Si algo caracteriza a este siglo es la ansiedad, que lleva al hacer. El ansioso siempre termina en alguna compulsión. No puede parar, pero hacer no calma la ansiedad, la potencia; es como el chupete para un niño, que da sosiego pero genera dependencia. Tranquilizarse compulsivamente es el problema de la ansiedad. Es como le ocurre al nadador que se desespera pataleando y braceando, pero así no hace más que hundirse. De la ansiedad uno se salva cuando aprende a flotar: cuando se advierte que quedarse quieto no necesariamente hunde, no hace falta sostén, el mundo sigue estando ahí, no se cayó nada, es un ratito nomás.
Pero, ¿qué pasa cuando sentimos que el mundo no está ahí? Ahí puede ser que nos angustiemos. La angustia, muy diferente de la ansiedad, nos confronta con un conflicto interior, con la posibilidad de un cambio interno, con la necesidad de reinventar el mundo para que tenga sentido. Cuando me angustio, siento que el problema no son las cosas, sino que soy yo, que algo tengo que hacer y no lo voy a resolver ocupándome, evadiéndome ansiosamente.
Ya es un hecho que la cuarentena produce un aumento en las afecciones mentales. Lo dicen especialistas que, en otros países, documentan lo que aquí todavía no termina de pasar. Se proponen nuevos cuadros y síndromes, pero quizá no haya que llegar hasta ese exceso diagnóstico. Alcanza con notar que el aislamiento ocasionó diversos modos de vivir; no porque antes no estuviésemos aislados, sino porque justamente la manera en que vivimos la cuarentena implicó la culminación de un tipo de existencia que encontró su máximo desarrollo en nuestras sociedades: la vida ansiosa.
¿No ocurrió que la primera respuesta a la pandemia fue la compulsión ansiosa de salir a comprar alcohol en gel, papel higiénico? Ante el miedo, la ansiedad: trapear pisos y mirar con suspicacia al vecino. Sin embargo, con el tiempo el temor al virus cedió y comenzó la conciencia de cuidado: uso de barbijos, salidas responsables, etc. ¿Es casual que ahora, entonces, estemos angustiados? No, es que ahora podemos darnos cuenta de que ya no habrá un regreso a la normalidad; ya no esperamos que termine el encierro, entendimos que necesitamos la cuarentena, pero nos angustia darnos cuenta de que ya no sólo queremos conservar la vida, sino también la dignidad de vivir.
Antes que un boicot de la cuarentena, pedir que se tengan en cuenta las condiciones angustiosas que adquirió para muchas personas, es un efecto de su éxito; para que no ocurran daños colaterales (como transgresiones) y podamos construir una nuevo sentido para el mundo, para que éste vuelva a estar ahí, disponible, aunque ya no sea el mismo, porque no será el mismo y nos toca poder reformular nuestras ideas de amor y trabajar. Recomendar teletrabajo y sexo virtual, es volver a la ansiedad. No, mejor la brújula de la angustia, que es vocación de transformación y no consuelo. Que ningún funcionario se ofenda cuando queremos hablar de la angustia, es un reconocimiento al trabajo hecho y un llamado a la necesidad de ampliar el horizonte. La cura para la angustia es a través de la palabra, el remedio más viejo de la humanidad, el que siempre está disponible si alguien quiere oír.
por Luciano Lutereau
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