Nunca ha sido un secreto que lo que más quiere Cristina de Kirchner es poder sin responsabilidad. Quiere poder no sólo porque le permite dominar a quienes la rodean, sino también porque es lo que hasta ahora la ha mantenido fuera del alcance de la ley. Desde su punto de vista, la única desventaja del poder es que en sociedades democráticas suele acarrear responsabilidades. Su forma de solucionar este problema engorroso ha sido muy sencilla: se niega a asumirlas. Si algo bueno ocurre, es gracias a su sabiduría: en cuanto a las desgracias, se deben a la vileza ajena.
La vicepresidenta sabe mejor que nadie que la gestión del gobierno que armó, y del que es la jefa indiscutida, ha sido atroz, pero insiste en que los culpables del fracaso espectacular de su propia estrategia son otros, entre ellos Alberto Fernández, Mauricio Macri y, huelga decirlo, los odiados técnicos del Fondo Monetario Internacional que no entienden nada de economía. Siempre ha actuado así, alejándose sigilosamente del escenario del desastre de turno con la esperanza de conservar la imagen rutilante que, con la colaboración entusiasta de sus dependientes, ha logrado crear.
Es lo que Cristina está haciendo ahora. Comprende que sería un auténtico milagro que lograra imponerse en las elecciones venideras un candidato presidencial kirchnerista, que en buena lógica tendría que ser ella misma porque ganaría una interna en su “espacio” con tanta facilidad que no valdría la pena celebrar una. Aunque la experiencia de Macri debería de haberle mostrado que es posible sobrevivir más o menos intacto a un traspié electoral, no se propone sacrificarse ensayando una épica quijotesca. Con todo, aunque ha llegado a la conclusión de que otra derrota humillante en el cuarto oscuro le sería aún más costosa que la negativa a figurar en cualquier lista electiva -una decisión que, para desesperación de sus fanáticos, confirmó una vez más la semana pasada-, lo más probable es que se haya equivocado. Si bien es de suponer que algunos militantes siempre le permanecerán leales, otros claramente se sienten traicionados por una jefa que los ha abandonado en medio de una batalla cruenta. No la perdonarán.
Así las cosas, el destino personal de la señora que encabeza el movimiento que, a pesar del breve interregno macrista, desde hace veinte años ha reinado sobre el país, dependerá de la reacción de los muchos que se sumaron al kirchnerismo por entender que les resultaría provechoso hacerlo. Sin el aporte de tales oportunistas que, desde luego, abundan en el mundillo político tanto aquí como en el resto del planeta, Cristina y sus colaboradores nunca hubieran logrado domesticar a los demás peronistas que, después de sopesar las ventajas e inconvenientes de subordinarse a una mujer notoriamente mandona, decidieron que les iría mejor si colaboraran por un rato con un proyecto que muchos creían extravagante. De difundirse entre tales personas la sensación de que pueden desobedecer las órdenes “de arriba” con impunidad, el poder informal que aún retiene Cristina no tardará en evaporarse por completo.
Ahora bien, el relato barroco que improvisaron los seguidores de Néstor Kirchner primero y después, con mayor énfasis, los acólitos de Cristina, es esencialmente escapista. Ofrece una alternativa al país real, una en que el progreso no se mide por avances concretos sino por construcciones meramente verbales y la asistencia popular a los actos callejeros que se organizan. Durante mucho tiempo, dicho relato funcionó para que una parte sustancial de la población se resistiera a prestar atención a la divergencia creciente que se daba entre la Argentina oficial y el país en que tenían que vivir los seres de carne y hueso, pero cada día que transcurre son menos los dispuestos a dejarse engañar así.
No es que la mayoría se haya reconciliado con la realidad; por el contrario, muchos están buscando refugio en otra fantasía voluntarista, la predicada por Javier Milei que, con éxito notable, se ha apropiado del rencor que siempre ha sido un ingrediente clave tanto del menjunje ideológico kirchnerista como de otros que a través de los años han sido confeccionados por distintas variantes del peronismo. A su modo, Milei es un producto más de la mentalidad facilista que ha llevado el país a la peligrosísima situación en que se encuentra. Su popularidad creciente no se debe a sus ideas y propuestas sino a la iracundia furiosa que ha patentado.
Muchos están convencidos de que la renuncia -heroica, ejemplar, engañosa o miserable, lo mismo da- de Cristina significa el fin de una era y por lo tanto el inicio de otra, si bien nadie tiene la menor idea de cómo será. ¿Estamos por experimentar un cambio de paradigma o sólo será cuestión del reemplazo de personajes determinados por otros que resulten ser igualmente reacios a emprender aquellas temibles “reformas estructurales” que, a juicio de virtualmente todos los especialistas en desarrollo socioeconómico que viven en sociedades considerados avanzadas, tendrán que llevarse a cabo para que la Argentina vuelva a ser un país relativamente próspero?
Es un interrogante que muchos están planteándose. Si una vez más triunfe el gatopardismo, según el que todo tiene que cambiar para que no cambie nada, carecería de importancia el desastre electoral kirchnerista previsto por Cristina cuando alude al riesgo de que el oficialismo se vea superado por los ultras de Milei para que su eventual candidato ni siquiera llegue a participar del ballotage que a esta altura parece inevitable. En cambio, si de resultas de las elecciones el país consigue dotarse de un gobierno genuino que, para sorpresa de los escépticos, se las arregle para consolidarse, sería por lo menos posible que logre liberarse de la vocación suicida que desde hace tanto tiempo le ha impedido progresar.
Por sus propios motivos, muchos están preparándose para frustrar cualquier esfuerzo por derribar las barreras culturales que mantienen a la Argentina atrapada en un exasperante presente repetitivo en que todos los intentos de escapar terminan tan mal que la ciudadanía opta por volver al punto de partida y probar suerte nuevamente la vieja, si bien levemente modificada, receta populista. Será sumamente difícil romper con esta malhadada tradición cíclica porque, para muchos millones de personas, la mejor forma de solucionar los problemas provocados por el cortoplacismo populista consistirá en aplicar dosis de populismo que sean aún mayores que las anteriores.
De más está decir que los kirchneristas, los ultraconservadores de la izquierda trotskista y los impúdicamente comprometidos con el feudalismo provincial están aguardando con impaciencia la llegada de un gobierno de otro signo; confían en que les brindará un sinfín de pretextos para alzarse en rebelión contra él en nombre de la justicia social, la lucha contra el capitalismo salvaje, la derecha o lo que fuera. Los piqueteros ya están entrenándose para las grandes batallas que ven acercándose, ocupando esporádicamente zonas de la Capital Federal y mofándose de la indignación de los perjudicados por lo que están haciendo.
Antes de saltar Milei al cuadrilátero político, Horacio Rodríguez Larreta y otros optimistas soñaban con la victoria de una coalición electoral que sería tan amplia que el gobierno resultante, blindado por el apoyo de setenta por ciento o más de los votantes, estaría en condiciones de hacer frente a los resueltos a defender el viejo modelo populista. Desgraciadamente para los persuadidos de que la gestión calamitosa de Alberto, Cristina y Sergio Massa provocaría una reacción saludable, en la actualidad se habla de un “triple empate” en que el triunfador habrá alcanzado el ballotage con a lo sumo la mitad de los votos que, el año pasado, se consideraba necesarios para que un gobierno reformista disfrutara de autoridad suficiente como para llevar a cabo el programa que tenían en mente los líderes de Juntos por el Cambio.
Y, como si esto ya no fuera más que suficiente como para ensombrecer las perspectivas ante el país, todo hace temer que, merced a la combinación nefasta de una sequía brutal y la conducta irracional de un gobierno agrietado presa de pánico, en los meses próximos la crisis económica se haga mucho peor de lo que parecía probable hace menos de un año y que por lo tanto se requeriría un ajuste que sea mucho más severo que el previsto por quienes aún esperan ser convocados para hacerse cargo, dentro de relativamente poco, de la maltrecha economía nacional.
Desde hace décadas, algunos han jugado con la idea de que para salir de la nube populista que lo ofuscaba, el país tendría que sufrir una catástrofe socioeconómica aún más destructiva que las ya experimentadas, razón por la cual sería mejor dejar que gobiernos como el de Isabelita o, últimamente, el de la dupla Alberto-Cristina, hicieran lo suyo hasta que todo se viniera abajo. Si no hubiera más de dos vías de escape concebibles, sería razonable suponer que, luego de convencerse de que una no era transitable, casi todos elegirían la otra, pero sucede que quienes se han visto beneficiados por el orden populista están resueltos a ir a cualquier extremo para perpetuarlo sin que les preocupe en absoluto lo que se les suceda a los demás.
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