Cómo ninguna otra personalidad del ámbito científico argentino, René Gerónimo Favaloro logró trascender el prestigio académico para convertirse en un personaje público de altísimo perfil y un referente ético para muchísimas de personas. Su suicidio, de un disparo al corazón, fue la imagen más patente de un fracaso colectivo: el de una sociedad incapaz de aprovechar a los hombres más brillantes.
La sistematización del procedimiento para sortear la obstrucción de las arterias coronarias con el injerto de una vena tomada de una de las piernas del propio paciente, conocida popularmente como bypass coronario y concebida por Favaloro en mayo de 1967, salvó millones de vidas en todo el mundo. Difícilmente otro argentino haya hecho una contribución similar para enfrentar un problema de dimensión tan acuciante: fuera de las bajas producidas en territorios en conflicto y los desastres naturales, las dolencias cardíacas son la primera causa de muerte de los seres humanos. El bypass logró cambiar totalmente el pronóstico de una enfermedad, que hasta entonces equivalía a la pena capital, y convirtió al cirujano nacido en un barrio humilde de La Plata en julio de 1923 en uno de los pioneros en la historia de la cirugía cardíaca.
Además de un profesional de relieve, producto de la educación pública, Favaloro fue un visionario. Cuando estuvo en Jacinto Arauz fundó una clínica en medio de un páramo que terminó siendo uno de los centros de salud de referencia de una amplia zona rural desatendida en la que residían casi cuarenta mil habitantes. Cuando eligió formarse en cirugía cardiovascular supo advertir que las afecciones del corazón se transformarían en una verdadera epidemia global y estuvo allí en la trinchera donde los mayores avances de la especialidad se producían.
Revisitar la vida de Favaloro a veinte años de su muerte implica reflexionar sobre la dimensión de lo que realmente significó su pérdida, valorar su legado y reconocer al hombre detrás del bronce. Ese recorrido nos permite observar, también, la forma de funcionamiento del sistema de salud argentino y sus claroscuros, para detenernos en los intersticios que dejan ver a este médico extraordinario internarse en los senderos muchas veces escabrosos de la política argentina. Un derrotero complejo y quijotesco pero también, por momentos, contradictorio, que acabó por teñir el sino de su trágico final.
Anclado en un nacionalismo popular, humanista y comprometido que fue definiendo desde su juventud decidió regresar a la Argentina en 1971 para dar vida a un proyecto propio que entendía como un aporte esencial para el país, y la salud de su población. Se propuso crear aquí un centro de investigación, enseñanza y atención de alta complejidad dedicado al tratamiento de afecciones cardíacas; un emprendimiento de avanzada similar a la Cleveland Clinic Foundation –donde se especializó y saltó a la fama– al que ansiaba posicionar como referencia insoslayable para toda América Latina.
Concibió su regreso al país con la épica de una acción patriótica. En el imaginario argentino, aquel paso le confirió a su figura una generosidad sin límites que lo elevó, para muchos, a la categoría de héroe nacional. Alguien que, aun consagrado, prefirió volver a trabajar para su gente y mantenerse fiel a sus ideas ligadas a la medicina social; alguien que quiso seguir siendo ese médico de pueblo que atendía a todos por igual y a los pobres, gratis.
Cubierto de gloria en otras latitudes, Favaloro buscó ser, también, profeta en su tierra.
Fueron su talento genuino y su empuje los que lo erigieron en una figura pública cautivante de la que todos querían estar cerca. Desde esa plataforma expuso su visión y su diagnóstico sobre los problemas del país, que reiteró insistentemente a través de escritos e intervenciones públicas. Así se constituyó en referente de un pensamiento ético, una voz que denunciaba el desahucio moral de la sociedad.
Con pragmatismo y astucia supo encumbrarse hábilmente en la trama del poder desarrollando una especial capacidad para establecer los vínculos necesarios a sus fines colaborando con todos los gobiernos desde 1971 en adelante, sin distinguir colores partidarios ni, tampoco, períodos democráticos o regímenes dictatoriales.
Tal como la concibió la Fundación Favaloro para la Docencia e Investigación Médica resultó inviable en un país que, si bien lo recibió con los brazos abiertos, no dio cabida a su concepción de lo que debía ser la medicina; solo su impoluto capital simbólico y sus dotes para tejer alianzas le permitieron mantener en pie una institución sobredimensionada y con una pésima administración. No pudo o no quiso ver los límites de ese rol de hacedor de su sueño. Ante el quebranto económico e institucional del Estado, su figura idolatrada, como propia moneda de canje, perdió valor –como todo lo demás– y terminó por depositarlo al borde de un abismo. Un borde peligroso en el que, además, había empezado a ser cuestionado por sus propios colaboradores que le exigían que diera un paso al costado.
Resistido, incomprendido y rodeado de reproches y acechanzas vivió sus últimos días en medio de una montaña rusa emocional y terminó por quitarse la vida con un disparo al corazón, en una suerte de inmolación que llevó implícito un mensaje que hasta hoy interpela a su propio entorno y a los argentinos todos.
El creador del bypass se suicidó el sábado 29 de julio de 2000 en el baño de su casa frente al espejo después de afeitarse, ducharse y ponerse el pijama. Tenía 77 años y fecha para casarse el mes siguiente con una mujer a la que le llevaba 35 años y que amaba profundamente. Su figura malograda nos envuelve, nos avergüenza y nos empuja obsesiva y casi morbosamente a intentar, una y otra vez, discernir las motivaciones de la sinrazón de su muerte. Quizás estemos tratando de exculpar así a nuestros propios demonios.
Pablo Morosi es periodista, autor de "Favaloro. El gran operador" (Marea Editorial).
por Pablo Morosi
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