En un país atravesado por las divisiones, la malaria y los contagios que solo ahora van cediendo de a poco, la noticia de la muerte de Diego Maradona logró lo impensado: que todos nos olvidemos por un rato de nuestras miserias y desaveniencias y despidamos al ídolo en forma monolítica. Por izquierda y derecha, desde los countries y las villas, Maradona consigue el milagro de cerrar al menos momentáneamente la grieta. Todos lo quieren, todos lo lloran, todos tienen una anécdota con él, lo hayan conocido o no. Cuesta encontrar en los archivos periodísticos a un futbolista que tenga imágenes con tantos líderes del país y del mundo y que haya sido oficialista de tantos oficialismos contradictorios entre sí.
El secreto de Maradona es que es pre-ideológico y toca una fibra íntima de los argentinos. Maradona es patria. Es el del gol a los ingleses después de Malvinas. Es el que juega en una pierna por amor a la celeste y blanca. Es el que llora en la final perdida y se enfrenta solito a la poderosa FIFA de Havelange. Es el héroe triunfal y luego derrotado y luego renacido de sus cenizas, una trama argenta al cien por ciento hasta el día de su muerte.
El uso político que el poder sigue haciendo del ídolo fue ostensible en el velatorio en la Casa Rosada, que juntó a una multitud en las calles y acaso tiró por la borda el esfuerzo de una cuarentena de ocho meses. Irresponsabilidad es la palabra que define los fallidos intentos del Gobierno de alargar esa despedida lo más que se pudiese (en contra de la opinión de la familia) y convertirla en una muestra de unión nacional, a la que sin embargo le faltaron barbijos y le sobraron empujones y gases lacrimógenos. Al final, por seguridad, hubo que llevarse el féretro del lugar y suspender todo. También en eso, como Maradona, somos tan argentinos.
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