En el partido que se jugó en Helsinki, la capital de finlandesa en el sur del país, Putin fue el dueño de la pelota y Trump el que se la sirvió en bandeja para que se floreara y se fuera un goleador nato.
Ni bien clausuró el Mundial de Rusia, el líder más astuto y hábil de este tiempo protagonizó una cumbre que humilló a Estados Unidos. Pero cometió un error: debió haber usado a Trump para escenificar algo más creíble, dramatizando diferencias y tensiones que en realidad no existen entre ambos.
En lugar de teatralizar enfrentamientos personales, lo que hizo fue mostrar a Trump en una pésima actuación, atacando a los servicios de inteligencia de su país por confirmar (igual que la Comisión de Inteligencia del Senado) que hubo injerencia rusa para que el magnate neoyorquino venciera a Hillary Clinton y se convirtiera en presidente.
Afirmar que no hubo injerencia argumentando que el presidente ruso se lo acababa de asegurar, es tan absurdo que hasta los republicanos se avergonzaron por las declaraciones de Trump. Incluso Paul Ryan, el duro conservador que preside la Cámara de Representantes, salió al cruce del presidente y le recordó que Moscú “no es un aliado” de Washington. El respetado John McCain dijo que la actuación del presidente fue “una de las más lamentables que se recuerde”, mientras el ex titular de la CIA John Brennan, lo acusó directamente de “traición”. Y la vigorosa sospecha de que, por razones oscuras, Trump es un títere de Putin, se agigantó en la capital finlandesa.
Helsinki ha sido el escenario de cumbres cruciales, en las que el interés mundial de sus agendas resultaba claro y contundente.
La de 1975 entre Gerald Ford y Leonid Brezhnev fue la cumbre de la “distención”, palabra clave en medio de la Guerra Fría para llevar calma al planeta a esa altura de la Confrontación Este-Oeste y de la carrera armamentista.
La que mantuvieron en 1990 George Herbert Walker Bush y Mijail Gorbachov planteaba nada menos que el fin de dicha Guerra. Mientras que la cumbre entre Bill Clinton y el primer presidente de la Rusia post-soviética, Boris Yeltsin, debía completar la compleja tarea cuyo diseño habían iniciado Bush padre y el “padre” de la Perestroika: el traspaso a Rusia de las ojivas nucleares y los misiles del arsenal soviético repartido en otros estados que integraron la URSS, como Ucrania y Kazajistán.
Esta vez, la agenda de Helsinki resultó mucho más difusa. Por cierto, resolver qué rol tendrá Bashar el Asad en el futuro Siria no es un tema menor. Tampoco son temas menores Corea del Norte y la guerra comercial con China. Pero la cuestión central no era ninguno de esos asuntos, sino la injerencia rusa en el proceso electoral para que gane Trump. Y lo que dijo el presidente norteamericano tras la reunión permite suponer que lo analizado en Helsinki fue cómo maquillar el verdadero e inconfesable vínculo entre los dos líderes.
Ese vínculo tan inconfesable como inocultable, configura una extraña e inédita doble relación: por un lado está la que tiene e el Estado norteamericano con el Estado ruso, y por otro, la relación entre Trump y Putin.
El Estado ruso y Putin son una misma cosa. Pero no es así en el caso estadounidense y quien hoy ocupa la presidencia.
Mundial. En la antesala de la cumbre de Helsinki, estupendos goles detonaron ovaciones en estadios imponentes. Formaban parte de un gol más abarcador, que se producía sin el clamor multitudinario.
Las miradas del mundo convergían sobre Rusia encontrando ciudades monumentales, una sociedad cordial y un evento imponente y bien organizado. Rusia mostraba orden, alegría y esplendor. La contracara de aquel gigante burocrático y gris, con sociedad regimentada por el totalitarismo, que el mundo vio en los Juegos Olímpicos de 1980.
Todos los goles del Mundial fueron parte del gran gol que convirtió Putin, el verdadero goleador de la competencia internacional de este tiempo. No es el único. Xi Jinping también se está comiendo la cancha. Pero lo del líder ruso es maradoniano. Lanza avasallantes ofensivas, elude obstáculos y se zambulle con osadía en pos de conquistas ovacionadas por la mayoría de los rusos, arrinconando a las significativas minorías que aún se atreven a enfrentarlo.
El Mundial de Fútbol no fue el único gol del presidente ruso durante el mes del torneo. Que el primer ministro de Italia reclamara en la cumbre del G-7 el levantamiento de las sanciones que pesan sobre Moscú desde la anexión de Crimea, fue otra anotación del jefe del Kremlin.
El gobierno italiano que encabeza formalmente Guiseppe Conte pero dirige de hecho el ministro del Interior Matteo Salvini (líder de la ultraderecha que se impuso en las últimas elecciones), se identifica más con el liderazgo ruso que con los de Alemania y Francia.
Preferencia que quedó expuesta en la cumbre de Quebec, donde Trump reclamó que Rusia sea reintegrada a esa mesa de potencias económicas, antes de dar el portazo sin firmar la declaración final del encuentro.
No fue lo único que Donald Trump hizo por Putin mientras el mundo dejaba de hablar de sospechosos envenenamientos; de complicidad con los crímenes del régimen sirio y del conflicto que reduce el mapa de Ucrania, para hablar del Mundial de Rusia.
El presidente norteamericano trabajó todo el mes en favor de las jugadas de Putin en el tablero geoestratégico. Fue a la cumbre de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) a embestir contra los socios europeos.
Y fue Trump quien frustró la reunión prevista para que la Alianza Atlántica escuchara a representantes de Georgia, la república caucásica que perdió territorio abjasio por la intervención del ejército ruso; y de Ucrania, el país que intenta retener la región del Donbass tras perder Sebastopol y el resto de la estratégica península del Mar Negro anexada por Rusia. Ambos países ex soviéticos quieren ingresar a la OTAN contra la voluntad de Moscú, y la reunión que hizo fracasar Trump tenía que ver con eso.
El jefe de la Casa Blanca interrumpió la sesión repitiendo los destemplados cuestionamientos a los socios que ponen en la coalición militar menos dinero que Estados Unidos. Y obviamente, si a alguien le convenía que quedaran eclipsadas las voces de Ucrania y Georgia, y que las embestidas de Trump agrietaran la OTAN, es a Vladimir Putin.
En su tablero geopolítico lo más conveniente es una Europa desunida. Y eso es lo que Trump propició al criticar el “Brexit suave” propuesto por Theresa May al Parlamento británico. El magnate neoyorquino se zambulló en la interna tory, a favor de Boris Johnson, quien acababa de renunciar al Foreing Office por oponerse a que Gran Bretaña y la UE mantengan la conexión que implica una unión aduanera.
En otro rapto de incontinencia, Trump clamó que Johnson, ese archienemigo de la Unión Europea que procura el divorcio total entre Londres y Bruselas, debe ser el primer ministro. Nadie se sorprendía, ya que Trump había apoyado el Brexit desde que empezó a impulsarlo su amigo inglés Nigel Farage con el ultraderechista Partido Independiente del Reino Unido. Por eso Londres recibió a Trump con una manifestación de protesta como nunca se había visto durante la visita de un líder norteamericano.
La multitud que lo repudió en la plaza de Trafalgar expresó lo que siente gran parte de los británicos desde que el país deambula en el laberinto del Brexit, sin encontrar la salida esplendorosa de la que hablaban demagogos como Farage y Johnson.
Grietas. Mientras las relaciones entre las potencias occidentales se debilitaban y producían postales patéticas como las cumbres del G-7 y la de la OTAN, Putin brillaba en los palcos de los estadios y clausuraba la copa saludando a los campeones.
Lo único que no le salió a pedir de boca es que Croacia dejara fuera de competencia a Rusia, y que en el torneo afloraran las grietas balcánicas. El siglo XX estuvo plagado de conflictos entre Croacia y Serbia, ambos tan eslavos como los rusos, pero con culturas diferenciadas por siglos de pertenencia a distintos imperios: el austro-húngaro y el otomano.
Serbia siempre fue la protegida de Rusia, imponiendo forzadas alianzas eslavas a los germanizados croatas y eslovenos.
Tras la Primera Guerra Mundial, que comenzó entre Serbia y Austria-Hungría y en la que Rusia fue la primera en sumarse a favor de los serbios, Belgrado y Moscú lograron imponer el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos; que se disolvió durante la Segunda Guerra Mundial y renació, pero como Estado comunista bajo la conducción del mariscal Tito. La disolución de Yugoslavia implicó guerras entre croatas y serbios, dejando rencores que se insinuaron en el Mundial de Rusia, aunque no alcanzaron a opacar el evento deportivo.
Tampoco lograron el impacto que buscaban las mujeres que invadieron la cancha en la final Croacia-Francia. Eran las Pussy Riot, banda punk que defiende a las minorías sexuales y, en el 2012, hizo un recital de protesta en la catedral moscovita denunciando el autoritarismo homofóbico de Putin con la complicidad del patriarca ortodoxo Cirilo I.
Las mujeres que corrieron sobre la gramilla fueron detenidas. Su alocada y breve carrera entre los jugadores croatas y franceses, intentó recordarle al mundo que, por protestar contra el poder político y el religioso que imperan aliados en Rusia, estuvieron dos años en prisión.
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