Los acreedores no son los únicos que quisieran saber lo que Alberto y sus acompañantes se proponen hacer para que la economía nacional deje de ser una especie de agujero negro financiero que absorbe cantidades inmensas de dinero ajeno sin por eso dejar de achicarse. También quisieran saberlo millones de personas que dependen de lo producido por el país, pero, con la excusa de que les conviene mantener en secreto sus planes, Martín Guzmán y los demás integrantes del equipo oficial se niegan a decirnos lo que tienen en mente. Si bien juran estar a favor del crecimiento, la equidad, la inclusión y muchas otras cosas buenas, son reacios a explicar lo que harán para que sean algo más que palabras lindas.
Aunque ya han transcurrido casi diez meses desde que Alberto entendió que sería el próximo presidente de la República y todo cuanto tal privilegio le supondrá, la eventual estrategia económica del gobierno sigue siendo un misterio. Primero, los voceros oficiales u oficiosos nos informaron que tendríamos que aguardar hasta que las elecciones definitivas confirmaran lo de las PASO; entonces sí presentará en público el programa magistral que tenían escondido. Sin embargo, una vez completado aquel trámite, los mismos insistieron en que todo dependería del resultado de las negociaciones que Guzmán, un experto diplomado en tales menesteres, celebraría con los bonistas. Para sorpresa de nadie, los intentos de torcerles los brazos no funcionaron como anticipaba pero, si bien parecería que el país ha entrado en default, por ahora es uno blando que, en teoría, será menos dañino que el duro que tantos temían y aún temen. Así pues, la espera se prolongará hasta que el coronavirus haya dejado de aterrorizarnos.
En otras palabras, podría pasar más de un año antes de que el país y el mundo por fin se hayan enterado de lo que hará un gobierno que había hecho de la promesa de reparar la maltrecha economía su carta de triunfo electoral. Mientras estaba en campaña, Alberto nos aseguraba que bastaría con llenar de plata los bolsillos de la gente para que saliera a consumir, lo que pondría en marcha un círculo virtuoso que haría crecer la economía a un ritmo comparable con el alcanzado en su momento por Néstor, pero por desgracia el asunto resultó ser menos sencillo de lo que había previsto. Lejos de disfrutar el país del boom que fue vaticinado por los voluntaristas militantes del peronismo, se profundizaría cada día más el deterioro que, es innecesario decirlo, se ha agravado muchísimo últimamente merced al encierro de la Capital Federal y el conurbano bonaerense, además de la virtual parálisis del comercio internacional.
Con todo, para Alberto el que el naufragio económico más reciente del país haya coincidido con un desastre universal ha de ser motivo de cierto alivio: por lo menos no tendrá que contestar las preguntas de los convencidos de que nunca tuvo la menor idea de lo que sería necesario hacer para impedir que su gestión finalizara de manera realmente catastrófica. Por un rato, le será dado atribuir todos los problemas socioeconómicos no sólo a Mauricio Macri sino también al maldito virus sin sentirse obligado a enfrentar el hecho ingrato de que muchos de ellos se deben a que la clase gobernante de ningún país, ni siquiera la de la Argentina, puede vivir por encima de los medios disponibles para siempre. Tarde o temprano, tendrá que adaptarse a las circunstancias. Todo hace pensar que la hora fatídica ya había llegado antes de que Covid-19 comenzara a hacer su aporte a la mishiadura ya imperante.
Alberto y, con mucho más entusiasmo, los integrantes kirchneristas de la coalición gobernante que formalmente encabeza, parecen creer que la solución será “más Estado”. ¿Están pensando en lo que podría hacer el aglomerado de instituciones penosamente ineficaces y sobrecargadas de personal del sector público que, para cumplir muchas tareas rudimentarias, como distribuir alimentos en barrios paupérrimos, tienen que solicitar la ayuda de organizaciones “sociales” o confesiones religiosas? Es posible, pero muchos que aquí reivindican el papel del estado en el mundo moderno basan sus argumentos en lo logrado en los países desarrollados sin tomar en cuenta las deficiencias locales. Es que, como ha señalado una y otra vez el sociólogo galo Alain Touraine, aquí no hay un Estado en el sentido europeo, japonés o norteamericano sino lo que califica de un “sistema de corrupción”, ya que se trata de un conjunto de entidades que sólo sirven para repartir botín entre los que logran aprovecharlas.
Quienes participan de los debates en torno a la importancia que debería tener el Estado en la vida nacional suelen pasar por alto este detalle clave, lo que puede entenderse puesto que, en Francia y el Japón, por ejemplo, las instituciones estatales son ferozmente elitistas. Las manejan funcionarios que han sido óptimamente preparados que proceden de las universidades más competitivas y que con escasas excepciones son más que capaces de instrumentar políticas sumamente complejas.
Parecería que Alberto lo entiende; al iniciar su gestión, dijo que le gustaría que la Argentina se dotara de una “Gran Escuela de Gobierno” parecida, es de suponer, a la célebre Escuela Nacional de Administración francesa, pero sucede que los kirchneristas, los sindicalistas y los “luchadores sociales” no tienen la más mínima intención de permitir la descolonización del Estado que, desde su punto de vista, tiene que seguir siendo la poderosa máquina clientelista que generaciones de populistas han sabido ensamblar. Por principio y por interés propio, se oponen a todo cuanto sabe a “meritocracia”, o sea, a la noción de que deberían ocupar los puestos de mando en la administración nacional, además de las provinciales y municipales, los hombres y mujeres más inteligentes, laboriosos y, desde luego, honestos.
Sea como fuere, aun cuando este gobierno o cualquier otro lograran reemplazar el lamentable simulacro de Estado que está aplastando el país por uno mejor, llevar a cabo las reformas necesarias para que se levantara de la lona podría resultarle imposible. Son tantos los al parecer irremediablemente pobres, los efectivamente analfabetos, los que dependerán de por vida de la caridad comunitaria, que sería extraordinariamente difícil transformar una proporción sustancial en ciudadanos productivos que estén en condiciones de emular a los chinos, surcoreanos y otros. Para comenzar, le será forzoso impulsar una auténtica revolución cultural contra la voluntad del grueso de la clase política, un sinnúmero de progresistas que se ufanan de sus sentimientos solidarios y, desde luego, los muchos cuyo status social y, en algunos casos, ingresos, dependen de la existencia de grandes bolsones de pobreza.
Puede considerarse lógico que en una sociedad en que más del cuarenta por ciento de la población ya era pobre antes de la llegada del coronavirus y que, después de sufrir los estragos que provocará, tendrá muchos más, el llamado “pobrismo” sea la ideología dominante. Para ganar elecciones, los políticos tienen que hacer creer que respetan a los marginados y entienden que si carecen de las capacidades y los conocimientos que les permitirían no sólo mantenerse a flote sino también prosperar en el mundo que les ha tocado no es su culpa personal, sino la de los odiosos neoliberales. Huelga decir que lo último que quieren es ver convertidos a los pobres en “burgueses”. Para los pobristas, la militancia importa mucho más que los esfuerzos individualistas de quienes se esfuerzan por abrirse camino.
Tal mentalidad está representada en el gobierno de Alberto por los kirchneristas. Quieren sacar provecho de la oportunidad que les han brindado la pandemia y las medidas tomadas para contenerla para apoderarse de trozos importantes del ya anémico sector privado. ¿Se creen capaces de administrarlos mejor que los hombres de negocios, entre ellos, muchos que han formado empresas, grandes o chicas, a pesar de todas las dificultades creadas por burócratas, sindicalistas y políticos venales resueltos a hacerles la vida imposible con reglas irracionales, leyes laborales insensatas e impuestos apenas soportables? Puede que algunos sí se imaginan CEOs geniales, pero lo que querrá la mayoría es incorporarlos a sus propios imperios clientelares además, claro está, de humillarlos. El gran motor del kirchnerismo en su fase actual es el rencor; sueñan con desquitarse de los empresarios, de la clase media macrista y de todos aquellos que, sin equivocarse, son sus enemigos.
El Alberto de los días anteriores a su reconciliación con Cristina era un pragmático relativamente sensato, un moderado de opiniones a ratos contundentes pero democráticos. ¿Y el actual? Se asemeja bastante al “hombre sin atributos” de la gran novela del austríaco Robert Musil que se rehace según las circunstancias y su propia conveniencia. Para este Alberto, el sindicalista modelo es Hugo Moyano y el gobernador ideal es el formoseño Gildo Insfrán que, por su parte, parece haber salido de las páginas de un libro de Gabriel García Márquez o Augusto Rao Bastos. Acaso sueñe con una Argentina regida por tales personajes. Se trataría de un país en que los dueños del poder vivirían en mansiones lujosas bien protegidas y los demás en casuchas ruinosas como las de las zonas más miserables del conurbano.
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