Desde transformarse en Francisco, Jorge Bergoglio se ha esforzado por brindar la impresión de ser el Papa más progre de la historia, un reformista bondadoso que libraría a la Iglesia Católica de todas aquellas antigüedades feas que había acumulado a través de casi dos milenios pero que muchos clérigos reaccionarios siguen defendiendo. ¿Es así? Puede que no, que Bergoglio sea en verdad un hombre mucho más conservador de lo que creen sus admiradores y que las aperturas, parciales y con frecuencia ambiguas, que está impulsando para reconciliarse con los homosexuales, los divorciados que vuelven a casar y otros que “parecen excomulgados”, como dijo en el transcurso de una entrevista larguísima conseguida por su diario favorito, La Nación, se inspiren más en el temor a que el catolicismo siga perdiendo fieles que a la eventual convicción de que ha llegado la hora de abandonar doctrinas tradicionales inapropiadas para los tiempos que corren.
En opinión de escépticos que ven en él un “populista”, Bergoglio es un político hábil que, merced a su experiencia en la Argentina mayormente peronista, entiende muy bien el valor de las apariencias. Lo critican por su propensión a asumir una postura de superioridad moral aplastante, como hace cuando atribuye todas las calamidades del mundo actual a la falta de solidaridad de los europeos, exhortándolos a abrir las puertas a decenas de millones de refugiados musulmanes para que el mar Mediterráneo no se convierta en un “gran cementerio de inmigrantes”, sin preocuparse en absoluto por las consecuencias terribles que, con toda seguridad, tendría una decisión de acelerar los cambios demográficos que están dándose en el cada vez más viejo continente.
Por su investidura, Francisco tiene que hablar como si siempre supiera lo que más convendría hacer, pero sería de suponer que un Papa argentino entendería mejor que nadie que no existen soluciones sencillas para los problemas políticos, económicos, sociales y culturales que enfrentan los miembros del género humano. Al fin y al cabo, si un país con tantas ventajas como las que Dios en su sabiduría otorgó a la Argentina se hunde repetidamente en crisis incomprensibles, no debería ocasionarle extrañeza el hecho lamentable de que en otras partes del planeta, sobre todo en aquellas en que conviven grupos de cultura radicalmente distinta, la situación sea llamativamente peor. El que el Papa sea considerado un argentino bastante típico no lo ayuda cuando alude a temas económicos y políticos.
Sea como fuere, si bien es jefe de una institución de pretensiones universales, Bergoglio se mantiene al tanto de lo que sucede en su país de origen. Cree que la Argentina ha entrado en una etapa muy agitada de la que le costará salir indemne; de lo contrario, no se le hubiera ocurrido advertir que “en este momento sería un error” permitir “una ruptura del sistema democrático, de la Constitución”. Si sólo fuera cuestión de la voluntad de los políticos, el Papa no tendría por qué inquietarse, ya que, por sus propios motivos, hasta los opositores más rabiosos quieren que Cristina permanezca donde está hasta el 10 de diciembre del año que viene, pero una cosa es la voluntad colectiva y otra muy diferente son las fuerzas desatadas por una economía a un tiempo inflacionaria y recesiva, el avance inexorable de las investigaciones judiciales de los negocios de la familia presidencial y la sensación de que, una vez más, la clase política nacional no está en condiciones de manejar los acontecimientos. Es natural, pues, que cuando Francisco echa un vistazo al panorama político de su país natal, sienta temor por lo que podría sobrevenir en el futuro inmediato.
Se trata de una distracción que no puede sino resultarle molesta. Mal que le pese, el jefe espiritual de la cristiandad tiene que dar prioridad a asuntos que, para el resto del mundo, son un tanto más urgentes que el interminable melodrama argentino. De estos, el más angustiante es sin duda alguna la guerra sin cuartel contra los cristianos que están librando islamistas fanatizados en buena parte del extenso mundo musulmán. Se trata de un operativo de limpieza sectaria en gran escala que ya ha provocado la muerte de decenas de miles de personas en el Oriente Medio y el Norte de África y que, a menos que los países occidentales intervengan con la contundencia necesaria, culminará pronto con el exterminio total, en circunstancias horrendas, de comunidades que hasta hace poco contaban con muchos millones de integrantes.
La reacción occidental frente a las matanzas ya cotidianas ha sido extraordinariamente débil porque las elites intelectuales europeas y norteamericanas están más interesadas en sus propias prioridades que en el destino de los demás. Para los comprometidos con “la autocrítica”, el islamismo militante se debe exclusivamente a los crímenes perpetrados por sus antecesores imperialistas, de suerte que nadie tiene derecho a protestar contra lo que está ocurriendo. Otros, que se afirman convencidos de que la guerra nunca sirve para solucionar nada, dicen que procurar proteger a los cristianos, yazidíes y musulmanes de sectas minoritarias sólo brindarían a los yihadistas más motivos para continuar decapitando, crucificando o fusilando a quienes encuentran en su camino. A su entender, “sobrerreaccionar” sería contraproducente.
También influye la resistencia a tomar en serio las diferencias entre los diversos credos religiosos. Francisco dista de ser el único que nos asegura que el Estado Islámica o ISIS, Al-Qaeda y el enjambre de otras agrupaciones de ideas virtualmente idénticas no tiene nada que ver con el Islam, que se trata del accionar feroz de un puñado de sujetos que se las han arreglado para “secuestrar” la religión de la paz. El Papa comparte dicha actitud con el presidente norteamericano Barack Obama, el ex presidente George W. Bush y todos los líderes europeos. Si estuvieran en lo cierto, la mayoría abrumadora de los musulmanes estaría manifestándose en contra de los crímenes que a diario se cometen en nombre del islam, pero ocurre que, según los resultados de docenas de encuestas de opinión, muchos, sobre todo en los enclaves musulmanes de Europa y América del Norte, simpatizan con los guerreros santos. Para más señas, miles que fueron criados en Europa se han trasladado a Siria e Irak para combatir a su lado.
Al visitar Turquía hace un par de semanas, Francisco informó a sus anfitriones, entre ellos el presidente islamista Recep Tayyip Erdogan, que el Corán es “un libro profético de paz”. Parecería que nunca se dio el trabajo de leerlo, ya que, como los islamistas insisten en recordarnos, abundan en sus páginas exhortaciones sanguinarias a los fieles para que degüellen a los miserables que se animen a desafiarlos. En tal sentido, el Corán es mucho más explícito que el Viejo Testamento de los cristianos; cuando se sentía enojado, Jehová avalaba las matanzas de pueblos como el amalecita, pero nunca fue al extremo de recomendar la liquidación o sometimiento de todos los no creyentes. No se trata de un detalle menor. Mientras que el cristianismo y el judaísmo han evolucionado con el tiempo, alejándose de sus raíces en épocas sumamente crueles, los esporádicos intentos de musulmanes por llevar a cabo reformas parecidas han fracasado debido a la oposición intransigente de los resueltos a tomar al pie de la letra, como corresponde, palabras dictadas al profeta Mahoma por Alá mismo a través del arcángel Gabriel.
Como tantos otros, Jorge Bergoglio quiere creer que la fe religiosa es forzosamente benigna, de ahí el desconcierto que le ocasiona oír a predicadores islámicos pedirle a Alá matar a todos los judíos, homosexuales y adúlteros, blasfemas como la cristiana paquistaní, Asia Bibi, que ha sido condenada a muerte en su país por supuestamente hablar mal del culto mayoritario. A su entender, la religión tiene que ver con sentimientos bondadosos, solidaridad, amor y así por el estilo. Quienes piensan así pasan por alto la historia reciente tanto del catolicismo como de las iglesias protestantes, además de las ideologías políticas que han funcionado como religiones laicas, que debería haberles enseñado que el pacifismo ecuménico y tolerante que les parece normal es un fenómeno moderno, propio de sociedades ajenas al fanatismo de otros tiempos, que se ve limitado al mundo desarrollado y, por fortuna, a la mayor parte de América latina.
La voluntad de los líderes occidentales de aferrarse a la convicción de que, en el fondo, el islam es un culto religioso tan pacífico como casi todas las manifestaciones del cristianismo contemporáneo ha contribuido a provocar el estallido de fanatismo que está causando estragos en medio centenar de países musulmanes. Los islamistas tienen buenos motivos para creer que “los cruzados” occidentales, paralizados por el miedo, están batiéndose en retirada, y que por lo tanto vendrá el día en que las tierras irredentas de Israel, España y Grecia sean nuevamente suyas, que después podrán conquistar Roma para llenar el Vaticano de mezquitas y avanzar sobre el resto de Europa antes de abalanzarse sobre Estados Unidos. Son fantasías, claro está, pero si la historia de nuestra especie nos enseña algo, es que a menos que las víctimas en potencia reaccionen a tiempo, tales fantasías pueden dar lugar a catástrofes de dimensiones apenas concebibles.
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