Antes de mudarse a la Casa Rosada, Mauricio Macri nos aseguró que “eliminar la inflación será la cosa más simple que tenga que hacer si soy presidente”.
Desgraciadamente para él, buena parte de la población coincidía. Lo mismo que el ingeniero que, envalentonado por los éxitos que supo acumular como CEO del club Boca Juniors primero y jefe del gobierno de la ciudad de Buenos Aires después, se suponía capaz de solucionar todos los problemas socioeconómicos del país en un par de años sin pedir demasiados sacrificios, hay muchísimos que creían, y que siguen creyendo, que si un mandatario no logra parar en seco la inflación y reducir la pobreza será porque es asombrosamente inepto y mezquino o, lo que sería peor, que está al servicio de siniestros intereses foráneos resueltos a vaciar el país de sus riquezas.
La inflación es el síntoma más visible, y de por sí más dañino, de la negativa tajante del grueso de la ciudadanía y de una proporción sustancial de los políticos profesionales a reconocer que la Argentina es en verdad un país relativamente pobre, no tanto como algunos africanos y centroamericanos o, claro está, la Cuba de los Castro y la Venezuela chavista, pero a menos que cambie mucho, pronto podría llegar a serlo. El ejemplo brindado por aquellos dos países nos recuerda que, manejados por ideólogos más interesados en relatos –“el socialismo”, “la revolución”– que en el bienestar de la gente, hasta los más dotados de recursos naturales y talento humano pueden hundirse en la miseria.
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No es ninguna casualidad el que aquí se haya hecho rutinario sufrir durante décadas tasas inflacionarias que son muy superiores a las del mundo desarrollado, ni que a partir de mediados del siglo pasado, cuando la moneda nacional comenzó a perder valor a un ritmo enloquecido, haya crecido menos que casi todos los demás salvo los gobernados por comunistas fieles a dogmas decimonónicos. De haber evolucionado en el mismo lapso como hizo el vecino Chile luego de los años setenta, la Argentina tendría un ingreso per cápita bien superior a los de España o Italia.
El próximo inquilino de la Casa Rosada que, es de suponer, será Alberto Fernández, tendrá que elegir entre tratar de combatir la inflación, este monstruo insaciable que ya ha devorado a vaya a saber cuántos presidentes nacionales y podría engullir a algunos más, y convivir con ella. Ninguna opción le sería del todo grata. Lo más racional sería declararle la guerra desde el vamos, pero puesto que las medidas necesarias para frenarla suelen ser terriblemente impopulares, a lo mejor contará con una “ventana de oportunidad” muy breve en que probar suerte, una en que los perjudicados por lo que hiciera acepten que todo fue culpa de Macri.
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Así y todo, aquí el tiempo corre muy rápido y en tal caso Alberto F. no tardaría en verse acusado de traicionar a quienes habían confiado en las vagas promesas de campaña formuladas por sus colaboradores. Para más señas, no puede sino saber que, en lo que sería el oficialismo, hay muchos que, acostumbrados como están a protestar con furia justiciera contra cualquier política económica que les parece “ortodoxa” o “liberal”, lo tomarán por un infiltrado macrista y lo tratarán como tal.
Alberto y sus asesores más racionales sabrán que, si asumen una postura pasiva frente a la peligrosa crisis financiera desatada por su triunfo en las PASO, hay un riesgo de que el país sufra una nueva conflagración hiperinflacionaria como las que hicieron tan dramáticas las semanas finales de la gestión de Raúl Alfonsín y la primera etapa de la de Carlos Menem hasta que Domingo Cavallo lo rescató con su plan de convertibilidad.
El que, después de varios años en que pareció funcionar, aquel intento de poner las cosas en su lugar dolarizando parcialmente la economía tuviera consecuencias tan nefastas sólo mostró que, para la Argentina, la estabilidad monetaria es un chaleco de fuerza insoportable. De más está decir que virtualmente nadie interpretó de tal manera lo que había ocurrido.
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De todos modos, aún cuando no haya un estallido tan tremendo como los de los tiempos de Alfonsín y Menem, negarse a enfrentar la inflación permitiría que el país siguiera empobreciéndose mientras el Presidente rece para que una buena cosecha o Vaca Muerte le permita conservar el poder hasta las elecciones próximas.
Alberto y quienes lo rodean quieren mantener vivas las ilusiones del electorado acerca de las perspectivas económicas ante el país. Como Macri en 2015, se han habituado a dar a entender que un cambio de gobierno será más que suficiente como para modificarlas, pero, por motivos comprensibles, no quieren explicar lo que se proponen hacer una vez en el poder, de ahí la incertidumbre que se ha apoderado de los mercados.
En las PASO, los votantes no sólo dejaron malherido al Presidente sino que también asestaron un golpe a su eventual reemplazante. En los más de dos meses que, según el calendario vigente, nos separan de las elecciones genuinas, Alberto tendrá que colaborar con Macri para impedir una reedición del pánico que siguió al abandono de la convertibilidad sin por eso entrar en detalles acerca de lo que tiene en mente. Ya le está resultando difícil mantener el equilibrio. No quiere “cogobernar”, pero tampoco puede comportarse como un candidato normal resuelto a criticar todo cuanto haga su rival, el que, por su parte, está tratando de arañar algunos votos más con medidas que, en su encarnación pre PASO, hubiera denunciado como paliativos populistas del tipo que, a lo sumo, sólo sirven para brindar una sensación de alivio pasajero.
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Puede que al nuevo ministro de Hacienda, Hernán Lacunza, no le guste mucho la versión blanda, más gradualista que nunca, de la política económica que Macri ha adoptado con la esperanza de tranquilizar a los mercados sin enojar aún más a un electorado cada vez más hostil, pero, como el radical Jesús Rodríguez en las postrimerías de la gestión de Raúl Alfonsín, está dispuesto a emprender lo que a primera vista parece ser una misión imposible.
Aunque Macri fantasea con una remontada parecida a las protagonizadas por aquellos equipos de fútbol que, luego de estar perdiendo tres o cuatro a cero, logran dar vuelta el partido, lo más probable es que sea derrotado en octubre por un margen aún más abultado que el registrado en las PASO. ¿Y entonces? Entonces, el ganador se encontrará en una situación muy similar a la que enfrentó el Presidente actual en diciembre de 2015; estará a cargo de un país congénitamente facilista en que la mayoría es reacia a reconocer que las arcas están casi vacías.
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Para complicarle aún más la vida a Alberto F., a diferencia del Macri de cuatro años antes no le será dado congraciarse con los poderosos del mundo para que le presten dinero a tasas accesibles sin romper con sus propias bases políticas, es decir, con Cristina y su tropa. Si no sobreactúa, los inversores, tanto extranjeros como argentinos, continuarán huyendo de lo que para ellos está por ser una zona de desastre, con el resultado de que tendría que depender de los escasos recursos que estén a mano. Por malo que haya sido endeudarse hasta el cuello, por lo menos ayudó a hacer más soportable el ajuste que los macristas, acorralados por las circunstancias, se vieron obligados a emprender.
Alberto debe el triunfo arrollador que le dieron las PASO a la convicción al parecer mayoritaria de que debería haber una alternativa indolora a la austeridad predicada, pero durante varios años apenas practicada, por el gobierno “neoliberal” del ingeniero Macri. Puede que él mismo tenga sus dudas acerca de la alternativa tan deseada, pero por motivos evidentes se ha resistido a decirlo en público. Antes bien, ha dado a entender que, una vez liberado de la inoperancia del macrismo, el pueblo disfrutaría nuevamente de la felicidad perdida. Aunque últimamente ha comenzado a advertir que, a causa del despelote provocado por Macri, el renacimiento previsto no será inmediato, hasta octubre no le convendría ser mucho más explícito.
Como todos los gobiernos de los años últimos, el presuntamente entrante tendrá que intentar reconciliar a la gente con una realidad que no guarda relación alguna con sus expectativas mínimas. La forma tradicional de hacerlo consiste en atribuir todos los males a enemigos de la Patria, entre ellos a los integrantes del gobierno anterior, con tal que no fuera de la facción propia. Otra es falsear las estadísticas para no ofender a los estigmatizados por las más humillantes, o pasar por alto lo que está sucediendo en el conurbano bonaerense, como en efecto hicieron los macristas que se ilusionaban con un “cambio cultural” que les permitiría cosechar una cantidad impresionante de votos en las PASO.
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Si bien los peronistas son los campeones mundiales cuando es cuestión de hacer de sus propios fracasos una fuente de poder político, en esta oportunidad no les resultará tan fácil lograrlo ya que no habrá mucha plata para repartir. Expertos consumados en aprovechar crisis atribuibles a la voluntad colectiva, que ellos mismos estimulan, de vivir muy por encima de los medios disponibles, se oponen automáticamente a los esfuerzos por resolverlas. No extrañaría, pues, que para gobernar, Alberto necesitara la benevolencia de quienes hoy en día simpatizan con Macri porque no podrá confiar en la lealtad del ala militante del movimiento que representa.
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