El peronismo ha perdido adeptos debido no sólo a la gestión calamitosa del gobierno tricéfalo de Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa sino también a la conciencia de que “el modelo” socioeconómico que procuraron salvar había caducado y que sería inútil intentar repararlo. Asimismo, se ha hecho penosamente evidente que el peronismo no cuenta con figuras capaces de suceder a Cristina que, desde la muerte de su esposo en 2010, había dominado un movimiento que es intrínsecamente caudillista; sindicalistas como los Moyano y políticos como el gobernador bonaerense Axel Kiciloff carecen de las cualidades que les permitirían congraciarse con la multitud.
Para resurgir, el populismo tradicional representado por el peronismo necesitaría encontrar un líder tan carismático como Juan Domingo Perón, Carlos Menem y, a su modo, Cristina, pero, como “la doctora” misma comprende muy bien, ella ya no está en condiciones de llenar el vacío que se ha producido.
El que sí lo está haciendo con entusiasmo desbordante es Javier Milei. El roquero anarco-capitalista cuyas andanzas fascinan a los políticos de otras latitudes domina el escenario nacional como en su época hicieron Hipólito Yrigoyen, Perón y, por un rato, Raúl Alfonsín, personajes que por cierto no son santos de su devoción. Al igual que ellos, Milei está seduciendo a quienes en el pasado hubieran militado en las filas de movimientos de creencias llamativamente distintas. Hasta Máximo Kirchner está manifestando síntomas de libertarismo; elogia al Presidente por “llevar adelante lo que dice”, a diferencia de gobiernos del “espacio” que presuntamente ocupa. Puede que el hijo de Cristina pronto opte por afiliarse a La Libertad Avanza.
Que esto esté ocurriendo no debería motivar sorpresa. Abundan las personas que instintivamente quieren sentirse parte de un movimiento sociopolítico regenerativo como el que se ha formado en torno a Milei que, les guste o no a los liberales chapados a la antigua que aprueban su estrategia económica y el desprecio que siente por la palabrería progre, se parece cada vez más a un caudillo tradicional, si bien uno de ideas que son muy diferentes de aquellas de todos sus precursores.
Milei quiere emular a Perón. Acaso sin proponérselo, el fundador del justicialismo logró reestructurar la cultura política nacional, una hazaña que, entre otras cosas, la separó de las que dominarían el mundo desarrollado. Durante casi tres cuartos de un siglo, virtualmente todos los dirigentes e intelectuales del país, incluyendo a los antiperonistas más virulentos, vivieron en el universo mental creado por “el General”. ¿Está por terminar la hegemonía así supuesta que era tan completa que a la mayoría abrumadora le parecía algo perfectamente natural? Si bien es poco probable que el peronismo desaparezca sin dejar rastro, Milei y quienes comparten su visión se creen capaces de reemplazarlo por otro conjunto de “verdades” basado en su propia variante del liberalismo. Para ellos, el peronismo y las formas de pensar que le son afines pertenecen a la prehistoria.
Hasta hace ya seis meses, los interesados en los avatares argentinos subrayaban la capacidad extraordinaria del país para anotarse un fracaso colectivo tras otro a pesar de contar con un sinfín de ventajas comparativas. Se trataba de una propensión que podría atribuirse en parte al poder de atracción del anticuado “modelo” plasmado por los peronistas y en parte a la convicción de que en verdad la Argentina era un “país rico” y que por lo tanto, según el brasileño Helio Jaguaribe -y Eduardo Duhalde- estaba “condenada al éxito”. Así pues, sus habitantes, aleccionados por personajes como Cristina y sus secuaces, sólo tendrían que esperar a que, por fin, recibieran lo prometido sin que les fuera necesario cambiar nada importante.
A partir de la elección de Milei, que insiste en que la Argentina es en realidad paupérrima porque “no hay plata”, no sólo los observadores extranjeros sino también muchos políticos locales, comenzando con Cristina, hablan de lo paradójico que les parece la voluntad mayoritaria de soportar un ajuste feroz. ¿Cómo es posible, se preguntan, que tanta gente siga apoyando a este sujeto extravagante, de ideas heréticas, que la está martirizando?
A muchos que sienten nostalgia por las verdades de ayer les parece inevitable que los perjudicados por lo que está sucediendo terminaran alzándose en rebelión contra la extrema austeridad libertaria. Después de todo, ellos mismos se habían negado a ajustar por miedo de la, en su opinión, inevitable reacción popular. Aunque la Argentina dista de ser el único país en que “ajuste” o su equivalente es una palabra muy fea, en pocos lo repudian con tanto fervor como era rutinario aquí.
¿Están en lo cierto quienes piensan que el proyecto de Milei tiene los días contados? Puede que sí, pero, para perplejidad de los presuntos expertos en las vicisitudes de la opinión pública, aún no hay señales de que el grueso de la población haya comenzado a sentirse tentado a rechazarlo. Además de la convicción difundida de que es necesario aferrarse a la esperanza de que el programa que está aplicando el gobierno brinde los resultados deseados, a Milei lo ayuda el hecho innegable de que ninguna agrupación opositora haya logrado plantear una alternativa a la estrategia oficial que por lo menos sea mínimamente coherente.
Rabiar contra la austeridad que tantas desgracias está provocando, denunciarla como inmoral, inhumana y antipopular, como hacen muchas almas bellas, es muy fácil, ya que a nadie le gusta verse privado de una proporción sustancial de los ingresos a los cuales se había acostumbrado y no cabe duda de que, para la mayoría, los tiempos que corren se han hecho sumamente difíciles. Sin embargo, ello no quiere decir que sea razonable suponer que un gobierno más bondadoso que el encabezado por Milei sería capaz de repartir dinero entre los necesitados sin que la inflación se encargara de devorarlo.
Durante muchos años, la política nacional giraba en torno al mito de que, en algún lugar, había un tesoro inmenso escondido y que le correspondía al gobierno de turno encontrarlo y devolverlo a su auténtico dueño: el pueblo. El radicalismo y, con mayor tenacidad, el peronismo se alimentaban de esta creencia, de ahí las campañas que emprendieron militantes furibundos contra la oligarquía, los latifundistas, los especuladores buitrescos relacionados con oscuros intereses foráneos y otros malos malísimos que supuestamente se habían apropiado de la riqueza nacional.
A su manera, Milei rinde homenaje a este gran mito nacional; en su versión, una “casta” política, corrupta y corporativa que vive de la gente, es culpable del robo, razón por la que, antes de iniciar su gestión, juró que la forzaría a pagar todos los costos del gran ajuste que sería necesario poner en marcha.
Desgraciadamente para muchos, Milei pronto encontró que el asunto no era tan sencillo como había dado a entender. Aun cuando fuera innegable que miembros de “la casta”, como otros acusados de adueñarse ilícitamente de una parte excesiva de los ingresos del país, sí habían contribuido a la depauperación de más de la mitad de una sociedad que, de haber sido gobernada mejor, sería relativamente próspera, en el fondo el desastre se debió a la tendencia de generaciones de políticos voluntaristas de privilegiar la distribución de lo ya existente por encima de la producción de más bienes.
Habrá sido en buena medida por tal motivo que la Argentina, encapsulada en el modelo peronista, fue el único país de cultura occidental que se negó a participar en el impresionante boom económico que, en las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, benefició primero a los habitantes de los países capitalistas de Europa y del Japón y, más tarde, a centenares de millones de personas en Europa Oriental, Corea del Sur y, a partir de los años setenta del siglo pasado, en China.
De más está decir que recuperar el terreno que se perdió requeriría un esfuerzo tremendo. Además de los problemas financieros que, según parece, el Gobierno está solucionando, pronto surgirán los ocasionados por la difusión de una “cultura de la pobreza” que es incompatible con una economía moderna que dependerá en buena medida de la capacidad intelectual de quienes cumplen funciones productivas. De tener razón quienes dicen que la Inteligencia Artificial tendrá un impacto fortísimo en el mundo del trabajo, las perspectivas frente a la Argentina distan de ser tan promisorias como afirman los libertarios.
A juicio de muchos que están preocupados por el deterioro del sistema educativo, para repararlo habría que invertir más en las universidades, pero por ser el problema decididamente más profundo de lo que creen, sería más realista dar prioridad a las escuelas primarias y secundarias. Parecería que, aún más que en otros países occidentales, todas las instituciones educativas argentinas se han visto socavadas por el facilismo que se justifica con alusiones a lo injusto que es discriminar entre los académicamente dotados y los muchos que preferirían dedicarse a oficios prácticos que les serían mucho más útiles que lo que podrían aprender en una aula universitaria.
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