★★★ ¿Quién está dispuesto en estos días de constante enfrentamiento ideológico a mantener un debate directo con alguien que opine de manera completamente diferente? Estos son los cimientos de la pieza teatral escrita por el dramaturgo norteamericano Mark St. Germain, donde imagina un encuentro entre el racionalista Sigmund Freud y el apologista cristiano Clives S. Lewis, autor de libros como “Las crónicas de Narnia”.
La conversación, álgida por momentos, transcurre el día en que Inglaterra decide participar de la Segunda Guerra Mundial y enfrenta dos posiciones antagónicas. El austríaco Freud, una de las mayores figuras intelectuales del Siglo XX, por un lado y el británico Lewis, catedrático prominente de la Universidad de Oxford, miembro activo del grupo literario Inklings, junto a su amigo J. R. R. Tolkien, creador de “El señor de los anillos”, por otro.
“¿Por qué permitiría Dios tanto dolor y padecimiento en el mundo?”, se cuestiona Freud. Una duda profunda, exacerbada por las muertes ocurridas en su familia y el cáncer de paladar que se le había diagnosticado, probablemente como resultado de su intensa adicción a fumar habanos. La respuesta de su contrincante no se hace esperar: “Dios quiere perfeccionarnos a través del sufrimiento”, sentencia.
El diálogo mordaz, inteligente y profundo, va creciendo en intensidad, aunque no termina de disimular que la obra es una sola situación estirada, a la que no le vendría mal una pequeña poda. Porque se habla de la sexualidad humana, la veracidad del Nuevo Testamento, la sensibilidad de las personas, la aceptación y resignación ante el devenir de la vida, la existencia de un más allá esperanzador, hasta de los temores ante la contienda bélica que se avecina. Son dos personajes complejos, ubicados en el estudio del padre del psicoanálisis, sometidos a una acalorada discusión sólo interrumpida por llamados telefónicos y las noticias radiales en aquel septiembre de 1939.
En una modesta producción escénica, Luis Machín sobresale como el anciano Freud, en la representación de su doliente ocaso. Javier Lorenzo, en la piel de Lewis, un personaje que no tiene tanta espesura como el de su adversario, sale airoso del desafío. Daniel Veronese dirige con más oficio que sutileza el match de palabras, aunque, casi sobre el final, propone un desborde revulsivo que bordea peligrosamente el grand guignol.
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