Tuesday 17 de September, 2024

OPINIóN | 10-08-2024 08:58

Mercados al borde de la histeria

El desplome de las bolsas del mundo y cómo puede repercutir en la economía argentina. Japón y Wall Street, en caída.

Si Javier Milei no estuviera a cargo de la raquítica economía argentina, se sentiría reivindicado por lo está ocurriendo en los mercados bursátiles mundiales ya que podría atribuirlo a los errores perpetrados por aquel “socialista” Joe Biden y “los zurdos despreciables” que lo rodean. Señalaría que la turbulencia que está sacudiéndolos se debe al temor a que Estados Unidos caiga en recesión y que arrastre consigo al Japón, Corea del Sur, Europa y, desde luego, países como la Argentina que están tratando de encontrar un lugar en el mundo aún globalizado antes de que les sea demasiado tarde.

Si bien voceros del gobierno libertario insisten en que en esta ocasión la situación financiera de la Argentina es lo bastante sólida como para permitirle sobrevivir a cualquier tormenta internacional provocada por dudas en cuanto a la fortaleza del coloso norteamericano, no pueden ignorar que sigue siendo muy vulnerable, motivo por el que subió abruptamente el índice riesgo país al intensificarse en todas partes una huida hacia lo presuntamente confiable. Por desgracia, están en lo cierto quienes advierten que el país aún dista de dejar atrás la imagen creada por una larga sucesión de gobernantes irresponsables que se enorgullecían de su voluntad de mofarse de las reglas que imperaban en otras latitudes.   

Para un gobierno que necesita que la Argentina atraiga inversiones cuantiosas en los meses próximos, el que los mercados internacionales estén experimentando uno de sus periódicos ataques de histeria es una muy mala noticia. También ha de preocuparle el que tanto aquí como en el resto del mundo escasean los dispuestos a relacionar las dificultades económicas internas con las fluctuaciones externas. Así las cosas, sólo le queda a Milei rezar para que todo pase rápido y que, luego de algunos días agitados, las bolsas más importantes se tranquilicen para que hasta nuevo aviso reine nuevamente una sensación, por engañosa que fuera, de normalidad.

Aunque es posible que algo así suceda, también lo es que la economía mundial esté por experimentar otra de sus esporádicas crisis sistémicas, después de la cual quienes la habían previsto disfrutarán de su momento de fama. Felizmente para Milei en su papel de teórico, últimamente los más pesimistas han sido los adversarios de Biden y su equipo que los han criticado con virulencia por estimular indebidamente la economía de la superpotencia, mientras que los demócratas han defendido con tenacidad las medidas de su gobierno porque saben muy bien que Donald Trump se vería beneficiado si, en vísperas de las elecciones de noviembre, el panorama de agravara mucho. Después de todo, para triunfar, Trump sólo tendría que convencer a la franja no comprometida del electorado de que, a diferencia de “la izquierdista” Kamala Harris que, huelga decirlo, nunca se ha destacado por su capacidad administrativa, sabe lo que hay que hacer para mantener reducidos los costos de los bienes de consumo más populares, sobre todo de la nafta.

En Estados Unidos y Europa, los debates en torno a las convulsiones bursátiles más recientes se han politizado hasta tal punto que se ven viciados por las preferencias electorales de los participantes. Puesto que la mayoría respalda emotivamente a Kamala, casi todos tratarán de minimizar la importancia de las fluctuaciones violentas de los índices de Wall Street y Tokio, y los pocos que simpatizan con Trump, conforme a los cuales la condición de la economía norteamericana es francamente desastrosa, se inclinarán por exagerarla.

Como ya es habitual, tomó por sorpresa a virtualmente todos los economistas profesionales el desplome de bolsas tan importantes con la de Tokio, que el lunes perdió el 12,4 por ciento de su valor, el colapso más grave desde 1987, cuando se puso fin al “milagro” impresionante que había protagonizado el Japón que, hasta entonces, pareció destinado a superar al mismísimo Estados Unidos.

Los californianos, japoneses y otros que viven en zonas expuestas a terremotos saben que, tarde o temprano, sufrirán uno de dimensiones históricas que acaso resulte ser tan destructivo como el que asoló Tokio y sus alrededores a comienzos de septiembre de 1923 en que murieron más de 140 mil personas. Lo mismo ocurre con los preocupados por el futuro de la economía mundial. Recuerdan lo que sucedió el 29 de octubre de 1929 cuando, luego de meses de inestabilidad, el colapso de la bolsa neoyorquina marcó el inicio de la Gran Depresión que tendría un impacto devastador en la vida de centenares de millones de personas y, entre muchas otras cosas, tendría consecuencias duraderas para la Argentina que nunca logró adaptarse a la nueva situación en que se encontró.

¿Es inevitable otra gran depresión?  Nadie sabe la respuesta a esta pregunta antipática. Puede que sea poco probable, pero sucede que la economía no es una ciencia exacta: además de los datos firmes con los que alimentan las computadoras, para acertar los especialistas tendrían que suplementarlos con otros que son meramente subjetivos y podrían cambiar en cualquier momento. Después de todo, quienes operan en los mercados están tan propensos como el que más a dejarse llevar por fantasías como las motivadas últimamente por la evolución imprevisible de la alta tecnología, e invertir montos colosales en empresas que terminan hundiéndose sin dejar rastro.

También está incidiendo en la conducta de los mercados el temor a que se amplíe la guerra que está librando Israel contra islamistas que están resueltos a aniquilarlo, o que una eventual invasión de Taiwán por parte de la China de Xi Jinping tendría repercusiones económicas calamitosas en el resto del planeta al causar el cierre de las plantas de semiconductores y chips de alta integración más avanzadas del mundo.

Desde 1929 ha habido decenas de crisis bursátiles. Algunas resultaron ser meras “correcciones” sin secuelas significantes en la “economía real”, mientras que otras, como la de 2008 que siguió a la quiebra de la empresa bancaria Lehman Brothers, sí tendrían efectos negativos que aún se sienten pero, por fortuna, hasta ahora ninguna ha tenido un impacto tan brutal como la de hace casi cien años. Así y todo, la sensación de que demasiado depende de factores que no son cuantificables hace que hasta los expertos más sobrios entiendan que sería un error negar que existan riesgos.

Los pesimistas pueden señalar que el orden basado en la hegemonía financiera y militar estadounidense ya pertenece al pasado y que, peor aun, la guerra fría entre “las democracias” occidentales encabezadas por Washington y “las autocracias” lideradas por China amenaza con poner fin a la asociación económica, que ha sido mutuamente beneficiosa, de los dos bloques. Por razones estratégicas, muchos dirigentes norteamericanos quieren debilitar cuanto antes los lazos comerciales con China que, por su parte, está procurando desesperadamente prolongar la era de crecimiento vertiginoso que la ha hecho una potencia mundial auténtica, pero que a juicio de muchos ya ha alcanzado su límite. Huelga decir que, por haber tanto en juego para países como Alemania, cuya prosperidad debe mucho a la relación que han labrado sus gobernantes y empresarios con el gigante asiático, el “desacoplamiento” de los dos mastodontes que está en marcha está intensificando el nerviosismo que tantos europeos sienten.

La capacidad china de producir un sinnúmero de bienes de consumo a precios asequibles ha ayudado a los gobiernos de los  países desarrollados a impedir que suba mucho el costo de vida. Se trata de un detalle que prefieren pasar por alto los decididos a repatriar los empleos industriales que se han “exportado” a lugares en que los salarios suelen ser más exiguos que en los países occidentales. Quienes piensan así suelen insistir en que, gracias a los avances de la tecnología, los occidentales ya no necesitarán depender de mano de obra barata porque los robots, que nunca se quejan, son mucho más eficientes, pero se resisten a reconocer que el progreso tecnológico que celebran está perjudicando a cada vez más personas. Que este sea el caso plantea un interrogante inquietante: ¿es compatible con la democracia el orden económico discriminatorio que está consolidándose en los países más desarrollados?

Hay buenas razones para dudarlo. En Europa y Estados Unidos, políticos calificados de “populistas”, como el norteamericano Trump y la francesa Marine Le Pen, que en opinión de sus adversarios no son nada democráticos, han sabido movilizar a quienes sienten nostalgia por los días, antes de la llegada de la internet y otras novedades cibernéticas, en que casi todos los obreros industriales y una multitud de oficinistas de clase media podrían vivir relativamente bien. Aunque tales personas quieren seguir contando con las ventajas brindadas por la revolución tecnológica que, según los entusiasmados por la Inteligencia Artificial, apenas ha comenzado, no les gustan para nada los cambios socioeconómicos que ha traído. A menos que los comprometidos con el orden establecido logren resolver los problemas ocasionados por la contradicción así supuesta, no habrá forma de asegurar la paz social en los países de América del Norte y Europa que, hasta hace muy poco, servían de ejemplo dignos de emular para los demás.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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