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CULTURA | 19-03-2020 18:56

La historia de mi conversión al Islam

¿Por qué seguir el camino de una religión que “nunca fue cool” y que tiene mala prensa? La increíble experiencia de un periodista.

El islam, de este lado del mundo, es como el amor entre John y Yoko.  Lennon se había enamorado de Yoko Ono y a sus amigos no les entraba en la cabeza: “Con tanta mujer bella disponible, ¿te vas a casar con semejante fantasma?”. Once años atrás, entré al islam y mis amigos me dijeron lo mismo: “Con tantos caminos espirituales, ¿justo vas a elegir el más problemático?”. Pero así son las cosas: el 99% de este mundo se enamora de cáscaras. Y al que busca pulpa, lo tildan de loco.

Escribí “Rock and roll islam” para contar mi propia conversión como musulmán –con todo lo que, como te imaginarás, eso implica en Occidente-, más un puñado de historias argentinas, barbudas y fascinantes: desde el artesano argentino que memorizó el Corán –hoy vende mates y bombillas en una feria de La Plata-, hasta el pelo del profeta Muhammad que hoy descansa en Patagonia. Pero sobre todo, escribí este libro para despejar malos entendidos: separar, por así decirlo, cáscara de pulpa.

El islam es el único camino espiritual que si lo tomas en serio, te advierten, tarde o temprano, vas a convertirte en alguien peligroso. Podés anunciar que querés arrojarte de clavado de un risco, o que vas a nadar con tiburones, y nadie te dirá nada –no hay, de hecho, cristianismo ni budismo extremo-. Pero ni bien uno pone un pie en el islam, mamá, papá, tu jefe, tu mejor amigo, te van a llamar a un lado y darte un sermón.

Cuando uno trabaja en los medios desarrolla lo que llamamos –un poco para mandarnos la parte- olfato periodístico: la capacidad, medio paranormal, de captar cuando nos venden buzones, pescado podrido, gato por liebre. Ese olfato tiene también un rasgo positivo: vemos, en medio de la podredumbre, la perla escondida. Yo encontré la mía. Y de eso trata todo esto.

La moda no perdona casi a nadie. Se tragó a rastafaris, a rockeros, a veganos, a millennials, a centennials, a Buda, a vampiros, a piratas, a vikingos y hasta se devoró a los zombies -50 años atrás, metían un miedo bárbaro, ahora son hasta video game infantil-. Pero la moda nunca pudo tragarse al islam. El gorrito islámico nunca fue cool. Ni Madonna se calzó el velo para vender discos. No hay caso: en las pelis taquilleras los héroes se llaman Johnny o Ricky, Mary o Susy.  Olvidate de un Abdul Fatah o un Yamaluddin o una Hamida. No way. El islam está blindado a la moda. El marketing no lo puede convertir en estampita. Ni en remeras. Ni banderas. El islam, perdón si me pongo medio fan, es rebeldía de verdad. Si quieren, quédense con la rubia, bronceada y aburrida. Yo, sin lugar a dudas, me voy con Yoko.

Mi libro habla de islam, claro, pero habla también de los sufis: los místicos musulmanes. Los que, para creer, primero decidieron probar. Hay sufis argentinos que jamás imaginarías: desde el actor Lito Cruz, al músico Miguel Abuelo. Hay sufis visibles de gorro, barba y chaleco, y sufis de incógnito: en tu edificio ahora puede haber uno y jamás te darías cuenta.

Trabajo hace 25 años de periodista y, lo reconozco, los musulmanes en Occidente tenemos un severo problema de prensa. Ni siquiera se escribe bien el nombre el de nuestro profeta: amigos, no es Mahoma. Es Muhammad. A nadie se le va a ocurrir llamar Jessy a Jesús, y luego creer que alguien lo va a tomar en serio.

Conceptos que en el islam son tesoros de sabiduría –yihad, sharia- son, en este hemisferio, sinónimo de peligro y despelote. De eso trata también mi libro.   

Llamemos a las cosas por su nombre y todo se aclarará. El islam no es una religión, es un atajo. Los musulmanes no ayunamos, hacemos detox. No rezamos: volamos. El origen de las alfombras voladoras es bien islámico: el Profeta Muhammad dijo que todo aquel que practica el salat –así se llama lo que hacemos cinco veces al día, y la gente, pobre ella, lo llama rezar- en tiempo y forma, igual que él, “fú”: se vuela. 

Hay una palabrita que engloba todo el islam: fitra. La “fitra” es la inclinación natural del hombre por adorar a Dios. Somos, nos guste o no, adoradores. La fitra tiene un potencial cósmico, pero también un problemita: si uno no adora lo que vino a adorar, levantará ídolos de la primera idiotez que se le cruce en el camino. Desde Boquita a Marcelo Gallardo, desde zapatitos de Ricky Sarkany hasta el logo de una pipa blanca, desde influencers a gente seria que fuma en pipa. En su desesperación, el corazón se alimentará de la fritanga que uno le sirva.

“Rock and roll islam” tiene muchas puertas: depende de aquel que lo lee, hasta dónde quiere llegar. Estratégicamente, como desafío al lector despierto –o por el simple hecho de jorobar-, inserté entre los ocho capítulos uno que es el corazón del libro. Cada capítulo es una puerta, pero esa es una puerta de oro. Y detrás de esa puerta de oro, coloqué una frase que lo sintetiza todo: “Esa frase por sí sola”, digo cuando me hacen una entrevista, “resume más sabiduría que la Biblioteca Nacional”. “¿Y cuál es la frase?” quieren saber los reporteros. Pero no les digo nada. Que usen –para algo lo  tienen- su olfato periodístico.

(El autor de esta nota escribió también el libro "Rock and roll Islam. La conversión menos pensada" (Tusquets).

 

por Cicco

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