Hace más de dos mil años, Hipócrates escribía que las enfermedades más catastróficas se daban en el contexto de un aumento de la "bilis negra", uno de los humores que dominaban el pensamiento médico por aquellos tiempos. La bilis negra era el más ominoso de los humores, descripto como una melancolía profunda que se relacionaba con dos de los más temidos trastornos para la salud de las personas: el cáncer y la depresión. Con el tiempo, estos conceptos de la medicina antigua fueron perdiendo fuerza y la depresión (que a eso se referían Hipócrates y sus sucesores) perdió entidad como enfermedad y ganó en estigmas y negación.
Es la mayor responsable de pérdida de años por discapacidad, afecta a 350 millones de personas en todo el mundo y ocupa el noveno puesto en el ránking de enfermedades riesgosas. Sin embargo, está muy subdiagnosticada y la mayor parte de quienes la padecen no sigue un tratamiento estable debido al estigma que trae consigo. Los trastornos del ánimo, en la Argentina, oscurecen la vida de poco más del 20% de la población (según cálculos generales, porque no hay estadísticas oficiales) pero aún así son vividos como algo a ocultar.
Común pero escondida, peligrosa pero incomprendida, la depresión no cuenta con tratamientos que garanticen la cura a todos los pacientes, la medicación disponible actualmente resulta efectiva sólo en menos de la mitad de los casos. El cáncer (por poner el mismo ejemplo que tanto preocupaba a los primeros médicos), cuenta con muchos más avances en investigación, diagnóstico, tratamiento, y en presupuestos y donaciones para seguir avanzando en la lucha contra los tumores.
“Esta no es mi mujer, me la cambiaron. No pone voluntad para salir”, describe Eduardo G.. El hombre, sencillamente, no logra comprender que cuando la depresión llega enferma a todo el organismo. Que querer no es siempre poder, y que sentirse deprimido es mucho más que estar triste. Mucho más y muy diferente. “La tristeza es una reacción vivencial normal, que se da cuando una persona pierde algo que valora mucho –explica el psiquiatra Marcelo Cetkovich Bakmas, Jefe del Departamento de Psiquiatría del Instituto de Neurología Cognitiva, INECO -. No es una enfermedad, es claramente explicable por algún evento puntual y tiene una extensión más breve”.
Nelson Freimer, genetista psiquiátrico que trabaja en la Universidad de California lo describe de manera muy clara: “La mayoría de la gente piensa que la depresión es algo que todos sentimos. Y creen que lo que hay que hacer es sacudirse las medias y volver al trabajo”.
Sin embargo, no es así. “La depresión es una enfermedad con componentes y causales psicobiológicos y ambientales –describe Cetkovich Bakmas-. Es una enfermedad porque tenemos muchos marcadores que la señalan, pero con lo que no contamos es con algo tan automático y objetivo para todo el mundo como un electrocardiograma que muestre el daño. Lo que sucede entonces es que la clínica dice que la persona no puede levantarse sola, mientras que la sociedad asegura que debe hacerlo. Y los enfermos empeoran”.
Diversos estudios indican un nuevo camino: llegar a la depresión y tratarla teniendo en cuenta que en su origen hay un actor fundamental (descubierto hace muy poco): el estrés. Reacciones del cuerpo y de la mente de las personas con depresión son muy similares a las de quien está bajo estrés, la diferencia es que mientras la segunda tiene un tiempo limitado, cuando hay depresión esas reacciones se alargan en el tiempo y llegan a cambiar, inclusive, la arquitectura del cerebro.
Señales. Diagnosticar la depresión no es algo que se pueda hacer en base a estudios de imágenes o de sangre, Para tener un diagnóstico es preciso que la persona enferma tenga una consulta extensa con un psiquiatra, y presentar cinco de los nueve criterios que establece el DSM-5 (el Manual de Diagnóstico de los Desórdenes Mentales). Pero las edades de los enfermos, los síntomas que padecen, e inclusive la respuesta a los tratamientos, varían. “Una persona puede sufrir dos episodios depresivos y, en la segunda ocasión, ser irreconocible respecto de la primera”, explica Tim Dalgleish, psicólogo clínico que trabaja en la Unidad de Neurociencias y Cognición en Cambridge (Reino Unido). Además, es común ver que muchas personas no creen que la persona tenga una enfermedad “real”.
Bajo presión. “Hay un actor fundamental en la enfermedad, que es el estrés –puntualiza Cetkovich Bakmas-. La depresión es una respuesta distorsionada al estrés”. La naturaleza perfeccionó un dispositivo que nos permite reconocer y reaccionar frente al peligro, y que en los vertebrados pone en juego al sistema nervioso autónomo, al sistema nervioso central y al sistema endocrino. Una vez pasado el peligro, los sistemas inflamatorio e inmune se ocupan de reparar los efectos del estrés.
El estrés normal, el estado de alerta que se pone en marcha cuando una persona se siente en riesgo, tiene diversos componentes y características que se repiten en la depresión. De acuerdo con Philip Gold, del área de Neuroendocrinología Clínica del Instituto de Salud Mental (NIMH) de los Estados Unidos que hizo una revisión del tema en los últimos meses, cuando las personas entramos en estado de estrés, se producen por un lado respuestas de comportamiento, y también respuestas a nivel nivel metabólico, hormonal y de producción de neurotransmisores. Así es como ante un estresor se disparan reacciones como la ansiedad (para garantizar una respuesta rápida para enfrentar el peligro), la capacidad de concentrarse solo en el problema, la desconexión de lo que sean distractores placenteros y la liberación en cascada de neurotransmisores y sustancias que preparan al cuerpo y al cerebro para ponerse en acción.
El cortisol, por ejemplo, aumenta la contractilidad del corazón, promueve la resistencia a la insulina para ayudar a la glucosa a ir al cerebro y a los lugares más estresados del cuerpo y tira hacia abajo el funcionamiento de la tiroides. Otra sustancia importante en esas reacciones es la norepinefrina, que ayuda a que se pongan en marcha las respuestas automáticas del organismo ante el estrés (consideremos que hablamos de un riesgo de vida, como el que tenía el hombre primitivo frente a un animal que lo acechaba).
Pero la norepinefrina tiene un efecto fundamental: refuerza el almacenamiento y la recuperación de las memorias emocionales negativas de largo plazo en zonas cerebrales claves como el hipocampo, la amígdala y la zona estriada. Esto, para que ante una situación que la persona juzgue similar, ya sepa cómo actuar.
El glutamato, a su vez, promueve la neurogénesis (la creación de neuronas) y la neuroplasticidad (la capacidad de las neuronas de adaptarse a los cambios). Cuando esta sustancia es excesiva resulta tóxica y entonces provoca la muerte celular y la reducción de la neurogénesis.
Finalmente, se secretan mediadores inflamatorios para aumentar la respuesta inmune en caso de daño físico. Todo esto hace que durante el estrés haya propensión a no dormir, a no comer, a no descansar y a evitar el contacto sexual. Es decir, promueve el alejamiento de todo aquello que distraiga a la persona de la situación negativa que debe enfrentar.
El caso es que, de acuerdo con Gold, todo esto ocurre también en la depresión, que llega en ciertos casos en los que ese estrés se torna crónico, y disparado por situaciones que son subjetivamente consideradas riesgosas por la persona. “Los estudios permiten constatar una reducción del 40% en una parte del córtex prefrontal. También, que las neuronas tienen menos ramificaciones y densidad de conexiones, lo que a su vez lleva a la pérdida de neuroplasticidad y contribuye a la reducción del volumen del área cerebral mencionada”, resume .
Las personas con depresión tienen su atención focalizada en lo problemático, en lo negativo, rumian y dan vueltas constamente alrededor de lo que emocionalmente los altera. También hay cambios en el funcionamiento de los circuitos de recompensa y placer: a mayor depresión, más alejamiento de ellos (anhedonia), y a más anhedonia, se produce el fortalecimiento de la depresión.
Más que mera voluntad. “Estamos estudiando la estructura más compleja, después del Universo, que es el cerebro humano. La información científica acumulada que demuestra que la depresión es una enfermedad y no un mero sentimiento subjetivo es enorme: la depresión es una enfermedad sistémica del organismo. Pero como tiene que ver con la subjetividad, no se palpa ni se ve, sino que solo la puede transmitir quien la padece, la gente desconfía”, resume Cetkovich Bakmas.
“Es fundamental comprender que las personas que sufren depresión no son vagas. No carecen de voluntad. En grados extremos, la depresión mayor puede llevar a un paciente a un estado de catatonia donde no puede ni tan siquiera hablar -enfatiza-. No es que no quiere, es que no puede, porque se encuentra en un estado extremo de inhibición. Si a esa persona le hacemos una tomografía por emisión de positrones, podremos ver su cerebro como si lo hubieran apagado.”
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