"Nené”, la madre de Amali Menehem, se sentía incómoda dando tantas explicaciones. Estaba tomando el té con algunas amigas de la colectividad musulmana y las preguntas no le daban respiro.
—¿Por qué se fue tu nena sola a Estados Unidos? —le dijo una de las amigas—. Es tan chiquita…
El viaje de Amali, sobrina del entonces presidente Carlos Menem, había sorprendido a todas. No estaba programado. Y el padre de la joven, Abdo Menehem, primo hermano del entonces presidente y director en representación del Estado de Aerolíneas Argentinas, tampoco había aprobado que se fuera de ese modo.
Entonces a “Nené” se le escaparon unas lágrimas.
—Les voy a contar la verdad a ustedes —les dijo a sus amigas—: la dejó el novio y está destrozada. Por eso se quiso ir a estudiar afuera. Dice que en Estados Unidos no se va a volver a cruzar con el ganso este.
“Nené” necesitaba desahogarse y la catarsis siguió por un buen rato. Y se sumaron los detalles. A su hija, dijo, el novio la había dejado por otra chica de la colectividad musulmana: una de las hijas de Abraham Awada, la menor.
Sin transiciones, de un día para el otro.
Y fue tanta la deshonra que sintió ella que decidió literalmente huir del país, lo más lejos que fuera posible.
Amali sabía que había una tercera en discordia y alguna vez hasta la había visto. Era Juliana, o María Juliana, una amiga de su prima Zulemita Menem.
Corrían las primeras semanas de 1991 y entre las amigas que tomaban el té con “Nené” y escuchaban su catarsis estaba Ana Soberon, la entonces esposa de uno de los jefes de la Casa Militar. Ese día la mujer estaba interesada en un dato: la identidad del intrépido rompecorazones que saltaba de novia en novia dentro de la colectividad. Le dijeron que se llama Gustavo Capello.
—Estos “tanos” son rápidos… —bromeó Soberon, y retuvo el nombre.
Solo diez días después, la mujer avanzó en su pesquisa cuando Abraham Awada la invitó a ella y a otros amigos a degustar platos árabes en su departamento de la Avenida del Libertador, en Palermo. Soberon también era amiga de Abraham, pero no conocía a su familia, salvo a su mujer “Pomi”.
Esa noche los vio: el veloz Capello y su nueva conquista, la menor de las Awada.
—Así que eras vos —le sonrió Soberon al joven novio cuando los presentaron.
Él fingió no saber de qué le estaba hablando.
Soberon, que hubiera preferido juzgarlo, ahora no podía menos que entenderlo: al lado de la hija abandonada de Abdo Menehem, Juliana le pareció una verdadera belleza. Tenía solo 16 años y estaba vestida de manera informal —jeans azules y blusa clara—, maquillada con profesionalismo y muy bronceada por el verano, el cabello brillante, lacio y largo, los ojos intensos y la sonrisa encantadora.
Capello, en cambio, no le llamó mucho la atención a la invitada detective: andaba por los 20 y era un muchacho de pelo oscuro, ni flaco ni robusto, ni alto ni petiso, ni feo ni agraciado, y pasó desapercibido a lo largo de toda la cena. Hablaba poco, y solo con Juliana. Más que festejar su presencia, Abraham Awada parecía soportarla como un mal necesario.
La historia de cómo la actual primera dama se quedó con el novio de una sobrina de Menem era desconocida hasta ahora. Me la contó la mencionada Ana Soberon y la ratificaron distintas fuentes. Entre estas, otra sobrina del ex presidente, María Isabel Menem.
—Es cierta la historia —me confió María Isabel—. Mi prima Amali quedó muy golpeada, incluso después de eso sufrió algún desorden alimenticio, producto de la angustia.
—¿Cómo lo sabe? —le pregunté.
—Soy médica nutricionista —respondió.
—¿Sabía que el novio la había dejado por Juliana Awada?
La sobrina de Menem suspiró:
—Es algo que sabíamos todos. Fue bastante desagradable ese asunto.
Boda y trampa. Pero Gustavo Capello no solo fue su “novio menemista” de la adolescencia, sino que algunos años después se terminaría convirtiendo en su primer esposo, y solo por el lapso de unos meses. Antes de ese final hay que contar cómo fue la fiesta de casamiento. En realidad, fueron dos. La primera en la imponente casona que tiene en el country Tortugas la hermana de Juliana, Zoraida, esposa del arquitecto Alberto Rossi, el mismo que fue señalado como presunto testaferro de Menem. La segunda fiesta, días después, se organizó en el coqueto casco de la Estancia Abril, y la bella novia impactó a los invitados con un vestido fulgurante, con volumen, cola y cientos de cristales cosidos a mano. Muy lejos de la elegancia despojada que Awada luce hoy, aquel era un look ciento por ciento menemista.
La década de los excesos aún no había terminado. Corría 1998 y Juliana andaba por los 23 años.
El presidente Carlos Menem y su hija Zulemita fueron invitados al casamiento —a la segunda fiesta— y sentados junto a los Awada en la mesa principal, como me confirmó ella:
—No recuerdo mucho, sé que estuvimos —me dijo Zulemita—. Al casamiento que no nos invitaron es al de María Juliana con
Macri...
Un ex novio empresario de Zulemita Menem que habló para este libro, y que era cercano a los Awada, me explicó:
—Capello la conoció a Juliana porque era amigo de Luis Ruzzi, un tipo que había vivido en Italia y quiso traer la Fórmula Uno a los bosques de Palermo en los 90. ¿Te acordás? Y Ruzzi era amigo del arquitecto Rossi, el marido de Zoraida Awada, que andaba cerca de Menem.
—¿Por qué Juliana y Capello se separaron en menos de un año?
—Algo pasó ahí —me respondió, pensativo—. Estuvieron muy poco tiempo juntos, viviendo en un departamento de Palermo, por Cerviño y Sinclair.
—Algunos hablan de un tercero en discordia, de una infidelidad de ella —le dije.
El ex de Zulemita trató de medirse:
—De infidelidad no sé nada. Pero cuando se separaron, eso sí, a ella enseguida se la vio con otro tipo.
—De un día para el otro.
—Sí, al toque fue. El nuevo novio era el sobrino de Ruzzi, el de la Fórmula Uno en los bosques de Palermo. Un petiso fachero…
—¿Cómo se llama?
—Fernando Hernández —lo identificó.
—Si era el sobrino de Ruzzi —asocié—, entonces también lo conocía a Capello.
—Ellos dos se conocían, sí… —en la voz del ex novio ya se percibía incomodidad.
La amiga. En cuanto a la amistad entre Juliana y Zulemita, aunque hoy se trate de un secreto de Estado, hay demasiados testigos de ese vínculo como para intentar desmentirlo.
La propia Zulemita Menem me confirmó:
—Con María Juliana nos veíamos seguido de jóvenes, las dos éramos parte de la colectividad.
—¿Eran amigas? —pregunté.
Zulemita asintió:
—Sí, salíamos juntas. Después nos dejamos de ver, cada una estaba con sus cosas…
—¿Cuándo dejaron de verse?
—Hace muchos años ya… Después de los 90 habrá sido.
—¿Hoy tienen algún contacto?
—Hace mucho que no hablamos —dijo Zulemita—. Pero es divina, está todo bien.
La hija de Menem, como se ve, la sigue llamando por su nombre completo: María Juliana.
Zulemita también dijo:
—Papá era muy amigo de Abraham Awada, el padre de Juliana, andaban todo el día juntos.
—¿Jugaban al golf?
—Sí, mucho. Y se veían siempre.
—¿Es cierto que viajaron juntos al Sahara? Eso contaba siempre Abraham.
Zulemita se rio del otro lado de la línea:
—A ver, lo tengo acá al lado a papá… Papi, ¿usted viajó con Abraham al Sahara?
Se escuchó la voz de Carlos Menem:
—Puede haber sido, viajé a tantos lados.
A los Awada, más allá de la linda amistad que había logrado con Juliana, Zulemita los miraba con desprecio.
—Estos se llenaron de plata con papá —era el prejuicio que repetía.
El falso conde. “Mi nombre es Géraldine Smeets, soy belga, vivo desde hace ya 19 años acá en Argentina. Soy gerente de la Cámara de Comercio Belgo-Luxemburguesa, y por mi actividad conozco personalmente a Bruno Barbier”, decía el correo electrónico enviado al periodista Marcelo Larraquy, que había escrito una nota sobre Juliana Awada y su ex pareja, el empresario belga. Y enseguida, sin anestesia, iba al grano: “Quisiera comentarle, a pesar de que hace ya varios años se le adjudicó el título de conde acá en Argentina, que no lo posee. En ningún momento él o su familia fue parte de la nobleza belga. Saludos cordiales”. ¿Smeets quería desenmascarar al falso conde?
En casi diez años de relación, ni Bruno Barbier ni Juliana se habían tomado el trabajo de aclarar el malentendido, a pesar de ser figuras que desfilaban habitualmente por las revistas de la farándula. Eran famosos, en parte porque Juliana ya brillaba al frente de los diseños y la tarea comunicacional de Awada, una marca líder, y en parte porque su media naranja no era un cualquiera, un gris abogado, un frío dentista, un comerciante anónimo, sino que ostentaba el título de conde. Conde y extranjero, mejor aún.
Era un miembro de la nobleza europea, como se repitió una y otra vez en todos los medios. Pertenecía al jet set internacional, a un ambiente en el que Juliana definitivamente se sentía a gusto.
Lástima que la entrometida Géraldine Smeets tuvo que venir a romper el hechizo.
Otro dato: a pesar de las entrevistas en las que Juliana siempre hablaba de su “marido” o de su “matrimonio” con Barbier, los allegados a él me confirmaron que nunca hubo casamiento, ni tampoco división de bienes cuando todo concluyó.
Lo mismo se desprende de los registros públicos sobre ambos.
Juliana no estuvo casada con un conde. Estuvo “juntada” con un plebeyo. Millonario, eso sí.
Géraldine Smeets, la del correo electrónico que lo deschavó, me dijo:
—Lo conozco a Barbier y me consta que no es conde. Esto es una confusión y le podría traer problemas por uso indebido de un título.
—¿De dónde puede haber surgido la versión de que es conde? —le pregunté.
Smeets se quedó pensando:
—Es raro. El tema se mediatizó. Un día alguien lo gastó en la Embajada belga en Buenos Aires: “Che, ¿así que sos conde vos?”. A él no le gustó nada, dijo que no lo era.
—¿Puede haber heredado el título de su madre, como lo escucharon decir? —insistí.
—No veo cómo —dijo Smeets—. El título se pasa de padre a hijo, nunca por la madre.
La compatriota de Barbier prometió revisar los registros de la nobleza de su país, a los que tiene acceso.
Al rato volvió a llamarme:
—Confirmado, no tiene título de nobleza, y la madre tampoco.
—¿Algún otro familiar? —pregunté.
—Hay un primo segundo de Barbier al que nombraron barón en el año 2006, se llama Jean Vandemoortele —dijo Smeets—. Pero ese título es suyo, no está en manos de Barbier.
—Entonces Barbier está flojo de papeles.
—No es conde, se lo aseguro.
Comienzo desprolijo. En los primeros días del año, Juliana viajó a Punta del Este, sola, soltera, lejos del hombre con quien ya no quería seguir conviviendo. En realidad, lo de soltera es un decir. Porque, aunque ya no estaba con Bruno Barbier, lo cierto es que había otro.
El relacionista público Wally Diamante, quien trabajaba con ella en el marketing y la comunicación de la marca Awada, la visitó por esos primeros días de enero de 2010. Estaban en la chacra de Barbier, y sin Barbier.
Diamante, al tanto de la separación, la vio tan locuaz y radiante que sospechó algo.
—Decime quién es —le dijo en tono de broma.
Y Juliana, pícara, feliz, renovada, no se aguantó el secreto:
—Mauricio Macri —respondió sonriendo.
—¡Yo sabía que andabas en algo! —la festejó Wally, con complicidad.
Hacía apenas días, horas, que se había separado de Barbier.
La escena me la relató un testigo presencial. Demuestra que la relación entre el Presidente y la primera dama no comenzó en febrero de 2010, como declaró ella, ni a fines de en enero, como sostuvo él, ni tampoco en abril, cuando finalmente la oficializaron ante la prensa, sino antes. Con dos parejas rotas en el medio. Tal vez ni ellos, enredados con las fechas, recuerden el momento exacto.
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