Cuando, hace ya más de seis años, Néstor K nos informó que le sucedería en la Casa Rosada la pingüina Cristina, muchos dieron por descontado que la señora así designada aprovecharía la oportunidad para poner fin a las andanzas de Guillermo Moreno, un personaje que, se suponía, le resultaba antipático por motivos estéticos, ideológicos y, desde luego, administrativos.
Tales esperanzas duraron muy poco. Para sorpresa de los impresionados por los modales civilizados de Cristina, parece que le encantaba, y que le seguiría encantando, el estilo procaz y prepotente del ferretero, un hombre que una y otra vez se ha mostrado capaz de hacer temblar de miedo a los supuestamente aguerridos capitanes de la industria del país.
También le habrá gustado la heterodoxia delirante del hiperactivo secretario de Comercio Interior. Como los convencidos de que la mejor forma de hacer funcionar una heladera rota consiste en asestarle una buena patada, Moreno cree que casi todos los problemas económicos se deben a la resistencia de las variables más importantes a obedecerle y que por lo tanto hay que enseñarles a actuar como es debido.
Se trata de una teoría que, es innecesario decirlo, entusiasma mucho a Cristina; al fin y al cabo, el relato que se imagina protagonizando se basa en la idea de que, en última instancia, lo único que realmente importa es su propia voluntad. Si los hechos se niegan a acatar sus órdenes, será sólo porque los manipulan sujetos execrables que merecen ser aplastados.
Así, pues, Cristina, acompañada por un perro de ataque fidelísimo que a juicio de buena parte del electorado es el principal responsable de los muchos males económicos que tantos estragos están provocando en los distritos más destartalados del conurbano bonaerense y en el interior del país, se las ha arreglado para aislarse de los sectores mayoritarios.
Lo mismo que en 2007, puede oírse un coro de voces que asegura que separarse de Moreno la ayudaría a retomar contacto con la gente, lo que, con suerte, le ahorraría una debacle electoral en octubre aún más penosa que la que sufrió en agosto.
Tal vez exageren. Aunque en ocasiones, el propio Moreno da a entender que comparte la opinión de quienes lo acusan de ser el piantavotos número uno del oficialismo, Cristina no quiere echarlo del Gobierno. Es comprensible: sabe que hacerlo equivaldría a firmar el certificado de defunción del “modelo” nacional, popular, inclusive y así por el estilo, ya que, bien que mal, Moreno es el ministro de Economía de facto y, por desgracia, es uno con un grado de “fortaleza” más que suficiente como para conformar a cualquiera que sienta nostalgia por los días en que un “superministro”, alguien como Domingo Cavallo, hacía sombra al presidente que lo había nombrado.
De acuerdo común, Moreno no es corrupto –si es verdad, se trata de una rara avis en el desprejuiciado mundillo kirchnerista–, pero ha costado al país mucho más dinero que el acumulado durante la década ganada por todos los funcionarios coimeros, ladrones y sus cómplices de la burguesía nacional. Si bien siempre ha contado con el aval de sus jefes, Néstor y Cristina, desempeñó un papel fundamental en la destrucción del INDEC.
También ha ahuyentado a miles de inversores en potencia, además de aterrorizar a los empresarios nativos, hacer puré de los mercados financieros, reducir drásticamente la competividad del campo, en especial de la ganadería, privar al llamado aparato productivo de insumos que le son imprescindibles e impulsar la inflación al convencer a la señora de que podría frenarla ensañándose con los comerciantes, suministrándole el pretexto que quería para no hacer nada. Es gracias a él que millones de argentinos son más pobres de lo que serían de haberse manejado la economía con un mínimo de sensatez.
Acaso sería injusto culpar sólo a Moreno por las consecuencias calamitosas de sus iniciativas geniales –como solía decir el general, la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer–, pero no cabe duda de que ha sido mayúsculo su aporte al desaguisado fenomenal que el gobierno de Cristina dejará a su sucesor.
¿A su sucesor? Pase lo que pasare en las elecciones legislativas próximas, a Cristina le corresponderá continuar 26 meses más en la presidencia, más de dos años en que con toda probabilidad la inflación siga acelerándose, superando una “barrera” tras otra, se estanquen primero para después caer los ingresos de los trabajadores, suba la tasa de desocupación que, medida según las normas de los países desarrollados, es mucho más alta que la oficial, se agraven los problemas energéticos y resulte imposible continuar repartiendo los subsidios que sirven para amortiguar el impacto, el Banco Central se vacíe y, para redondear, el país corra el riesgo de precipitarse nuevamente en default, empujado por maliciosos jueces norteamericanos que no quieren saber nada del exótico relato kirchnerista y se sienten agraviados por los esporádicos exabruptos presidenciales.
Si la señora se aferra a la noción de que hay que dar prioridad a la guerra santa contra “el neoliberalismo” y sus presuntos adherentes, el país no tardaría en compartir el destino ingrato de Venezuela, donde un presidente atolondrado, prisionero del relato chavista, parece resuelto a depauperar a todos, pero si opta por intentar manejar la economía con cierto realismo, lo que no le sería nada fácil porque escasean los pesos pesados que estarían dispuestos a vincularse con ella, tendría que aplicar una serie de ajustes angustiantes, ya que en el país no hallará el dinero que necesitaría para mantener llena la caja que hasta ahora le ha permitido gobernar sin demasiados sobresaltos.
Como es notorio, Cristina se opone por principio a los ajustes, pero la repugnancia que le producen no le ha impedido hacer lo posible para que algunos muy dolorosos sean inevitables.
A menos que la historia se rebobine milagrosamente, devolviéndole al Frente para la Victoria de Cristina los aproximadamente cuatro millones de votos que, con la colaboración vigorosa de Moreno, la muchachada de La Cámpora y los viperinos ultra-K, despilfarró en los meses que siguieron a aquel triunfo apoteósico de 2011, el país ya ha entrado en una etapa peligrosa en la que un gobierno muy débil, pero así y todo acostumbrado a hablar y actuar como si fuera fortísimo, se ve frente a una multitud de problemas que no le será dado solucionar o atenuar con medidas populares.
Por el contrario, virtualmente todas las alternativas disponibles son tan feas que hasta mencionarlas motiva la indignación de los teóricos del progresismo autóctono.
Lo entienden los muchos políticos, tanto oficialistas como opositores, que se afirman decididos a ayudar a Cristina a terminar bien su mandato constitucional, en parte porque quieren que un gobierno populista se vea obligado a reparar los daños que ha provocado, pero también porque temen heredar una bomba que esté a punto de estallar. ¿Y si Cristina no se deja ayudar? En tal caso, nos aguardan algunas jornadas muy interesantes.
Acostumbrada a reinar pero reacia a gobernar, la Presidenta a menudo parece haber olvidado que la Argentina es una democracia en que es perfectamente normal y, claro está, lícito, discrepar con el Poder Ejecutivo de turno. Toma cualquier crítica por una vil maniobra “destituyente”, o sea, golpista. En todos lados ve conspiraciones urdidas por los siniestros medios concentrados, distintas corporaciones como la judicial, y una horda de oligarcas rencorosos.
Cree que, en las circunstancias pesadillescas en que se encuentra, sería suicida colaborar con quienes no comparten todas sus opiniones porque hacerlo sería ceder ante el mal y confesar que “el proyecto” libertador que encabeza ha fracasado de manera ignominiosa. Mientras Cristina contó con el respaldo de una mayoría sustancial, tal actitud causaba temor. Desde que se hizo evidente que apenas la cuarta parte del electorado sigue siéndole leal, parece un tanto ridícula.
Cristina y sus soldados se equivocaron de época, cuando no de país. Hay que suponer que realmente creen que en la Argentina de 2013, como la de 1973, abundan golpistas que fantasean con instalar un régimen militar feroz y que los enemigos del pueblo están movilizándose para reeditar las hazañas sanguinarias de los prohombres del Proceso, y que por lo tanto los iluminados kirchneristas tienen pleno derecho a emplear métodos nada democráticos para frustrarlos.
Asimismo, a su juicio la economía es escenario de una gran batalla cultural entre los partidarios de dos ideologías radicalmente distintas, entre los buenos que reivindican el país del Indec y los malos que se solidarizan con el de los odiosos “ortodoxos”, razón por la que les preocupan menos los resultados concretos de sus esfuerzos que el significado filosófico, por decirlo así, de su forma de administrarla.
A pesar de todo lo ocurrido, insisten en tratar de clavar la economía al lecho de Procusto del “relato”, tarea esta que ha mantenido bien ocupado al bueno de Moreno, el funcionario que, más que ningún otro, más aun que Néstor y Cristina, ha creado el engendro torpe, a su manera parecido a aquel de Frankenstein, con el cual tendremos que convivir hasta que la realidad brutal por fin logre sepultarlo.
El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald".
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