos y hasta algunos de los socios de su espacio ya califican como falta de gestión?
Los anuncios económicos de este jueves, tras la novela del dólar y los rumores de mayor devaluación, son leídos como un reflejo tardío por buena parte del establishment, que le retiró su crédito a una coalición peronista en la que la figura de la vicepresidenta Cristina Kirchner se vuelve cada vez más preponderante. Si a Alberto le gusta provocar (hasta en los medios internacionales) con aquello de que no cree en planes económicos, el mensaje que da con sus zigzagueos y sus indefiniciones, tironeado por el ala dura de CFK y por las palomas que resisten el avance de ella, profundiza el desconcierto: ¿hay un proyecto viable detrás de esas tensiones? ¿O se trata de un continuo “vamos viendo”, una sucesión de marchas y contramarchas que no logran parar la hemorragia?
A ese escenario se suma el reciente mazazo estadístico del 40 por ciento de pobreza, algo que ni Mauricio Macri logró, y que habla de la deuda albertista en cuanto a su discurso de justicia social e inclusión. La pandemia por ahora funciona como excusa para todo, pero un día, tarde o temprano, pasará. Y ahí veremos, inexorablemente, si Fernández puede hacer mucho más que lo que hizo en estos meses.
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