El triunfo electoral que acaba de anotarse Barack Obama, estrecho en cuanto al voto popular pero muy amplio en el colegio electoral, motivó mucho alivio en el resto del mundo, donde una mayoría abrumadora tomaba al candidato republicano, el mormón multimillonario Mitt Romney, por un ejemplo cabal del “norteamericano feo”, un ultraderechista rapaz y belicoso del tipo que supone responsable de buena parte de las plagas que sufre el género humano. Con todo, en esta ocasión la reacción internacional ha sido mucho menos entusiasta de lo que fue cuatro años antes, cuando la elección del primer presidente negro –en verdad, mulato, pero la tradición yanqui de calificar de “negro” a cualquiera con una gota de sangre africana no admite muchas sutilezas–, fue celebrada mundialmente como si se tratara de la llegada de un auténtico mesías.
Es que en muchos ámbitos, sobre todo en el de la política exterior y “la guerra contra el terror”, los cambios introducidos por Obama en el transcurso de su primer cuatrienio en la Casa Blanca han resultado ser meramente cosméticos. Asimismo, si bien en la actualidad la economía norteamericana parece menos letárgica que la europea o japonesa, nadie ignora que, a pesar de los esfuerzos de los demócratas por repartir de forma más igualitaria el dinero disponible, está experimentando una mutación ominosa al separarse del “99 por ciento” una pequeña elite riquísima, parte de la cual, como la conformada por los plutócratas progres de Hollywood y ciertas estrellas mediáticas, apoyó con fervor a Obama. El grueso de los norteamericanos relativamente jóvenes y, huelga decirlo, de sus coetáneos europeos y nipones, ya intuye que le corresponderá pagar los costos de la prolongada orgía consumista que fue disfrutada por sus mayores. (Ver especial Elecciones en pág. 122).
Decía Auguste Comte que la demografía es destino, que la evolución de las distintas sociedades depende en buena medida de detalles como la tasa de natalidad y las corrientes migratorias. Aunque el reelegido presidente Obama supo aprovechar las ventajas que le brindó el hecho de que Estados Unidos ya no es el país, de mayoría anglosajona, de apenas 30 años atrás, un país en que, según republicanos nostálgicos, Mitt Romney hubiera triunfado por un margen muy amplio, pronto descubrirá que no todos los cambios demográficos le resultarán tan favorables.
Dentro de poco, se jubilarán los productos del “baby boom”, la explosión de natalidad que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial. Los reemplazarán otros que están acostumbrados a un nivel de vida material muy alto pero que, con escasas excepciones, no están preparados para enfrentar con éxito el tsunami de cambio que se les viene encima. Seguirá creciendo con rapidez la clase “pasiva”, mientras que se achicará cada vez más la “activa”. Aunque la variante norteamericana del gran drama demográfico que está representándose en todos los países desarrollados resulte tener consecuencias menos espectaculares que la europea, tanto Obama como Romney optaron por minimizar su importancia, como si solo fuera cuestión de abstracciones estadísticas sin incidencia en la vida real.
En Estados Unidos, lo mismo que en Europa, la desocupación masiva y la subocupación se han vuelto “estructurales” debido a la brecha creciente entre las exigencias del mercado laboral por un lado y, por el otro, la formación –en opinión de muchos, entre ellos Obama, deficiente–, de los deseosos de conseguir un empleo a su juicio digno y, desde luego, bien remunerado. Un resultado es que, como Romney tuvo el pésimo gusto de señalar a inicios de su campaña electoral, una proporción ya muy grande de los norteamericanos depende de alguno que otro modo de subsidios estatales.
Para más señas, se han hecho tan astronómicos los costos de respetar todos los derechos adquiridos –jubilaciones, seguro de salud, etcétera–, que los vinculados con el sector público se las han arreglado para amontonar, que puede entenderse la histeria que se ha apropiado de quienes temen que Estados Unidos esté por hundirse en un océano de deuda, desastre que, según los pesimistas, significaría el fin de la gran aventura norteamericana. ¿Puede una superpotencia hegemónica sobrevivir por mucho tiempo si depende de la voluntad de su rival principal, China, de suministrarle, comprando bonos gubernamentales, los fondos que necesita para cubrir sus gastos corrientes? No es del interés de los chinos y otros provocar una debacle financiera colosal, pero sería asombroso que desistieran de sacar provecho de la situación anómala, para no decir absurda, que se ha creado en que un país pobre se siente constreñido a subsidiar, aunque fuera de manera indirecta, a los consumidores de uno que sigue siendo fabulosamente próspero.
Para complicar aún más el panorama, antes del inicio formal de su segundo período como “el hombre más poderoso del mundo”, Obama tendrá que procurar impedir que Estados Unidos se deslice por lo que el mandamás de la Reserva Federal, Ben Bernanke, llamó “el precipicio fiscal”: tal y como están las cosas, el 1º de enero deberían subir mucho los impuestos y reducirse drásticamente el gasto público. De llevarse a cabo el ajuste feroz acordado hace tiempo por legisladores demócratas y republicanos, sería previsible que la economía cayera nuevamente en recesión.
¿Estarían dispuestos los republicanos, aleccionados por los resultados electorales, a permitirle al gobierno demócrata hacer cuanto le parezca necesario para que todo siga más o menos igual? Es poco probable, ya que el caudal de votos populares obtenidos por su candidato fue lo bastante grande como para brindarles un pretexto para pedirle a Obama ofrecerle concesiones valiosas a cambio de su colaboración. Por lo demás, sinceramente creen que a menos que Estados Unidos comience enseguida a reducir las dimensiones imponentes que ha alcanzado la deuda pública, tarde o temprano estallará una crisis apocalíptica.
Frente a la Argentina, la actitud de Obama no cambiará. Seguirá caracterizándose por el fastidio que se siente en Washington por las excentricidades a menudo difícilmente comprensibles de Cristina y sus funcionarios. Que se sepa, a diferencia de la esposa de Romney, Michelle Obama no ha invertido algunos millones de sus ahorros en un “fondo buitre” reacio a dar por perdida la plata que, según sus abogados, aún le debe el Estado argentino, pero esto no quiere decir que la administración de su marido esté dispuesta a pasar por alto nimiedades como la negativa de nuestro gobierno a acatar los fallos de tribunales internacionales, el asunto del avión militar capturado por el canciller Héctor Timerman o, peor aún, el intento de congraciarse con el régimen teocrático iraní justo cuando las sanciones económicas impulsadas por Estados Unidos surtían efecto. Las esperanzas motivadas aquí por el reemplazo de George W. Bush por Obama a raíz de las elecciones de 2008 se apagaron en una cuestión de días; desde entonces, la relación bilateral ha sido a lo sumo correcta. No hay motivo alguno para suponer que esté por mejorar.
Durante la campaña que ya fue, Romney se concentró en atacar el manejo de la economía del gobierno de Obama por suponer que el electorado compartía el temor de los republicanos, tanto moderados como duros, de que Estados Unidos terminara como las zonas menos solventes de la Unión Europea. La estrategia no brindó los resultados previstos; como sabemos muy bien, cuando el horizonte económico se cubre de nubarrones, la gente propende a aferrarse a lo que todavía tiene, haciéndose más conservadora, en el sentido no ideológico de la palabra.
Aunque Romney dio a entender que en su opinión y la de sus correligionarios Obama debería asumir una postura menos humilde ante el resto del mundo, por su propia falta de experiencia en asuntos internacionales no se animó a criticar con contundencia la reacción de la administración demócrata frente a los movimientos sísmicos que están convulsionando el mundo islámico y al peligro planteado por las aspiraciones nucleares de Irán.
Tampoco supo, o quiso, presionar a Obama para que brindara una explicación coherente de lo ocurrido en Bengasi, la ciudad de Libia en que, en el aniversario de la demolición de las emblemáticas Torres Gemelas de Nueva York y un ala del Pentágono en Washington, una banda de guerreros santos fuertemente armados asesinó al embajador norteamericano y varios operativos estadounidenses, sin que el presidente permitiera poner en marcha un rescate a pesar de disponer de fuerzas especiales a pocas horas de distancia. No sorprendería que las repercusiones de este episodio truculento hicieran más ruido en las semanas y meses próximos. Tampoco sorprendería que los líderes actuales israelíes, convencidos –con razón o sin ella– de que no los quiere Obama y que por lo tanto sería capaz de sacrificar a su pequeño país por suponer que lo ayudaría a pacificar una región explosiva, decidieran que dadas las circunstancias no les quedara más alternativa que la de atacar “preventivamente” a una teocracia gobernada por individuos que nunca han tratado de disimular su intención de borrar “el ente sionista” de la faz de la Tierra. En tal caso, la segunda mitad de la era de Obama será mucho más agitada de lo que ha sido la primera.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
por usuario
Comentarios