Sunday 5 de May, 2024

OPINIóN | 05-08-2023 08:03

Políticos bajo fuego

Los altos niveles de rechazo de la clase dirigente representan un desafío para la democracia. Apatía y ausentismo en las urnas.

La democracia está en apuros en todas partes por una razón muy sencilla: es casi imposible votar en contra de la clase política en su conjunto aun cuando una amplia mayoría se haya convencido de que es una banda de oportunistas mediocres que viven a costa de los contribuyentes. Por mucho que sus integrantes se esfuercen por llamar la atención a las diferencias que los dividen, no pueden sino brindar la impresión de pertenecer al mismo club y por lo tanto estar resueltos a defender intereses corporativos que no coinciden con aquellos de los demás. En épocas de bonanza la grieta resultante importa poco, pero en las de crisis, la hostilidad que tantos sienten hacia una elite política cerrada puede facilitar la llegada al poder de una dictadura.

Hasta ahora, muchos que en la Argentina no confían en la buena voluntad de los políticos se han limitado a boicotear las elecciones o votar en blanco; si bien virtualmente todos se afirman preocupados por el ausentismo, no hay señales de que esté incidiendo en la conducta de los aspirantes a conseguir cargos electivos. Asimismo, si bien Javier Milei ha sabido aprovechar la convicción generalizada de que los problemas de su país se deben a la consolidación de una “casta” corrupta y parasitaria, el intruso ya está en vías de ser incorporado a lo que dice estar combatiendo. Como aprendió muy pronto, para no sólo acercarse al poder sino también parecer estar en condiciones de aprovecharlo, hay que vincularse con la clase política existente que es ubicua y propende a ser monopólica.

Es por tal motivo que no han prosperado los intentos de hacer menos autónoma la clase política promoviendo a personas que se han destacado en otros ámbitos. Si bien algunos, como Carlos Reutemann, Palito Ortega y Daniel Scioli, lograron reciclarse en dirigentes exitosos, la infusión de nueva sangre así supuesta no modificó sustancialmente la cultura política del país. ¿Produciría mejores resultados forzar a quienes ocupan puestos electivos a buscar otra forma de ganarse el pan luego de un período determinado, de tal modo achicando la brecha que separa al mundillo político del resto del país? Es probable que sí, pero, como sucede entre los sindicalistas, los que se las han arreglado para gobernar provincias o municipalidades por décadas insisten en que lo hacen a pedido de los votantes y que por lo tanto sería antifederalista y antidemocrático obligarlos a dar un paso al costado. 

De más está decir que la sensación extendida de que la clase política ha dejado de ser representativa dista de ser un fenómeno exclusivamente argentino. Lo mismo está sucediendo en todos los países democráticos. En el mundo anglosajón, la voluntad de castigar a los políticos profesionales por haberse alejado de la gente contribuyó mucho al triunfo electoral de Donald Trump en Estados Unidos y al Brexit en Gran Bretaña. Asimismo, en distintos países europeos, la búsqueda de alternativas por parte de sectores del electorado ha favorecido a quienes logran diferenciarse del montón y que, si se apartan del consenso progre imperante, se ven calificados de “derechistas” por rivales que temen ser desplazados, mientras que en América latina la tentación autoritaria, que a veces asume características militaristas, no ha perdido su atractivo. Por cierto, el mandatario salvadoreño Nayib Bukele, que ha encarcelado a decenas de miles de pandilleros que son tratados como ganado, cuenta con una multitud de admiradores en la región.

Con todo, por comprensible que sea la frustración que tantos sienten al verse obligados por ley a elegir entre candidatos que a su juicio comparten los mismos vicios, las eventuales soluciones para los problemas socioeconómicos que los atribulan tendrán que salir de la clase política que se ha conformado por ser todas las hipotéticas alternativas a la democracia representativa decididamente peores. Tanto aquí como en muchos otros países, los golpes de Estado que dieron lugar a dictaduras se debieron menos a las maniobras de conspiradores extremistas que al desprestigio de la clase política.

Si bien las amenazas frente a la Argentina son distintas de las de otros tiempos, nadie ignora que el país se ve ante un desafío enorme. Todos sus habitantes dependen de un modo u otro de la marcha de una economía que está deslizándose hacia un desastre monumental, pero es dolorosamente evidente que en este ámbito tan importante la dirigencia política ha sido extraordinariamente incapaz; a juzgar por las estadísticas que son de dominio público, su desempeño ha sido peor que aquel de todas sus equivalentes de otras latitudes con la eventual excepción de las de algunos países africanos.

No extraña, pues, que tantos quisieran verla reemplazada por una que sea radicalmente distinta. En principio, asegurar que lo sea debe ser perfectamente posible en una democracia en que el pueblo soberano tiene la última palabra pero, por desgracia, en términos prácticos, no lo es del todo. Aun cuando, para alarma de muchos, Milei ganara la larga y accidentada carrera presidencial, el poder quedaría en manos de miembros de la oligarquía política permanente que, es innecesario decirlo, además de “administrar la crisis” procuraría conservar los derechos adquiridos a los cuales se ha acostumbrado.

¿Está por cambiar su forma de pensar del grueso de la clase política nacional? Es un interrogante clave, pero si bien es poco probable que la presión de quienes se niegan a votar lo haga abandonar actitudes que, a través de los años, lo han llevado a apoyar, o a aceptar como algo inevitable, un “modelo” que parece haber sido programado para autodestruirse, no podrá continuar pasando por alto la realidad. Es lo que algunos, acaso muchos, suelen hacer luego de asegurarnos que en su opinión es escandalosa, inmoral e inmerecida, sin por eso reconocer que, a menos que ellos mismos actúen a tiempo, la situación en que se encuentra el país se hará aún más trágica de lo que ya es.

El psicodrama que están experimentando los comprometidos emotivamente con modalidades que han depauperado al país ha sido agravado por la presencia del Fondo Monetario Internacional que les exige reducir el gasto público sin atentar contra la productividad del conjunto. No es que lo que pide sea insensato, sino que, además de ser políticamente ventajoso para populistas como Cristina, Juan Grabois, Máximo Kirchner y, de vez en cuando, Sergio Massa, fingir creer que si no fuera por la intromisión del FMI no sería necesario ajustar nada, culpar al organismo internacional por el estado de la economía brinda a los defensores más aguerridos del statu quo pretextos inmejorables para negarse a tomar medidas que perjudicarían a sus amigos del empresariado y a su propia clientela electoral.

Según tales personas, hay que movilizar al pueblo para que frene a tecnócratas de ideas de origen extranjero que quieren hacer de la Argentina una colonia neoliberal. Para los que piensan así, no es contradictorio coincidir en que es catastrófico el estado de la economía nacional y oponerse con tenacidad a cualquier intento de reestructurarla.

El que hasta Cristina y sus acólitos entienden que, si no fuera por los dólares que sólo el FMI está dispuesto a prestarles, la crisis que está atormentando el país sería aún más cruenta de lo que ya es, no quiere decir que hayan abandonado su fe en las recetas que venden ideólogos como el gobernador bonaerense Axel Kicillof. Les encanta su forma de pensar porque se resisten a reconocer que su “proyecto” se basa en nada más firme que el voluntarismo, y porque están procurando ingeniárselas para que otros paguen los costos de la debacle apenas creíble que han protagonizado. Si bien a esta altura achacar todo lo malo a Mauricio Macri parece un tanto ridículo, Massa sigue haciéndolo porque no se le ocurre nada mejor.

Así y todo, si bien a juzgar por lo que está sucediendo en las etapas provinciales de la elecciones escalonadas, el peronismo, del cual el kirchnerismo es una manifestación caricaturesca, está batiéndose en retirada, no hay ninguna seguridad de que esté debilitándose la mentalidad que desde mediados del siglo pasado ha dominado el país. Si bien por motivos presuntamente pragmáticos muchos simpatizantes de la forma peronista de interpretar la realidad están migrando al espacio actualmente ocupado por Juntos por el Cambio, hay que preguntarse si el movimiento así supuesto entraña el peligro de que la coalición opositora termine peronizándose.

Aunque es concebible que algo así ocurra, también lo es que -tal y como sucedió en Estados Unidos algunas décadas atrás donde el neoconservadurismo, que tendría un impacto muy fuerte en la política mundial, fue en buena medida obra de pensadores que habían pasado por el trotskismo- los ex peronistas entiendan mejor que nadie las deficiencias de los planteos que habían apoyado con fervor cuando eran más jóvenes. Después de todo, casi todos los líderes de PRO, como el mismísimo Mauricio Macri, además de Horacio Rodríguez Larreta, Patricia Bullrich y otros, iniciaron sus carreras respectivas vinculándose con distintas manifestaciones del peronismo pero, andando el tiempo, tratarían de mostrar que se equivocaba Jorge Luis Borges cuando dijo que los peronistas “no son ni buenos ni malos, son incorregibles”.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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