Friday 13 de December, 2024

LIBROS | 30-05-2018 18:37

El futuro del trabajo y la automatización

La polarización del empleo, la automatización y la relocalización de empresas. Cómo implementan las empresas de transporte la inteligencia artificial.

En el siglo XIX, los artesanos perdieron frente a los trabajadores industriales que, apoyados por las máquinas, procesaban las materias primas textiles a mayor velocidad y menor precio. Por eso, los “luditas” opuestos a las máquinas fueron los trabajadores más calificados, los perdedores plenos de la Revolución Industrial.

En el siglo XX, la cinta de montaje fordista acortó la distancia entre calificados y no calificados. La revolución técnica acercó al obrero más sofisticado, que controlaba la calidad del producto alfinal de la línea de montaje, con el obrero más básico, que repetía todo el día la misma pequeña tarea; como el Lulù Massa de la película de Elio Petri, La clase obrera va al Paraíso, que para no perder el ritmo de la cinta se concentraba pensando “una pieza, un culo”. Con el tiempo, la clase obrera no fue al Paraíso, pero accedió a un purgatorio con niveles de consumo, protección social y seguridad laboral que habrían sonado utópicos a comienzos del siglo XIX. El fordismo y el Estado de Bienestar fueron los pilares de los “treinta años gloriosos” del capitalismo de posguerra. En los años setenta, el proceso se revirtió parcialmente, y con Reagan, Thatcher y la “revolución neoconservadora”, los mercados de trabajo se segmentaron y la fuerza laboral se des­sindicalizó, distanciando al trabajador de convenio del trabajador “pobre” o precario. Pero fue con el ocaso de la cinta de montaje que este proceso cambió definitivamente de tendencia y la desigualdad en el primer mundo aumentó, alimentada por dos motores. De un lado, se amplió la prima por calificación, la diferencia entre el trabajador calificado, ocupado en tareas creativas y problemas complejos potenciados por Internet y la informática, y el trabajador de una industria manufacturera asediada por estos mismos factores — y por la globalización, tal como lo documentan los trabajos de David Autor y sus coautores— .

Del otro lado, se concentró la riqueza en unos pocos dueños — el 1% más rico al que se refieren el economista francés Thomas Piketty y sus coautores— favorecidos por los dividendos del progreso tecnológico y por la rebaja de impuestos impulsados por las teorías del derrame. Hoy, la tecnología avanza a paso decidido, pero no lo hace de manera uniforme. A diferencia de la Revolución Industrial, que potenciaba a los trabajadores de menor calificación en el proceso mismo de la producción masiva — en detrimento del artesano calificado, sustituido por la cinta de montaje— , esta vez los perdedores son los de menor calificación y educación, los peores pagos, los que realizan las tareas más reemplazables por la nueva revolución de las máquinas. Y las respuestas de la política también difieren; como señala la politóloga del MIT, Kathleen Thelen, hay diversas maneras de aggiornar el mercado de trabajo a la sofisticación y fluidez que demanda esta nueva “economía del conocimiento”. Y cada una de esas maneras tiene efectos sociales y políticos diversos. Por ejemplo, los Estados Unidos e Inglaterra optaron por una liberalización pura y dura sin protección social, que deprimió las ya bajas tasas de sindicalización y profundizó la desigualdad salarial y social — acercándolas a los niveles de la Argentina— . Es así como llegamos al proteccionismo del Brexit y Trump, cuyas retóricas y promesas suponen que la causa de la pérdida de empleo industrial fue la globalización — lo que es en parte cierto— y que esta última es reversible con garrotes y zanahorias fiscales. En esto, confunden globalización con automatización.

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Viajar transforma. En un viaje, uno conoce gente y culturas distintas. El viaje cambia la manera de pensar y actuar. Lo mismo puede decirse del largo viaje de la globalización. La tecnología, que posibilitó la descentralización de la producción y la integración industrial de economías como las de India y China, también permitió segmentar el proceso productivo según el tipo de tareas y su complejidad, exportando los segmentos rutinarios, que requerían trabajadores de menor calificación, a países donde la mano de obra era más barata.

En otras palabras, los empleos creados en países en desarrollo no fueron exactamente los mismos que los destruidos en países de altos ingresos; los empleos no solo se desplazaron, también se modificaron. Precisamente por esto es imposible revertir el proceso: los trabajos perdidos en el primer mundo ya no existen como tales, fueron sustituidos por nuevas formas de producción y nuevos trabajos para elevar la productividad y reducir costos. Hoy, los tramos de la cadena que concentran la generación de valor son actividades de alta calificación como la investigación y el desarrollo (I+D) o el diseño de producto, mientras que las actividades de línea de producción y ensamblaje, que representaban la gran mayoría de los empleos industriales relocalizados a países emergentes, ahora solo explican una parte menor del valor agregado industrial. La manufactura de avanzada genera pocos pero buenos empleos bien remunerados, que requieren habilidades sofisticadas y mucha versatilidad. Pero el empleo industrial masivo de calidad es cosa del pasado.

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Esta globalización irreversible está atravesada por la emergencia del autómata, el robot, el programa. Imaginemos que encarecemos la importación de bienes extranjeros, por ejemplo, mediante la imposición de tarifas o de un impuesto frontera, como el que insinuó Trump en su campaña electoral. De este modo, las firmas globales tienen la opción de producir afuera más barato y pagar el impuesto para exportar a los Estados Unidos, o producir adentro más caro y vender luego sin impuesto. En principio, si el impuesto es lo suficientemente alto, podría inducir a una repatriación de parte de la producción manufacturera a la economía local.

Pero esto no implica generar nuevamente el añorado trabajo industrial de baja calificación, ya que los altos costos laborales de países desarrollados, con altos salarios y redes de protección social, bien podrían estimular la automatización de estas tareas, que como dijimos son las más vulnerables a la sustitución tecnológica. En otras palabras, más industria local no necesariamente implica más empleo. Un ejemplo reciente es la relocalización de Adidas en Alemania, tras un largo período en China. La nueva planta — apodada speedfactory— , con un fuerte componente robótico y de técnicas de impresión 3D, tiene como objetivo producir 500.000 pares de zapatillas al año y estaría ubicada en Ansbach — ya hay también otra en construcción en Atlanta, para el mercado norteamericano— . Estas plantas representan una fracción pequeña de la producción total, pero la idea de Adidas es probar las speedfactories para multiplicarlas, incluso en Asia. Hoy, las zapatillas se producen a mano en grandes fábricas en países asiáticos, con obreros que ensamblan y cosen materiales.

Uno pensaría que la principal motivación de esta mudanza viene del lado de la oferta, es decir, del ahorro de costos laborales. Sin embargo, la principal disparadora de la decisión es la demanda: la gente quiere calzado a la moda de forma inmediata, y la producción de un par de zapatillas en la cadena de producción globalizada, desde su concepción hasta su presencia en el comercio, puede llevar dieciocho meses. Varias de las etapas (el diseño del producto, parte de la evaluación del prototipo, la producción) pueden realizarse digitalmente, y el nuevo sistema da mucha flexibilidad en los distintos segmentos de la cadena. Lo importante: la speedfactory creará 160 empleos directos en Ansbach, ahorrando miles de empleos directos en Asia. Es decir, no solo desplazará trabajos geográficamente, sino que los desplazará también en términos netos — destruyendo más de los que crea— . Los ganadores y perdedores de la globalización no se agrupan solo por actividades, sino también globalmente, y los países en desarrollo con mano de obra barata es probable que estén, al menos en lo inmediato, del lado de los perdedores.

Y si bien la automatización es relativamente reciente — ¡no hemos visto nada aún!— , ya hay evidencia de su impacto en el empleo; un estudio reciente estima que, aun tomando en cuenta su efecto positivo sobre la productividad y la producción, la inclusión de un nuevo robot cada 1.000 trabajadores baja la tasa de empleo un 0,34% y los salarios un 0,5%.

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Historia circular. “Esto ya ocurrió en el pasado.” Esa suele ser la respuesta cuando se plantea la preocupación por el desempleo tecnológico. Es cierto, algo de esto ya ocurrió. Cuando la Revolución Industrial destruyó trabajo en el campo, lo compensó con creces en las líneas de producción de las fábricas urbanas. Y, más tarde, cuando la revolución técnica redujo la intensidad de trabajo en las líneas de producción, lo compensó con creces con el aumento de la demanda de servicios, a medida que aumentó el ingreso disponible, consecuencia a su vez del incremento de productividad, fruto de la revolución técnica.

Todos felices. Esto no solo ya ocurrió, sino que el proceso fue descripto con asombrosa precisión por los economistas, mucho antes de que sucediera. Según la “hipótesis de los tres sectores” — elaborada, entre otros, por el neozelandés Allan Fisher, el australiano Colin Clark y el francés Jean Fourastié— , a medida que nos desarrollamos, la actividad económica se desplaza de la extracción de recursos naturales (sector primario) a la elaboración de manufacturas (sector secundario) y, por último, a la provisión de servicios (sector terciario). Los países pobres y subdesarrollados basan sus ingresos en la producción primaria; los semidesarrollados viven de la producción secundaria; los más avanzados, de la terciaria.

Así narrada, la historia del empleo no tiene nada de circular, pues un sector fue compensando al otro de manera lineal, evolutiva. En La gran esperanza del siglo XX, publicado en 1949, Fourastié veía al crecimiento relativo del sector servicios (la “terciarización”) como sinónimo del aumento de la calidad de vida, asociada a la universalización de la seguridad social, la educación y la cultura. Esta mejora dependería de la capacidad del Estado para redistribuir la riqueza y así contrarrestar la inequidad a la que llevaría la revolución técnica.

¿Por qué aparece el concepto de “actividades cuaternarias”? Porque los servicios no resultaron ser tan homogéneamente sofisticados como pensaba Fourastié, ni tan resilientes a la tecnología. En el sector servicios conviven trabajos rutinarios, de baja calificación y, en última instancia, automatizables (personal de limpieza, albañiles, choferes, etcétera), con el trabajo artesanal, de alta calificación e inherentemente humano de educadores, investigadores, diseñadores e ingenieros — en palabras más recientes: la “economía del conocimiento”— . ¿Dónde ubicaríamos a los programadores? Si bien hoy los asociamos al sector cuaternario, en el futuro probablemente se integren al terciario. La inteligencia artificial no es inteligencia humana, pero avanza cada día más; tarde o temprano, el componente del trabajo en el sector servicios que no sea de naturaleza “humana” — una definición sobre la que volveremos más adelante— será probablemente sustituido.

Ahora bien, salvo que surja un quinto sector en el que la máquina no tenga incidencia, pensar que los trabajos tradicionales serán reemplazados por otros nuevos es creer ciegamente en la circularidad de la historia o en la magia del mercado. A esta altura, ya debería estar clara al menos una de las diferencias entre esta “revolución” y las anteriores: hoy la máquina no emula solo al hombre como trabajador físico, sino que lo clona como trabajador intelectual, como pensador e incluso como creador. En la Revolución Industrial, las manos del artesano textil fueron reemplazadas por el telar mecánico, manejado por las manos de un trabajador de baja calificación — o, en sus inicios, por las diestras manos de un niño— .

En la segunda Revolución Industrial, las manos de los trabajadores textiles (uno por máquina) fueron reemplazadas por la línea de producción, un operador accionando ad náuseam cada pequeña tarea (botón, palanca, manivela) hasta la alienación. En la tercera Revolución Industrial, las manos del trabajador pasaron de actuar sobre la pieza a hacerlo sobre el tablero de control numérico.

En la cuarta Revolución Industrial, el tablero actúa solo. Así, la tecnología ya no solo reemplaza las manos y el músculo del trabajador, sino que también sustituye su cerebro. Por eso, la digitalización implica mucho más que un robot repositor, es un sistema de reposición que aspira a eliminar el componente humano. Por eso, también, es rápida la penetración de los programas de inteligencia artificial ( robots inmateriales) en las actividades del sector cuaternario (por ejemplo, sustituyendo programadores).

Uber-sustitución. Hoy en día, sabemos que la sustitución de la labor humana no es solo un problema del empleo industrial, ni involucra solo a las máquinas, resulta además casi tan acelerada en el sector servicios como en el de las manufacturas, y sus causantes no son androides sino programas. Tal vez el caso más debatido de sustitución tecnológica en servicios sea el de los vehículos autónomos de pasajeros y de carga, que ya han testeado con éxito compañías como Uber o nuTonomy — un desprendimiento del MIT— en Arizona, Boston, Pittsburgh o Singapur. Se estima que, a principios de la próxima década, entre el 10 y el 20% de los automotores será autónomo y que, probablemente a mediados de siglo, esta proporción superará el 80%.

El impacto negativo del auto sin conductor en el empleo del sector es evidente. El McKinsey Global Institute (MGI) predice que en ocho años un tercio de todos los camiones se conducirá solo. Un informe de 2016 del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca estima que entre 2 y 3 millones de trabajadores del transporte (entre el 60 y el 80% del total en los Estados Unidos) podrían volverse redundantes a medida que se extienda la inteligencia artificial y se implemente la conducción autónoma.

Acá cabe hacer notar que no estamos hablando de la llamada “economía colaborativa” (sharing economy), encarnada en Uber o Lyft, tal como hoy los conocemos. Estos sistemas, en su versión inicial, no sustituyen trabajo. De hecho, al eliminar barreras de entrada en el mercado del transporte urbano particular, profundizan la competencia de oferta, reducen el precio del servicio y estimulan la demanda: más gente usa taxis o remises para trasladarse — muchas veces a expensas de modos de transporte público más eficientes en términos de tránsito y cuidado ambiental, como el subterráneo— . Es decir, el total de horas trabajadas por cada conductor — como probablemente también el número de conductores— aumenta. De manera análoga, el mismo sistema aplicado al transporte de cargas eleva la competencia entre camioneros, pero no elimina puestos de trabajo, solo cambia su composición: menos trabajadores de convenio, más cuentapropistas. En ambos casos, el conflicto es entre viejos y nuevos conductores; entre taxistas y camioneros, de un lado, y choferes particulares, del otro.

La verdadera amenaza para el empleo en el sector del transporte urbano de pasajeros y del transporte interurbano de cargas se dará cuando los conductores, viejos y nuevos, sean reemplazados por vehículos autónomos. Si bien el transporte es el caso más visible de la sustitución tecnológica de servicios, probablemente no será el primero. La evidencia en este sentido se acumula de manera exponencial. Basta googlear “robots + trabajo” para encontrar una larga lista de ejemplos: robots mozos en Wendys, recepcionistas de hotel en Japón, cocineros de hamburguesas en CaliBurger, repartidores de Piaggio o minivehículos autónomos de Starship, robots que hacen diagnósticos médicos, gestores de fondos de BlackRock y JP Morgan, o escribas virtuales como los diseñados por Narrative Science y Automated Insights — capaces de producir reportes básicos llenos de datos para fanáticos del deporte o de la timba bursátil— .

En breve tendremos robots abogados recolectando jurisprudencia en el sistema anglosajón — los abogados argentinos, por ahora, están menos expuestos a esa tecnología— y aplicaciones como Google Home o Amazon Echo Dot (Alexa) sustituyendo parte del trabajo doméstico. Al momento en que este libro llegue a las librerías, la lista de nuevos productos tendrá el doble de líneas — o el cuadrado, siguiendo la tendencia exponencial— . En todo caso, no tiene sentido llevar la cuenta porque todos los días surge un nuevo producto tecnológico. Y nosotros, los humanos, en tanto consumidores, compramos el cambio. Un informe de Accenture, sobre la base de una encuesta realizada a 26.000 individuos de 26 países, señala que, si bien hace unos pocos años los consumidores se resistían a los “chatbots” — robots que conversan— y demás servicios computarizados de atención al cliente, hoy el 62% se siente cómodo con ellos — están siempre disponibles, son menos sesgados, responden rápidamente, etcétera— .

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Es más, el 64% señala que las máquinas se comunican de manera más respetuosa. El informe también menciona el crecimiento de la “hiperpersonalización” y el entusiasmo que demuestran los consumidores frente a la realidad aumentada y la realidad virtual en sus múltiples aplicaciones, desde juegos y apps educativas hasta para interactuar virtualmente con amigos o familiares y obtener información localizada sobre los sitios que uno visita. Los consumidores valoran los servicios personalizados, que se moldeen específicamente para ellos, aunque este último aspecto de la digitalización, como veremos más adelante, esconde su lado oscuro.

Desmaterializado. Es fácil entender cómo un robot puede armar un iPhone: se descompone minuciosamente el repetitivo proceso de la línea de armado en un número finito de acciones — del mismo modo en que lo hacía el fordista tradicional— y se programa la máquina para que las emule. Hace tiempo que los robots intervienen en las líneas de producción industriales. Es fácil también concebir que un dron haga el envío de un paquete, una tarea no muy distinta a la de mover objetos en un depósito (o hacer una entrega remota de pequeñas bombas).

Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de automatización? ¿Por qué esta vez la ola de sustitución de empleo debería ser diferente, reemplazando ocupaciones de todo tipo de sofisticación, incluso las que implican el trato y la creación humanos? ¿Dónde está hoy el límite de esta sustitución y qué hace falta para desplazarlo? Para entender lo que está en juego en la automatización es necesario comprender de qué se trata la inteligencia artificial y cómo un giro en su evolución la hizo a la vez menos inteligente y más poderosa. Imaginemos un programa para caracterizar la respuesta de un humano a determinado estímulo.

*ECONOMISTA. Autor de "Después del Trabajo. El empleo argentino en la cuarta Revolución Industrial".

por Eduardo Levy Yeyati*

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