La escritora y poeta rumana Alina Diaconú, nacionalizada argentina, se autodefine como “devoradora de libros”. Basta una simple recorrida visual por su luminoso departamento en un señorial y antiguo edificio de San Telmo para comprobarlo. La mayoría de las paredes están cubiertas por bibliotecas, obras de arte, fotografías y recuerdos, pero en un orden que no apabulla; por el contrario, transmiten tranquilidad y belleza. Quizás esa búsqueda constante de armonía tenga mucho que ver con lo vivido durante su adolescencia, en el hogar familiar.
Nació en Bucarest en 1945, dentro de una casa pletórica de arte. Su padre, Aurel Vladimir, era crítico y coleccionista. “Yo amaba la pintura, podría describir uno por uno los cuadros que había en casa”, recuerda. Esa colección, de cien pinturas, quedó anclada en Rumania, cuando la familia se vio obligada a emigrar. “No podíamos llevarnos nada de valor porque formaban parte del tesoro nacional, y cuando mi padre intentó venderlos le ofrecieron una suma ridícula. Entonces decidió regalarlos a cada amigo que vino a despedirnos”, resume.
Su madre, Varinka, fue encuadernadora artesanal. “Si el rey Carol II tenía que hacer un regalo importante, le encargaba un libro. Y los comunistas, cuando necesitaban regalarle algo a Stalin, también. Hacía exposiciones y tenía coleccionistas. Usaba una técnica medieval”, rememora.
En 1959, con la ayuda de Irina, una tía docente que vivía en la Argentina, se logró que el gobierno local intercediera ante el régimen estalinista y los Diaconú consiguieron abandonar Europa. “El viaje fue en la prehistoria, en el Conte Grande, el mismo barco en el que había llegado García Lorca a este país”, sintetiza. Aquí, con 14 años, sufrió la transición del idioma, pero pudo adaptarse a la nueva realidad de un país donde todavía había esperanza. “Solo hablaba rumano y francés. Cuando comencé a ir al Mallinckrodt, una escuela alemana, no me podía comunicar, y ahí me ayudó mucho Luisita Miguens -hija de la cineasta María Luisa Bemberg y Carlos Miguens-. Con ella pude comenzar a dialogar y, de a poco, incorporé el español”, evoca.
El paso del tiempo transformó su pasión por las letras en un oficio que llegó a dominar con fruición. Fue columnista de la revista Cultura y colaboradora de los principales diarios del país. Recibió numerosos premios, como la beca Fulbright de la Universidad de Iowa, que la llevó a vivir en Estados Unidos en 1985; y el premio de la American Romanian Academy of Arts and Sciences, en 1994.
Es autora de veintiún libros en los que cultivó los aforismos, el ensayo, la poesía y la novela, se codeó con sus coterráneos, el filósofo Emil Cioran y el dramaturgo Eugene Ionesco, y tuvo el placer de mantener una amistad de más de cuarenta años con el prestigioso artista plástico argentino Guillermo Roux. Ilustrados por él, publicó Aleteos, en 2015 y el reciente libro-objeto Y seremos como dioses, concebido durante la pandemia y editado por Estudio India, de Eugenia Rodeyro y Victoria Blanco, en un elegante estuche negro que porta tres volúmenes.
NOTICIAS: ¿Su última obra es como el canto del cisne?
Alina Diaconú: Algo así. Yo digo que es como mi “libro de oro”; la culminación de toda una vida dedicada a la literatura. Está dividida en tres partes: vehemencia, impotencia y sapiencia. Es como el recorrido de una vida donde exploro el amor, la muerte, las enfermedades. Se supone que somos vehementes cuando somos jóvenes, luego sufrimos por cosas no concretadas o fracasos, y a cierta edad tenemos la experiencia que nos trae sabiduría.
NOTICIAS: ¿Las obras que Roux creó son su testamento artístico?
Diaconú: Sí, él hace años que tenía problemas de movilidad, y usaba silla de ruedas, pero se lo veía bien. Cuando le llevé la maqueta del libro estaba de buen ánimo, como siempre, y a la semana lo tuvieron que internar y falleció. Fue muy duro todo esto. Franca, su esposa, siempre se ocupó de sus obras, pero él tenía un secretario para todo lo cotidiano. En un llamado me dijo que Guillermo no iba a mejorar porque tenía una leucemia fulminante y que tenía algo para mí. Era un ejemplar de Rosa en el desierto, mi anterior libro, ilustrado con la foto de un retrato que él me había hecho, totalmente intervenido con dibujos realizados días antes de morir.
NOTICIAS: ¿Cómo se conocieron?
Diaconú: Hace cuarenta años yo escribía columnas de opinión en La Nación. Él era lector mío y le gustaban esas notas sobre vida cotidiana. Un día me manda una carta y detrás un boceto del mural que hizo para las Galerías Pacífico. Los conocí, en persona, a él y a Franca en la casa de una amiga en común, la escritora Marta Lynch, un domingo a la noche cenando spaghettis. Se mantuvo el vínculo porque teníamos otros conocidos con quienes nos reuníamos, el pintor Raúl Alonso y el poeta Alberto Girri, que fue como una especie de hermano de vida.
NOTICIAS: ¿Es difícil seguir apostando a la poesía?
Diaconú: Es lo único que nos puede salvar, el arte es nuestra tabla de salvación en estos tiempos oscuros. Lo ha sido durante la pandemia y lo será hasta el día en que me vaya para otro lado. Tanto el arte, como la estética, como vivir buenos momentos. Mañana… qué se yo lo que puede pasar.
NOTICIAS: ¿Qué impresión tiene sobre la humanidad en la actualidad?
Diaconú: Yo lo viví todo. Desde el comunismo a la dictadura militar que en el ’78 me censuró un libro (Buenas noches, profesor). Sé lo que son los dos sistemas y finalmente la pugna sigue siendo la misma. Acá y en todos lados. Creo que el mundo está al borde del abismo. No lo digo como una tragedia, sino como una realidad.
El hecho de haber nacido en otro país, haber viajado tanto en mi vida, me permite ver las cosas siempre como si estuviera en un avión: con cierta distancia. No digo objetividad porque eso no existe. Yo miro y veo que estamos al filo.
Es como el final de algo. Es un mundo que está en una decadencia absoluta, en todo sentido. Siempre habrá una pugna entre un poder y otro. No sé si no estamos al borde de una posible tercera guerra mundial por lo que sucede entre Rusia y Ucrania. Acá en el país veo una decadencia enorme. Conocí una Argentina y un Buenos Aires en los años 60 que era un estallido de libertad y de cultura. Soy una persona que ha seguido un camino espiritual bastante importante y creo que si no hay una revolución espiritual esto se acaba, y lo que tiene que cambiar es uno internamente. El filósofo y escritor indio Krishnamurti tenía un libro con un título que lo dice todo: La paz individual es la paz del mundo.
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