Para los marxistas, hay dos proletariados: el bueno, que es comunista, y el malísimo, el “lumpen” compuesto por vagos de miércoles que, según el gran Karl, se deja manipular por una turba de aventureros burgueses, jugadores, rateros, alcahuetes, dueños de burdeles, escritorzuelos, mendigos y otros canallas. Marx aludía así a los militantes que, por sus propios motivos, apoyaban el proyecto populista de Luis Bonaparte en la Francia de mediados del siglo XIX. No le hubiera sorprendido demasiado que el orden improvisado por el sobrino de Napoleón “bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia” resultara ser el prototipo para una larga serie de ensayos similares en América latina, de los que el protagonizado por el matrimonio Kirchner, acompañado por un elenco que es extrañamente parecido al francés de tantos años atrás, es sólo el más reciente y con toda seguridad no será el último.
En “El 18 de Brumario de Luis Bonaparte” Marx trató como una “farsa” el régimen cuya legitimidad se derivó del glamour de “la tragedia” napoleónica. De estar entre nosotros, le costaría encontrar la palabra justa para calificar la variante kirchnerista del populismo que, para sus partidarios más entusiastas, basa su legitimidad en una interpretación interesada de lo que sucedió en la Argentina algunas décadas atrás. A diferencia del populismo galo decimonónico que, conforme a las pautas imperantes en aquel entonces, fue bastante exitoso hasta que encontrara su némesis en la Prusia de Otto von Bismarck, el de Néstor y Cristina ha contribuido muy poco al desarrollo del país; ha devorado con tanta gula los recursos a su alcance que lo dejará exánime. No exageran mucho los que hablan de un “plan bomba” que, de tener el impacto deseado por sus artífices, dará al ganador de las elecciones previstas para octubre motivos de sobra para lamentar su mala suerte.
Mientras tanto, Cristina y los suyos están procurando brindar la impresión de ser víctimas heroicas de una conspiración planetaria urdida por enemigos foráneos poderosísimos y sus cómplices nativos. Con todo, aunque, como el amigo venezolano Nicolás Maduro, quisieran hacer pensar que el país está en la mira de los imperialistas yanquis con la esperanza de que todos opten por cerrar filas para defenderlos, les preocupa mucho más el peligro de que por lo menos algunas instituciones locales, sobre todo las relacionadas con la Justicia, empiecen a funcionar como es debido. Es por este motivo que, en nombre de la “democratización”, están tratando de llenar las distintas reparticiones del Estado de personajes parecidos a los que, en opinión de Marx, apoyaban al hombre que Víctor Hugo –el original, se entiende– llamaba “el pequeño Napoleón”, repitiendo en el Poder Judicial lo que ya han hecho con la Cancillería. También se han propuesto convertir en un reducto inexpugnable propio la ex SIDE, transformada en la Agencia Federal de Inteligencia, atiborrándola de “luchadores sociales” procedentes de La Cámpora y organizaciones afines que, según parece, en muchos casos son en efecto analfabetos.
En la edad de internet, es imposible impedir que se difundan detalles acerca de la identidad, los prontuarios, si corresponde, y la trayectoria académica o política de los espías embrionarios que, luego de un par de días de entrenamiento exprés, se pondrán a trabajar hurgando en la vida de sus compatriotas, en especial de los sospechosos de liberalismo, ya que escasearán los capaces de hacer algo útil en el exterior. Así las cosas, no tiene mucho sentido suponer que la publicación por NOTICIAS de listas, con nombres y apellidos, de la gente que acompañará al nuevo mandamás de lo que seguirá siendo la SIDE de siempre, Oscar Parrilli, pondría en riesgo la seguridad nacional. Por el contrario, la voluntad oficial de hacer de la SIDE una unidad básica kirchnerista plantea un riesgo que es decididamente mayor, ya que entre los reclutados abundarán sujetos que, en buena lógica, deberían motivar el vivo interés de un servicio de inteligencia auténtico.
De todas maneras, lo que realmente molesta a Parrilli, un servidor humilde de la jefa máxima, no es la divulgación de los nombres de los jóvenes que quiere incorporar a las unidades que está formando, sino el estupor que ha ocasionado su evidente falta de cualidades que, en otras latitudes, son consideradas imprescindibles. Por lo demás, nadie ignora que la agencia de inteligencia groseramente politizada que tiene en mente Cristina sería apropiada para una dictadura, no para una democracia pluralista como la que, en teoría, se da en la Argentina.
Al aspirar a que todo lo demás se subordine a “la lealtad”, el gobierno kirchnerista está esforzándose por nivelar hacia abajo. Quiere un país regido por lo que, con sensiblería conmovedora, los camporistas llaman valores villeros. Como siempre ocurre cuando un régimen está batiéndose en retirada, el de Cristina privilegia la mediocridad obsecuente, ya que no puede confiar en aquellos perversos que se permiten pensar por sí mismos. Así, pues, además de intentar colonizar todas las reparticiones públicas con militantes que, a juicio de los veteranos desplazados o marginados, no sirven para nada, el Gobierno se ha propuesto silenciar a sus adversarios gritándoles insultos soeces, lo que puede entenderse porque lo último que quiere es que se celebren debates racionales en torno a los problemas mayúsculos que su sucesor encontrará no bien inicie su gestión.
Además de heredar una economía vaciada y tratar de respetar las conquistas supuestamente definitivas de los muchos que dependen de las arcas públicas, al gobierno venidero le tocará afrontar las repercusiones tanto locales como internacionales de la denuncia que el fiscal Alberto Nisman formuló en vísperas de su muerte. Parecería que el asunto es aún más grave de lo que casi todos suponen. Si la campaña de desprestigio extraordinariamente virulenta que han emprendido Cristina, Aníbal Fernández y otros oficialistas contra Nisman nos dice algo, ello es que sienten pánico por lo que podría revelarse en el futuro próximo. Si no fuera así, hubieran reaccionado con calma frente a las acusaciones del fiscal a cargo de la investigación de la voladura de la AMIA hace más de veinte años, atribuyéndolas a diferencias meramente políticas, para entonces jurar estar resueltos a aprovechar todos los recursos del Estado nacional para averiguar el cómo y el porqué de su muerte en circunstancias nada claras. Sin embargo, lejos de ponerse a minimizar el impacto del “caso Nisman”, parecen decididos a agrandarlo.
Lo que quieren los kirchneristas es convencer a la ciudadanía de que la conducta personal de Nisman –aquellas “minas” desinhibidas cuya proximidad al fiscal escandalizó tanto a Aníbal que, según parece, se ha metamorfoseado en un puritano de severidad victoriana– importa muchísimo más que la presunta voluntad de Cristina de aliarse con la genocida teocracia iraní y ofrecerle ayuda para un programa nuclear que, en opinión de muchos, tiene como objetivo la creación de un buen arsenal atómico que, entre otras cosas, le permitiría cumplir con su amenaza de borrar de la faz de la Tierra al “ente sionista” Israel, además, claro está, de los territorios ocupados por los palestinos. Puede que las conjeturas en tal sentido sean sin fundamento, pero el que en muchos países se vean incluidas entre las posibilidades que los especialistas toman en cuenta es de por sí alarmante.
Por cierto, en vista de lo que está ocurriendo en el Oriente Medio, dejarse fichar como un aliado en potencia de la República Islámica de Irán, como se las han ingeniado para hacer Cristina, Héctor Timerman y estrategas geopolíticos informales vinculados con el gobierno kirchnerista de la talla de Luis D’Elía y Fernando Esteche, no parece ser una idea muy buena. Asimismo, el asunto ha renovado interés en aquellos 800.000 dólares que trajo consigo “para la campaña de Cristina” de 2007 el valijero estadounidense-venezolano Antonini Wilson: según algunos, no fue un regalo de Hugo Chávez sino de los sanguinarios ayatolás persas.
La transición que se acerca será llamativamente más traumática de lo que es habitual en países democráticos. Tal y como se perfilan las cosas, podría ser aún más difícil que aquella en que una junta militar, desmoralizada y cabizbaja, entregó los símbolos del poder al radical Raúl Alfonsín. Lo será porque, lo mismo que los militares, los kirchneristas conservarán la capacidad para hacer mucho daño, pero por tratarse de civiles seguirán formando una parte significante de la clase política nacional. No son intrusos. Aunque últimamente el gobierno de Cristina se ha comportado como si constituyera un “poder fáctico”, debe su presencia a un triunfo electoral contundente, no a las bayonetas, de suerte que a sus miembros les será dado imputar a los prejuicios ideológicos de sus adversarios cualquier intento de obligarlos a rendir cuentas ante la Justicia por las presuntas fechorías que han cometido. Parecería que, de estas, la incipiente alianza con Irán que Nisman se preparaba para denunciar frente al Congreso es la que más les asusta, de ahí los esfuerzos del Gobierno por matarlo nuevamente.
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