Hace apenas tres semanas, muchos norteamericanos, entre ellos el presidente Donald Trump, confiaban en que, tal y como ya ocurría en buena parte de Europa, su país estaba por dejar atrás la pandemia que, además de cobrar más de cien mil vidas, había paralizado la economía más productiva del mundo, pero pronto se dieron cuenta de que quienes vivían en el sur y oeste de su país no compartían el alivio que sentían los neoyorquinos después de semanas de terror en que todos los días morían varios centenares de personas. Por el contrario, para desconcierto de casi todos, comenzó a subir exponencialmente el número de casos que se registraban en Florida, Texas, Arizona y California, lo que obligó a las autoridades a suplicar a los habitantes usar tapabocas y ordenar el cierre de miles de negocios que poco antes se habían reabierto.
Asustado por lo que estaba sucediendo en regiones que había creído libres de la plaga, el secretario de Salud y Servicios Humanos del gobierno federal, Alex Azar, advirtió que “la ventana se está cerrando para que podamos tomar medidas y tener todo eso bajo control”. Teme que, a menos que sus compatriotas actúen “de manera responsable”, los estragos provocados por el virus sean aún mayores de lo que prevén los pesimistas que alertan sobre la probabilidad de que una “segunda ola” invernal sea más mortífera que la primera.
Aunque a pesar de todas las malas noticias que recibe Trump insiste en que lo peor ya ha pasado y que Estados Unidos no tardará en recuperarse de los golpes feroces asestados por el coronavirus, funcionarios de su gobierno como Azar están preparándose anímicamente para enfrentar una situación catastrófica en que los hospitales se vean desbordados y haya cadáveres insepultos en las calles de las ciudades.
Por supuesto, el que, para satisfacción de muchos en otras partes del mundo, Estados Unidos haya sido hasta ahora el país que más muertes ha aportado al coronavirus, se debe a algo más que sus dimensiones demográficas o, como muchos dicen, las deficiencias notorias de Trump. Si bien puede argüirse que su voluntad de impulsar una salida temprana de la emergencia sanitaria para que la economía se ponga nuevamente en marcha ha incidido de forma negativa en la conducta de muchos, la actitud voluntarista así manifestada refleja la tradicional cultura cívica norteamericana en que un fuerte espíritu comunitario localista convive con un alto grado de individualismo que hace muy difícil asegurar la rígida disciplina social que los epidemiólogos creen necesaria para frenar la difusión del virus.
Para muchos norteamericanos, no se trata de elegir entre “la vida” y el lucro, como quisieran hacer creer ciertos políticos deseosos de llamar la atención a sus propios sentimientos humanitarios, sino de intentar conciliar el respeto por la libertad y dignidad de cada uno con el bien común. En sociedades de tradiciones autoritarias, entre ellas algunas recién democratizadas, puede parecer natural ordenar a la gente quedarse en casa hasta nuevo aviso, pero en otras, muchos lo toman por un atropello intolerable. Convencerlos de acatar un conjunto de reglas que consideran arbitrarias no sería nada fácil aun cuando el presidente fuera un estadista admirado por casi todos pero, huelga decirlo, Trump dista de serlo.
Una razón por la que Estados Unidos se ha convertido en el epicentro de la pandemia que está asolando el planeta es que los norteamericanos propenden a ser más reacios que otros a permitir que el gobierno les cercene las libertades públicas. Otra razón es que, en situaciones como la actual, la división de poderes que es propia de un país federal genera muchísima confusión.
Trump ha sido blanco de un sinfín de críticas durísimas por la forma torpe en que ha procurado manejar la situación, pero la verdad es que no les es dado hacer mucho más que hablar y tratar de presionar a los gobernadores estaduales manipulando la ayuda federal, ya que el poder presidencial, como aquel de los gobernadores y los alcaldes, se ve limitado por una multitud de leyes. A Trump le gusta brindar la impresión de estar a cargo de todo pero sus pretensiones en tal sentido le juegan en contra al hacer que asuma responsabilidad no sólo por los eventuales éxitos sino también por los fracasos.
Para que Estados Unidos resultara ser aún más vulnerable a la pandemia, el virus llegó cuando el clima político ya era tan tóxico que cualquier medida, por sensata fue fuera, impulsada por el presidente o por un gobernador sería repudiada con indignación por los resueltos a debilitarlos. La brecha entre los partidarios de Trump y sus enemigos - por ser tan virulento el odio mutuo que sienten sería un eufemismo calificarlos sólo de adversarios -, era tan grande que algunos, sin exagerar demasiado, hablaban del riesgo de una guerra civil caótica en un país en que hay más armas de fuego que habitantes. Durante años los líderes demócratas trataron de someter a Trump a un juicio político acusándolo de ser en efecto un mercenario al servicio del mandamás ruso Vladimir Putin que por lo tanto merecía ser encarcelado por traición a la patria. Por su parte, los simpatizantes de Trump lo creen víctima del “poder permanente”, de un “estado profundo” dominado por políticos y burócratas inescrupulosos que se resisten a permitirle “drenar la ciénaga” en que miles de parásitos viven y prosperan.
De por sí, la pandemia misma, más las cuarentenas, las prohibiciones y los gravísimos daños económicos que han provocado, hubieran sido suficientes como para poner a Estados Unidos al borde de una convulsión social y política. Las protestas multitudinarias, a menudo acompañadas por saqueos violentos, que siguieron a la muerte de un delincuente negro a manos de un policía blanco, sólo agregaron otro ingrediente a una mezcla ya explosiva. Con la elecciones presidenciales de noviembre en el horizonte, a Trump no le queda más alternativa que la de intentar aprovechar los disturbios ya rutinarios y el miedo resultante para arañar los votos que necesitaría para conservar su empleo, ya que, según las encuestas, su rival demócrata Joe Biden lo aventaja por varios puntos, pero tal estrategia podría serle contraproducente.
Si Trump aún tiene una carta de triunfo, es que, conforme a las pautas normales, Biden, un anciano que a menudo parece gagá, es tan escasamente presidenciable como él mismo. Le ha caído bien la pandemia porque, además de hacerle la vida mucho más difícil a Trump, le ha brindado un buen pretexto para mantenerse oculto, de tal modo reduciendo el peligro de que protagonice más escenas estrafalarias. Así, pues, a menos que la biología intervenga a tiempo, quién figurará como “el hombre más poderoso del mundo” será un personaje cuyo mérito principal consista en que no es su contrincante, lo que, para un país con más de 330 millones de habitantes que, entre otras cosas, es líder en muchos ámbitos tecnológicos, ha globalizado su cultura popular, tiene las fuerzas armadas más letales y posee lo que hasta los chinos creen son las mejores universidades del mundo, es francamente ridículo.
Gane quien gane el torneo electoral, el futuro de la superpotencia no luce del todo promisorio. Los distintos grupos que están luchando por sacar provecho de las oportunidades suministradas tanto por la pandemia como por la belicosidad errática de Trump están radicalizándose cada vez más. Los líderes de las protestas contra el racismo supuestamente estructural que a su juicio mantiene sojuzgada a “la gente de color” no ocultan su apego al marxismo y afirman que, para librar a Estados Unidos del mal hereditario que sufre, tendría que abandonar el capitalismo y modificar por completo la interpretación hasta hace poco ortodoxa de la historia del país, motivo por el que están librando una guerra iconoclasta contra las estatuas erigidas para conmemorar a hombres blancos a su entender reaccionarios como Abraham Lincoln y Teddy Roosevelt, una posición que está compartida por el ala más combativa del Partido Demócrata.
Mientras tanto, presuntos adherentes de Trump advierten a los revoltosos que si cometen el error de entrar en zonas rurales, se toparán con individuos armados hasta los dientes. También se han mostrado dispuestos a defender lo suyo con violencia los hispanos, coreanos y otros que no tienen interés alguno en las obsesiones raciales de quienes les son ajenos.
En el resto del planeta, el espectáculo de turbas destructivas que periódicamente se forman en las ciudades principales norteamericanas y los intentos de políticos, celebridades y CEOs progres por congraciarse con ellas es motivo ya de regocijo, ya de consternación. Para los teócratas iraníes, los norteamericanos están recibiendo el castigo divino que merecen. Para los europeos y muchos en Asia oriental, la implosión aparente de Estados Unidos augura una etapa acaso prolongada de inestabilidad internacional que los forzará a pensar en su propia seguridad sin depender de un protector lo bastante rico como para encargarse de los gastos sin pedir nada a cambio. En América latina, predomina la cautela. Si bien pocos realmente quieren al “imperio”, tenerlo allá ha sido en cierto modo reconfortante por ser tan inseguras las hipotéticas alternativas a un orden mundial con su centro en Washington.
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