La democracia occidental atraviesa una crisis difícil de comprender. La revolución de las comunicaciones cambió a la especie y muchos van en contra del orden establecido en todos los ámbitos de la vida, que incluyen a la política. Los candidatos “ordenados”, “normales” corren en desventaja, cualquiera sea su ideología. Hasta el siglo pasado la comunicación se ordenó verticalmente: el candidato pronunciaba discursos, los periódicos los publicaban, las radios los leían y la gente conversaba sobre esos temas. Ahora es horizontal, va de todos los ciudadanos a todos los ciudadanos; hay millones de emisores de mensajes independientes que crean una red de interacciones en permanente ebullición, en la que construyen y reconstruyen su realidad. En medio de esa actividad, deciden por quien votarán.
La vida cotidiana se tomó el espacio de lo político en la mente de los electores, abriendo las puertas del poder a personajes nuevos, imprevisibles, ajenos a la tradición. Los hay de izquierda y de derecha, algunos son mejores y otros peores que los antiguos. En las elecciones norteamericanas de este año, Donald Trump, Bernie Sanders y Ted Cruz, son tres precandidatos de este tipo: son exitosos porque se los ve distintos. Los tres, desde diversos ángulos, se colocan fuera de lo que ha sido normal en la política norteamericana.
Los candidatos. Trump y Sanders están en las antípodas ideológicas, pero ambos son contestatarios, irritan a los editorialistas, dicen cosas políticamente incorrectas, expresan lo que sienten, son transparentes. Eso fortalece su credibilidad.
Un hombre rico puede ser outsider cuando no se comporta como rico y Trump parece un millonario que está en Manhattan para fastidiar a los potentados. Parece alguien que no es invitado a elegantes fiestas de Wall Street en las que Hillary sería recibida como heroína. Financia la campaña con su dinero, hizo su fortuna trabajando, creó empleo y cuando dice que hará con Estados Unidos lo que hizo con sus empresas. Hay mucho de bizarro en su imagen muchos le creen. Parece chiflado, sus propuestas revelan una total ignorancia acerca de la política internacional, pero suenan bien a los trabajadores que lo apoyan. Coincide con Sanders en que el Presidente debe ocuparse ante todo del trabajo de los norteamericanos. Dice que no entiende por qué el gobierno debe reconstruir nuevamente una escuela destruida dos veces por los islámicos en Irak, mientras no puede construir las escuelas que se necesitan en Baltimore.
Quiere prohibir la entrada de los musulmanes a USA, vigilar sus mezquitas, legalizar la tortura y bombardear al ISIS “hasta que desaparezca de la faz de la tierra”. Pretende deportar a 11 millones de inmigrantes ilegales y construir "un gran, gran muro" entre Estados Unidos y México. Los seguidores más entusiastas de Trump son blancos, poco educados, se sienten marginados en un país que vive cambios acelerados. No son los tradicionales votantes del GOP, sino personas pobres enojadas con el sistema. Trump, más que outsider es un anti-candidato y se le debe entender como tal. Inicialmente parecía un chiflado sin futuro, pero las burlas y los ataques del sistema lo convirtieron en una alternativa poderosa. Trump es el candidato más impopular de la historia norteamericana: tiene 30% de imagen positiva y 67% de negativa. Normalmente esas cifras lo dejarían fuera del juego, pero un anti-candidato rompe las reglas: mientras peor es su imagen, tiene más posibilidades de ganar. Le ayuda que le acusen de loco, extremista, exótico, y que sus oponentes consigan el apoyo de los representantes del sistema. A su manera, pasó eso con Perón y la alianza personalizada por Braden, con Fujimori frente a Vargas Llosa en Perú y con Bucaram frente a Nebot, en Ecuador. Desde los pensadores del sistema, el choque del anti-candidato contra el orden se plantea como la lucha entre la civilización y la barbarie y con frecuencia gana la barbarie. Trump representa la mezcla de ignorancia, nacionalismo y autocentrismo que está en retirada en América Latina.
El otro precandidato republicano que se mantiene en la carrera es Ted Cruz, hijo de pastor evangélico cubano y madre norteamericana. Su padre, Rafael Cruz se hizo evangelista en 1975 y devino en furibundo predicador de la derecha cristiana. Ted Cruz lanzó su candidatura en la Universidad Liberty de Virginia, fundada por otro tele-predicador, Jerry Falwell, que culpó de los atentados del 11 de septiembre a paganos, feministas y homosexuales que intentan secularizar a Estados Unidos. Según él, fue un castigo de Dios.
Cruz es un extremista mal visto por los dirigentes republicanos por su estilo agresivo. Sus propuestas disgustan a la elite pero atraen a los menos educados y fanáticos. Se define en contra del aborto, incluso en casos de incesto o violación y se opone al matrimonio igualitario. Opositor obsesivo de Barack Obama, quiere derogar el plan de salud conocido como “Obamacare”. Se opone a la legalización de la marihuana, niega que exista el calentamiento global, es partidario de la pena de muerte, está en contra del acuerdo nuclear con Irán, quiere enviar al ejército norteamericano a combatir al ISIS. También está contra la política de acercamiento a Cuba, habla un castellano deficiente y es enemigo fanático de los inmigrantes a quienes quiere quitar los derechos que han conseguido en varios estados.
Bernie Sanders es un sobreviviente de las revoluciones de los años sesenta, que ha pasado la vida en el Congreso, manteniendo posiciones críticas de la política norteamericana. Pacifista e idealista, financia su campaña con aportes de tres millones de pequeños contribuyentes. Es el favorito de los liberales que añoran las movilizaciones en contra de la guerra de Vietnam, mezcladas con elementos de la cultura New Age. Sus partidarios buscan un liderazgo alternativo, una revolución accesible, que no demande esfuerzo, son sesentistas del siglo XXI: les gustaría asistir al festival de Woodstock pero en una sala de cine cómoda, sin barro y con una bolsa de pochoclo.
Sanders aparece en la televisión mezclado con la gente, conversando de igual a igual. Usa la canción “América”, de Simon & Garfunkel para hacer un spot sencillo, optimista, con un mensaje semejante al de Obama en 2008 o al de Macri en 2015. Esto no significa que estas campañas se hayan copiado entre sí. Quienes colaboramos con la campaña de Mauricio no estudiamos spots de Obama, y probablemente el equipo de Sanders tampoco copia nuestra campaña. Sucede, simplemente, que son líderes que se manejan con una metodología semejante y su comunicación es la de los dirigentes progresistas contemporáneos.
Sanders quiere poner impuestos a las transacciones especulativas de Wall Street para financiar becas universitarias; plantea que sean los Estados de la Unión los que decidan sobre la legalización de la marihuana y transformar en universal el plan de salud de Obama, con un incremento del impuesto a la renta. En lo internacional, dice que Estados Unidos no debe jugar a árbitro mundial, que los problemas del Medio Oriente son propios de los países de esa región y que las tropas norteamericanas que están en Afganistán deben volver a casa ya.
El Partido Demócrata mantiene las posiciones más progresistas y Hillary no parece representativa de ese espacio. Se equivocó cuando puso como eje del ataque contra Sanders la acusación de “socialista” porque la opinión pública cambia todos los días, es traviesa e impredecible. Han pasado muchos años desde la caída del Muro de Berlín, las palabras y los símbolos ya no significan lo mismo. Cuando Obama visitó Cuba y se tomó una foto con la imagen del Che Guevara a sus espaldas, superó los símbolos revolucionarios, ante los ojos confundidos de sus ancianos anfitriones. Encuestas aplicadas por nosotros en varios países, dicen que la gente llama “socialista” a quien ayuda a cruzar la calle a un anciano o al patrono que paga puntualmente a sus obreros. Ningún partidario de Sanders quiere paredones o archipiélagos Gulag, ni apoyaría las masacres de los gobiernos comunistas del siglo XX. Su socialismo sesentista tiene que ver más con “peace, flowers, freedom, happiness”, la ecología, la vida, las ideas de avanzada propias de estos tiempos.
Muchos militantes demócratas se sienten más incómodos con algunos ataques de Hillary en contra de Sanders, parecidos a la campaña de Nixon contra McGovern, que con la palabra “socialista”. Hillary combatió a Sanders con argumentos racionales, sin dar importancia a los elementos emocionales que estaban detrás de las palabras. Cuando dijo "representé a Wall Street como senadora por Nueva York”, olvidó que muchos demócratas ven mal al distrito financiero de la Gran Manzana y simpatizaron con el “Occupy Wall Street” en 2011.
La candidata no se ve cómoda haciendo campaña, conversando con la gente. Cuando ingresa a una concentración, parece cumplir con un trámite, el auditorio le aplaude con cortesía pero sin el entusiasmo de los seguidores de Sanders o de Trump. Incluso cuando menciona a Obama y a su esposo, no logra comunicar la calidez y la fuerza que tuvieron cuando en su momento. Tampoco Bill Clinton es el de antes. Cuando aparece con su esposa, nada recuerda al contestatario que dijo que fumó marihuana, que no fue a la Guerra de Vietnam y que encantaba a la gente tocando el saxofón. Encarnan la pareja conservadora de la que se ríe la generación de los youtubers.
Hillary dijo que era tan progresista como Sanders, pero olvidó que los mensajes políticos no se oyen, sino que se ven. Ella no parece una luchadora por causas sociales, sino una señora elegante que exhibe joyas y ropa cara. La contradicción entre su imagen y sus palabras provoca desconfianza. Hillary habló como Elizabeth Warren y repitió propuesta de Sanders, pero no transmitió convicción. Las palabras que en boca de Warren o de Sanders suenan a manifiesto, en la de Hillary parecen una intervención de trámite en el Senado.
Al comienzo de la campaña, la mayoría de analistas creyeron que Hillary ganaría la presidencia fácilmente, pero después dio la impresión de que no la fuerza necesaria necesaria para triunfar. Hillary es la candidata “perfecta”: hizo una carrera política brillante, conoce los problemas del país y formó equipos competentes que elaboraron propuestas bien hechas. En su campaña todo parece programado y calculado, demasiado bueno para ser real. Cuando habla sobre un tema, es difícil saber si expresa sus verdaderos sentimientos o si solamente mantiene posturas políticamente correctas. Proyecta la imagen de una mujer fría, inteligente, que lucha por sus intereses, no la de una candidata apasionada por servir a los demás. Quienes la han tratado personalmente dicen que es una persona cálida y agradable, que su imagen pública no se corresponde con realidad. Esto suele pasar con los antiguos líderes que se avergüenzan de que se conozca su vida privada, porque creen que los presidentes no deben reír ni llorar, porque son modelos de estatua. En la actualidad la gente sabe que los candidatos son seres humanos y parece que mienten cuando adoptan poses sobrehumanas.
Hillary propone limitar las operaciones especulativas en Wall Street y controlar a los bancos, mantener el sistema de salud creado por Barack Obama y reclasificar a la marihuana como “droga menos nociva” para que se investiguen sus aplicaciones médicas. Sus propuestas sobre el Medio Oriente son tan correctas como grises: entrenar a rebeldes sirios para que combatan al ISIS, proteger a los civiles de los ataques de Al-Assad creando una zona de exclusión aérea en Siria, que mantendrá a las tropas norteamericanas en Afganistán mientras sea necesario. En definitiva, sus propuestas son las propias de un progresismo pasteurizado que no llama la atención de nadie.
La red es el espacio privilegiado de los radicales de todos los signos, el Demócrata es el partido más vinculado al mundo digital y por eso ha tenido los candidatos más provocadores de estos años, como McGovern, Clinton y Obama. En la actualidad vive una paradoja: lo más probable es que en estas elecciones enarbole sus banderas una candidata de imagen conservadora, enfrentada a un republicano que da la impresión de cuestionar al sistema.
Más allá de otras consideraciones, habrá electores de Sanders que voten a Trump porque rechazan al sistema político encarnado por Hillary. Son votantes anti-sistema, sesentistas y tal vez les guste más un loco que una candidata demasiado sensata. Si organizamos un focus group con votantes indecisos y ponemos en una pantalla las imágenes de Trump, Sanders y Hillary, habría que ver a quiénes parecen más semejantes y quiénes más distintos.
Perspectivas. Si la legislación electoral norteamericana fuese como la de los países latinos, Trump seguramente ganaría las elecciones, como ocurrió en New Hampshire, en donde podía votar cualquier ciudadano, este o no inscrito en un partido. Las reglas de las elecciones norteamericanas tienen mecanismos para dificultar que los entusiasmos de las masas entreguen el poder a candidatos exóticos. No sucede lo que en nuestros países, en los que vota cualquier persona a la que se le ocurre ir a votar en un día feriado, o alguien que quiere obtener un certificado de votación. En varios países latinoamericanos el voto es obligatorio y muchos votan sólo por cumplir con la ley. Si los latinoamericanos tuvieran que hacer trámites para inscribirse, dejaría de votar al menos un 60% o un 70% de la población, que no tiene interés en la política. Para votar, el elector norteamericano necesita hacer trámites, inscribirse previamente. Las elecciones se celebran el segundo martes de noviembre, un día de trabajo normal, en el que hay que suspender las labores por unas horas para ir a sufragar. Por el tipo de elector, las propuestas son más importantes en las elecciones norteamericanas que en las latinas; quienes se dan las molestias para inscribirse, lo hacen porque desean defender alguna idea o impulsar a algún candidato.
La nominación del candidato presidencial es compleja, está en manos de las convenciones nacionales de los partidos, integradas por representantes elegidos de por los estados y por dirigentes partidistas que concurren por haber ocupado posiciones prominentes. Estos últimos son más numerosos entre los demócratas que entre los republicanos, no tienen su voto comprometido con ningún precandidato y suelen frenar a los candidatos díscolos.
La asamblea del Partido Republicano se celebrará el 18 de Julio en Cleveland, conformada por 2.472 delegados. Si Trump logra tener la mitad mas uno, o sea 1237, será elegido automáticamente candidato presidencial. Si eso no lo logra, todo se complica. Además de los representantes elegidos, hay en la asamblea del Partido Republicano 168 miembros que provienen de la estructura del partido: son el líder y dos representantes de cada estado, que no están obligados a votar por nadie, son muy influyentes, y podrían hacer que sucedan imprevistos. En general, estos asambleístas están en contra de Trump y ven mal a Cruz. Hasta ahora, Trump tiene 738 delegados y Cruz 463, pero si Trump no alcanza la mitad mas uno, pueden gravitar en la convención dos ex candidatos que se retiraron pero tienen sus propios delegados: Marco Rubio con 171, y John Kasich con 143.
En la primera vuelta todos los delegados están obligados a votar a los candidatos por los que se presentaron en las primarias pero si Trump no gana en ess vuelta, Cruz tiene la esperanza de que se abra el juego. En una segunda vuelta sería posible que le nominen sus delegados, sumados a los de Rubio, Kasich, y a los institucionales del aparato del partido. Pero si no se da esa sumatoria y tampoco consigue nadie los ansiados 1237 votos, habrá una tercera vuelta en la que todos los delegados pueden votar por quien quieran.
En ese escenario, sería posible que el aparato del partido presione para que sea nominado alguien como John Kasich, un candidato ilustrado, bien visto por el establishment republicano, que se retiró por falta de fondos. Kasich es autor de varios libros como el best seller “Courage is Contagious”, fue conductor de un programa en Fox News, “Heartland with John Kasich”. También se podría nominar a alguien que no haya competido en las primarias. Si pasa algo de eso, si Trump obtiene más votos que los demás precandidatos y nominan a otro, es probable que se lance como candidato independiente, lo que pondría en aprietos al GOP.
La convención Demócrata se reúne el 25 de julio en Filadelfia. Estará integrada por 4.764 delegados, de los cuales 712 son superdelegados, personalidades del partido que no fueron elegidas en las primarias como Barack Obama, gobernadores, diputados, senadores, ex dirigentes, ex presidente Bill Clinton. Bernie Sanders estará entre ellos porque es senador. Hasta el momento Hillary ha conseguido elegir 1279 delegados, frente a 1027 de Sanders. La gran mayoría de superdelegados le apoya y con sus votos tiene 1748, frente a 1058 de Sanders. Si el candidato sigue con los éxitos de las últimas semanas y se aproxima a Hillary, podría atraer a más superdelegados. En cualquier caso, los demócratas no se dividirán.
No se puede descartar que si Trump es el candidato Republicano y Sanders el demócrata, sería tal la conmoción, que pueda ganar las elecciones un independiente como Michael Bloomberg, exitoso alcalde de Nueva York hasta el 2013.
Muchos temen que si Trump es Presidente, en una coyuntura tan delicada como la que vivimos, de enfrentamiento con la irracionalidad del extremismo islámico, se pueda destruir el planeta.
En varios libros y artículos hemos estudiado el espacio de los outsiders y los anti-candidatos en la nueva política, no porque nos gusten o nos disgusten. Los hay de todos los tipos. Mauricio Macri es el caso excepcional de un líder sin los vicios de las tradiciones políticas, que está construyendo una opción nueva en el mundo, pero no es la regla. La mayoría de los outsiders no pasaron de ser fuegos fatuos, y algunos hicieron fueron perniciosos para sus sociedades. Trump puede ser uno de ellos.
¿Puede Trump ganar las elecciones? La respuesta es sí. Los anti-candidatos manejan una comunicación espectacular con la que pueden ir a cualquier lado: derrotar a candidatos invencibles o desmoronarse de pronto, como un castillo de naipes. A menos que Hillary rediseñe su campaña, es posible que muchos que votan a Sanders porque están inconformes con la situación del país terminan votando por Trump. Si después de las primarias Barack Obama apoya abiertamente a Hillary le ayudará, pero las elecciones las ganan o las pierden los candidatos, no hay endoso o técnica que los reemplace. Además, el apoyo de Obama puede traer problemas que se deben estudiar con técnicas sofisticadas: su imagen dentro de los Estados Unidos es buena, pero no tanto como para decidir el resultado de una elección. Por otro lado, el endoso de quien es Presidente de los Estados Unidos desde hace ocho años, tal vez no sea el elemento disruptivo que necesita Hillary para atraer a los electores más críticos.
Hay incógnitas que se deben despejar para diseñar una estrategia eficiente. Mencionemos sólo las elementales: hay que saber si los electores se guiarán más por los contenidos que diferencian a Trump de Sanders o por las formas que los asemejan. También habría que averiguar si, para los electores rebeldes, la imagen de Hillary es lo suficientemente renovada como para votar por ella, y calibrar si el fastidio con el orden establecido de los electores de Sanders incluye al gobierno actual, para presentarlo de una u otra manera. Es indispensable con investigaciones diseñadas con una mente abierta, integrando a expertos que usen herramientas técnicas y modelos de comunicación contra-culturales que rompan los esquemas del equipo de Hillary. A partir de eso, se podría diseñar una estrategia que pueda frenar a un candidato que pone en peligro a los habitantes del planeta pero que, objetivamente, puede ganar la presidencia de los Estados Unidos.
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