Es un lugar común que tranquiliza a los progresistas en su presunto bienpensar: Jair Bolsonaro es de derecha y punto. Se trata de un razonamiento inmóvil, congelado en el sinuoso tiempo de los disparatados discursos electorales, que sólo sirve para remachar la inamovible postura previa de quien elige pensar de un modo tan autorreferencial. Lo cierto es que el "derechismo" del ex capitán explica poco y nada, sobre todo a la hora de anticipar lo que vendrá.
(Lea también: Ganó Bolsonaro: la culpa progresista)
Ya lo dice el refrán: "Más mentiroso que político en campaña". ¿Por qué creer que Bolsonaro dijo toda la verdad? ¿Porque le ganó con frases descerrajadas al "izquierdista" Fernando Haddad?
Voy a permitirme confesar que Bolsonaro me recuerda mucho a Hugo Chávez, algo que sin dudas molestará tanto a chavistas nostálgicos como a repentinos bolsonaristas. Me refiero al Chávez inicial. El de 1999. El teniente coronel del Ejército Nacional de Venezuela que intercambiaba efusivos elogios con Carlos Saúl Menem y se sacaba fotos abrazándolo, de saco y corbata, para mostrarse desmilitarizado, amigo de los amigos de los Estados Unidos y, así, comenzar con la mayor calma posible un proceso político que vean cómo transcurrió. Y en qué terminó.
(Lea también: Bolsonaro lo hizo: los Menem celebraron el triunfo de la derecha en Brasil)
Bolsonaro eligió un camino estético inverso. Colgó el traje y volvió a calzarse la chaquetilla verde oliva para la campaña. Suena, si se quiere, lógico. Su tiempo se inicia con 15 años de PT encima, cuyo colofón fue el desprestigio de la dirigencia política y empresaria. Su base inicial de poder son las FF.AA., el Poder Judicial, el sector agropecuario y el evangelismo. Es fruto del hartazgo mayoritario al hegemonismo petista, incluso entre ex votantes de Lula y hasta en sectores beneficiados por sus elogiables políticas de inclusión.
Valdría la pena no olvidar, sin embargo, que Lula ganó en el 2003 aliado con el "derechista" José Alencar y en poco tiempo se convirtió en el niño mimado del establishment internacional, obviamente más por el brillo del BRIC que por las nebulosas del Mercosur. Cuando Da Silva venía a disertar en los coloquios de IDEA, muchos que hoy aplauden el extemporáneo anticomunismo de Bolsonaro le chupaban las medias con enorme placer. Por aquellos tiempos, altos referentes del PRO como Diego Santilli declaraban que "el modelo de Mauricio Macri para la Argentina es el de Lula en Brasil" y el propio Macri, no hace mucho, se sacaba fotos alegres con el hoy derrotado Haddad, entonces alcalde de la poderosa San Pablo.
(Lea también: Elecciones en Brasil: Argentina en la era Bolsonaro)
También es demasiado habitual el intento de abordar la realidad de otro país con las categorías y reflejos con qué terminamos no entendiendo el nuestro. Esta enfermedad excede a los progres, desde luego. Brasil fue monárquico, esclavista y patriarcal hasta hace "apenas" 130 años. Hace dos décadas, se hizo un plebiscito para repensar el modo de gobierno: la monarquía constitucional se planteó como opción y tuvo el 5% de apoyo. El país vecino dejó de ser imperio para convertirse en unión de estados por un golpe militar. Sus uniformados, al igual que en el resto de América Latina, fueron protagonistas de la política brasileña durante todo el siglo XX, pero (a diferencia de otros, como la Argentina) salió de su última dictadura con Fuerzas Armadas no tan desprestigiadas, cuyo poder el mismo Lula reforzó al asignarles tareas territoriales concretas en el combate al narcotráfico. El problema de fondo, allí, no es el regreso de los militares a la política, sino por qué la dirigencia civil de cualquier signo siempre termina defraudando. Según encuestas recientes, sólo el 13% de nuestros vecinos cree sin dudar que la democracia es el mejor sistema para satisfacer las necesidades de la sociedad.
Queda por verse de qué se tratará el "modelo Bolsonaro". Cuesta creer, a priori, que el nacionalismo brasileño se entregue, manso, a otros designios imperiales.
*JEFE DE REDACCIÓN de NOTICIAS.
Comentarios