Los líderes fascistas de la primera mitad del siglo 20 ejercitaban un histrionismo falaz, pero carismático y sofisticado. En cambio los líderes fascistas de ahora son bufonescos.
Además de criminales delirantes, sus antecesores eran solemnes manipuladores de la realidad y astutos falsificadores de la historia, mientras que sus herederos son personajes vulgares con retórica obtusa.
Jair Messias Bolsonaro es un ejemplo. Ni siquiera puede camuflar su violencia con una simulada seriedad que luzca alguna reflexión. Expresa sus desprecios de manera grotesca. Ese rasgo es parte del fenómeno que avanza sobre el gigante sudamericano que, hasta hace poco, se ilusionaba con entrar al club de las superpotencias.
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En rigor, con Trump en la Casa Blanca y Matteo Salvini conduciendo Italia desde el Ministerio del Interior, se justificaría mantener esa ilusión. En definitiva, hasta en la culta Canadá irrumpió la demagogia xenófoba. La sorpresa del reciente comicio en Quebec fue la caída del Partido Liberal. Junto a independentistas y conservadores, lo barrió en las urnas el discurso antiinmigrante de Francois Legault y su Coalición Avenir Quebec (CAQ).
Gran sorpresa. Que un alguien como Bolsonaro llegue a ser el principal protagonista en una elección coloca a Brasil en la dimensión de las democracias con tendencia suicida; esa ruta de la civilización que, en pleno ataque de pánico, huye a refugiarse en el autoritarismo.
La excepción que se vuelve regla es el voto a demagogos que, como Bolsonaro y su compañero de fórmula, el general Hamilton Mourao, promueven con un discurso truculento el autoritarismo, la violencia y el odio racial, además del aborrecimiento a las diversidades.
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El fenómeno tiene causas internas y externas. Una causa externa es la ola anti-sistema que recorre el mundo encumbrando a personajes como el filipino Rodrigo Duterte, un criminal confeso.
En América, los últimos ejemplos del fenómeno fueron el triunfo en la primera vuelta del fundamentalista evangélico costarricense Fabricio Alvarado, peligro conjurado en el ballotage, y el sismo electoral con epicentro en Quebec que sacudió a la rica, diversa y elegante Canadá.
Las incertidumbres y miedos que genera esta etapa traumática de la globalización desgastan a las dirigencias políticas tradicionales, abriendo paso a nuevas demagogias. A eso se suma la reacción agresiva y recalcitrante contra el acelerado reconocimiento a las diversidades étnicas, culturales y sexuales.
Con su discurso homofóbico, la demagogia militarista conquista el fervor de los sectores que confunden el respeto a la diversidad sexual con un “plan para homosexualizar al mundo”. A esas causas de escala global, Brasil agrega la decadencia ética de su propia dirigencia, expresada en la corrupción que financió la política durante décadas y ahora allana el camino a quienes proponen patear tableros, aunque sean tipos vulgares con discursos violentos. Y la corrupción es el único marco en el que el voto a Bolsonaro resulta razonable, por ser uno de los pocos legisladores que no han sido salpicados por el “mensalao” ni por el “petrolao” ni por ningún otro escándalo.
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Entre las causas también está la aguda y prolongada recesión, percibida como un fracaso y una responsabilidad que comparten las izquierdas y derechas que convivieron en los gobiernos encabezados por el PT.
Finalmente, están en las negligencias y mediocridades de la dirigencia democrática. En la centroderecha, el PMDB y el PSDB chocaron entre sí neutralizándose mutuamente; mientras que en la centroizquierda, Lula impuso un candidato cuyo perfil académico genera rechazo en el poderoso brazo sindical del PT, con una candidata a vicepresidente que por ser del Partido Comunista repele los votos moderados que son indispensables para ganar un comicio.
Haddad restó apoyo entre los obreros paulistas y Manuela D’Avila, la secretaria general del PC, restó competitividad en la clase media y en el voto centrista que busca candidatos moderados.
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Más inteligente que imponer esa fórmula habría sido alinear al PT con la candidatura del centrista Ciro Gomes. Pero a pesar de la imperiosa necesidad de conjurar la demagogia militarista, en la centroizquierda no hubo entendimiento para resolver una ecuación compleja: el partido más débil (PDL) postuló al candidato más fuerte (Gomes), mientras que el partido más fuerte (PT) postuló al candidato más débil (Haddad).
A los partidos tradicionales les faltó inteligencia y estatura histórica para enfrentar a la demagogia militarista. No obstante, aún con su mediocridad y sus indecencias, son la opción más racional frente a semejante desafiante.
Segunda vuelta. Para el ballotage, mientras Bolsonaro modera su discurso para ganar el voto que está más allá de su electorado híper-conservador, ciertas usinas intentan instalar que Brasil quedó ante “dos opciones extremistas”: el PSL y el PT. Eso es falso. Al PT se le pueden criticar muchas cosas, pero considerarlo extremista es absurdo. Con todos los defectos que se le quieran señalar, es centroizquierda. Y falsear esa realidad es una jugada oscura.
También fue oscuro el aporte de los jueces al inquietante ascenso extremista. Que hayan dejado fuera de carrera a Lula se puede justificar en la aplicación de la Ley. Pero prohibirle al PT usar su imagen en los afiches y spots televisivos de Haddad, prohibiéndole además las entrevistas y la difusión de mensajes suyos, se parece más a la censura que a una equilibrada aplicación de la Ley.
La contracara es que ni Bolsonaro ni Mourao ni los demás militares que integran la plana mayor ultraderechista han sido sancionados por las reivindicaciones de la tortura, el asesinato y otros crímenes de lesa humanidad que, junto con incitaciones al golpe de Estado, hicieron de manera reiterada.
Por cierto, también el sujeto que apuñaló a Bolsonaro hizo su aporte al fenómeno. El cobarde atentado convirtió en víctima a un apologeta de los victimarios. Y de paso le regaló una coartada a su ausencia en los debates con los otros candidatos. Un escenario en el que sólo podía perder.
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