Hace pocos días, la guionista Carolina Aguirre reveló -en una columna de la revista La Nación- que fue víctima de violencia de género. Su relato se propagó velozmente en las redes sociales y los medios se hicieron eco de lo que se planteaba, allí, crudamente. Las preguntas a especialistas y víctimas también se reprodujeron intentando buscar una explicación a lo que, aparentemente, es inexplicable.
¿Hay algún perfil de las víctimas y de los victimarios, fácilmente identificable, que nos permitiera actuar con más fundamentos en la prevención de la violencia de género? Si estableciéramos una tipografía de los hombres violentos, ¿estaríamos en mejores condiciones para evitar que una mujer sea asesinada cada 30 horas en Argentina?
Lamentablemente, la respuesta es que tales patrones no existen. Esto no quiere decir que todos los varones sean violentos con las mujeres, ni mucho menos que todos sean potenciales femicidas. De hecho, la mayoría no lo es. Pero sí es cierto que cualquiera puede serlo. La violencia contra las mujeres no distingue clases sociales, ni niveles educativos, ni edades, ni etnias, ni nada.
Lo más relevante para señalar acerca de la violencia contra las mujeres es justamente que no se trata de un acto provocado por la momentánea pérdida del control de un hombre que comete una acción imprevista. Más bien, el femicidio es el grado más alto de control que un hombre puede tener sobre una mujer: está en sus manos la propia vida de la víctima. Pero ese acto no surgió de la nada, no carece de historia. Hubo conductas previas de control que no fueron identificadas claramente, porque ese dominio de los hombres con respecto a las mujeres es parte de la cultura en la que vivimos. La violencia contra las mujeres no es algo "anormal", sino una norma. Y como tal, está tan presente cotidianamente, que no se ve.
Si toda violencia es disruptiva del orden social establecido (y por eso, hasta los atentados contra la propiedad son castigados), la violencia contra las mujeres es, por el contrario, constitutiva del orden en el que vivimos. Porque las normas sociales que establecen cómo deberían ser y comportarse las (verdaderas, buenas) mujeres, justifican y legitiman el "castigo" para aquellas que no se subordinan a estos mandatos. Es decir, es una violencia que forja una subjetividad femenina amoldada a las normas sociales dominantes.
Este orden social en el que las mujeres somos un género "de segunda", subordinado al poder masculino, discriminado y que vive en condiciones de desigualdad se denomina patriarcado: un sistema social de las relaciones entre los géneros sostenido en la violencia simbólica, económica, psicológica, sexual, legal, cultural y física contra las mujeres. Aprendemos a ser hombres y ser mujeres a través de esos mensajes a veces sutilmente violentos y otras veces, violentamente explícitos. Esta cadena de violencias incluye la ridiculización, la sospecha y el control, la intimidación, la condena de la sexualidad y de los comportamientos que no se ajustan a la heteronorma, la desvalorización de los cuerpos que no se corresponden a los modelos de belleza, etc. Pero también, el impedimento del Estado para que las mujeres puedan ejercer su derecho al control de su propio cuerpo y sus capacidades reproductivas. Como asimismo, la escandalosa responsabilidad del Estado –a través de sus funcionarios políticos, judiciales y fuerzas represivas por omisión y cobertura de impunidad o por participación directa, como clientes o proxenetas– en el funcionamiento de las redes de trata y prostitución que secuestran y explotan sexualmente a miles de mujeres jóvenes. Y esta violencia extrema contra las mujeres, en las últimas décadas, ocurre sobre el telón de fondo de la creciente feminización de la pobreza y del trabajo, que viene aparejada con el aumento inusitado de la precarización laboral.
Las mujeres somos ciudadanas de segunda, a pesar de que la igualdad esté consagrada por abstractos principios constitucionales. Y sobre esa "ciudadanía degradada" para las mujeres, actúa la violencia íntima ejecutada en la mayoría de los casos por parejas o exparejas de la víctima. Por eso nos resistimos a denominarla “violencia doméstica”, ya que esa denominación invisibiliza que, lejos de tratarse de una conducta patológica individual y específica del ámbito privado, se trata de un eslabón más de esa cadena de violencia social estructurante, desde la antigüedad hasta nuestros días; como también que el 80% de las víctimas son mujeres y el 80% de los victimarios son varones.
El Estado es responsable de los femicidios en tanto, las políticas de prevención y atención de las víctimas de violencia, no son una prioridad. Las mujeres ya advirtieron que a la violencia machista sólo puede pararle la mano, su propia organización y movilización al grito de ¡Ni una menos!
* Psicóloga y especialista en temas de género.
por Andrea D'Atri*
Comentarios