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CULTURA | 29-01-2021 12:56

San Martín: Cómo afianzó la independencia de Chile

En medio de intrigas y traiciones, el general asegura el proceso de la independencia con la batalla de Maipú, en 1818.

En el frío invierno de 1817 la revolución chilena seguía sin conquistar las provincias del sur. El sitio de Talcahuano por parte de las fuerzas patriotas no había torcido la voluntad de quienes sostenían la lealtad al trono español. Las operaciones libradas sobre la línea de fortines del Bio-Bio, a cargo de Las Heras y al mando de fuerzas mal pagadas y equipadas, ni tampoco el asalto a la fortaleza de Talcahuano dirigido por el ex oficial napoleónico, Michel Brayer, había dado resultados satisfactorios en respuesta a la furiosa represión y asesinatos de los oficiales realistas que ni siquiera habían perdonado al “delicado sexo”. Las persistentes lluvias y las tropelías realizadas por salteadores sobre los pueblos de Concepción también habían revelado la dificultad de quebrar el acoso de guerrillas dispuestas a infligir sacrificios a las partidas patriotas que merodeaban los pueblos, y cortar el abastecimiento de los sitiados cuya dieta se había reducido a consumir carne de vacas flacas y puñados de trigo. O’Higgins no dejó de consignarle a San Martín el costo de esa cruda realidad al confesarle la triste suerte que había corrido el capitán Cienfuegos en manos de los españoles cuando después de haber sido volteado de su caballo, fue entregado a los “bárbaros” quienes “aún vivo le sacaron los ojos, le cortaron los testículos y lo lancearon”.

San Martín por Gil de Castro

Tampoco el clima político en la capital era auspicioso. A juicio del general en jefe del Ejército Unido, la dividida opinión de su patriciado -que clasificó en “díscolos, apáticos y sarracenos”-, entorpecían cualquier acuerdo sobre los pasos a seguir. Limar asperezas, esquivar conflictos y retener los hilos del reclutamiento militar y de gobierno en Santiago y Coquimbo, afectaron su salud. En esos días volvió a vomitar sangre, padeció noches de insomnio y añoró algún refugio que le permitiera aliviar el malestar. La estancia en Chile lo agobiaba: “Todo me repugna de él”, le confesó a Godoy Cruz, por lo que luego de sopesar varios destinos, armó su equipaje y partió a los baños termales de Cauquenes, un recinto regularmente visitado por los patricios chilenos. Esa mezcla de sensaciones que habría de servir a Mitre para caracterizar el estado de ánimo del Libertador como de “aislamiento moral en medio de su gloria”, ponía en evidencia no sólo las dificultades para liquidar la resistencia realista y transferir los fondos que demandaba al servicio del plan militar al Perú. También ponía de relieve las controversias suscitadas a raíz del veto impuesto a los Carrera para volver a Chile.

Para entonces la virulenta guerra de papeles dirigida por José Miguel desde Montevideo, a través de las páginas de “El Hurón”, había despertado mayor desconfianza sobre las pretensiones de los directoriales haciéndolos responsables de la nueva “tiranía” que padecían los “chilenos”, y de haber arrebatado las libertades de los habitantes de los pueblos del Plata. Las medidas adoptadas por el Congreso de las Provincias Unidas sumaban evidencias en esa dirección. En especial, cuando a instancias de Pueyrredón el Congreso suprimió las garantías individuales dando marcha atrás con los preceptos del sistema liberal que decían defender, y ensayaba proyectar una monarquía constitucional colocando un príncipe europeo en su vértice. Una ingeniería institucional que guardaba sintonía con la imaginada por San Martín y O’Higgins, quienes creían conveniente confederar los estados independientes sobre la base de monarquías constitucionales y bajo algún protectorado inglés. Ambas maquinaciones habían cruzado el umbral secreto de la logia, y del Congreso, e integraban la información elevada por los delegados consulares al gabinete de su majestad británica, y al ministerio de asuntos exteriores francés. Ni los argumentos difundidos por los órganos de prensa del gobierno en Buenos Aires, ni tampoco las negociaciones que San Martín entabló con Manuel Rodríguez frenaron las desconfianzas sobre la conducción política de los directoriales. Por el contrario, la punzante crítica carrerina (que según Las Heras había dificultado su accionar en Talca), y la reanudación de las operaciones conspirativas, afianzaron la convicción de O’Higgins de clausurar cualquier tipo de negociación, y optar por el exterminio de sus tenaces adversarios: “Nada de extraño es lo que Ud. me dice acerca de los Carrera, y solo variarán con la muerte. Mientras no la reciban fluctuará el país en incesantes convulsiones […] un ejemplar castigo y pronto es el único remedio que puede contar tan grave mal; desaparezcan de entre nosotros los tres inicuos Carrera, júzgueseles y mueran”.

Entretanto, el desembarco en Talcahuano de las tropas enviadas desde Lima por el virrey Pezuela (que incluía 5 buques, 500 hombres y generales expertos y con relaciones en el lugar), sumó mayor zozobra entre los patriotas ante la intensa movilización que dirigida por el general Osorio, y secundada por capitanes de milicias locales, se adueñó de las provincias de Concepción, Valdivia y Chiloé. Mientras una fuerza militar integrada por tres mil hombres conquistaban el fuerte de Arauco con el consentimiento y ayuda de los indios, O´Higgins tuvo que retroceder posiciones en dirección al norte para reunir sus tropas con los regimientos de línea y milicias conducidos por San Martín, exigiendo a su paso el éxodo de cincuenta mil pobladores, y la destrucción de recursos porque el “enemigo no debe hallar en su tránsito más que un desierto, casas sin pobladores, campos sin sembrados y sin ganado”.

El tapiz de San Martín

El reflujo de las fuerzas patriotas sería acompañado de decisiones políticas no menos determinantes para encarar las operaciones de guerra. A fines de 1817, O’Higgins había instruido a un puñado de letrados la redacción del acta fundacional de la nueva nación que, luego de varios retoques, adquirió formato definitivo el 1 de enero de 1818. Una vez concluida, el gobierno ordenó que fuera proclamada y jurada el 12 de febrero, en conmemoración con el primer aniversario de la batalla de Chacabuco en tanto representaba una oportunidad inmejorable para declarar “la independencia de la Monarquía de España y de cualquier otra dominación”. Con ello se disipaba cualquier sospecha sobre las pretensiones conquistadoras o anexionistas de los “porteños”, sin que dicha iniciativa supusiera abandonar la idea de constituir “una forma de gobierno general que de toda la América, unida en identidad de causa, intereses y objeto, constituya una sola nación”, como destacaba las instrucciones de Pueyrredón. El solemne acto, que Tomás Guido definió como “el más suntuoso e imponente de cuantos nos presente la historia del Nuevo Mundo desde su ominosa conquista”, se llevó a cabo en la plaza principal de Santiago en presencia de autoridades y tropas quienes juraron el acta expuesta en el tablado, bajo la custodia de las banderas de ambos estados, y el retrato de San Martín, especialmente compuesto por el mulato peruano José Gil de Castro.

Sin embargo, esa toma de posición frente a las desconfianzas que todavía sobrevolaban las más altas jefaturas del ejército, y del peso político de la logia en el gobierno y en la dirección de la guerra, no resultaría suficiente para afianzar la fuerza militar en el campo de batalla. En especial, cuando se constató la difusión del “Manifiesto” que José Miguel Carrera había dedicado a sus compatriotas en el cual pasaba revista de su periplo revolucionario, las justificaciones que le permitían impugnar a quienes habían agraviado su honor y reputación patriótica, y las razones que habilitaban a los chilenos a “reclamar los derechos de su libertad contra la tiranía exterior, y la opresión interna”. Las tensiones afloraron en Cancha Rayada, el 19 de marzo, donde el ejército patriota sufrió una rotunda derrota que puso en entredicho la estrategia y conducción de la guerra. Algunos atribuyeron el fracaso a la desafortunada combinación de un terreno plagado de dificultades y desinteligencias tácticas. Otros brindaron detalles adicionales de las causas de la “desunión” que acompañó la tragedia. Según el testimonio de Hilarión de la Quintana, el inesperado suceso hallaba explicación en “la deserción de los soldados naturales del país” como resultado del accionar de los oficiales reunidos en el “partido de los Carrera”, quienes juzgaban inaceptable que se impidiera el regreso de los “causados y confinados a su patria”.

En esa coyuntura preñada de conflictividades, que atentaba contra la sobrevivencia del Ejército Unido y ponía en riesgo la independencia chilena recientemente declarada, era poco probable que tanto San Martín como O’Higgins estuvieran dispuestos a conceder posiciones en beneficio de quienes se habían declarado en rivales irreconciliables. Más aún, cuando la derrota había envuelto a Santiago en el desconcierto y el temor ante el recuerdo de las represalias que siguieron a la derrota de 1814 por lo que familias enteras muertas de miedo volvieron a trepar los Andes para emprender el camino de la emigración.

La ciudad de Mendoza habría de convertirse en receptáculo activo de la puja en el corazón del poder revolucionario. Ante el espanto de sus pobladores por la derrota, la desconfianza sobre una nueva ola de emigrados venidos desde Chile y la amenaza que un eventual ataque realista pudiera avanzar desde el sur en combinación con los indígenas del cacique Venancio, el gobernador Luzuriaga aceleró el curso del proceso criminal contra los Carrera con la aspiración de terminar con el conflicto que pendía desde 1814. La oportunidad la dieron los mismos reos recluidos en las celdas del cabildo desde el año anterior cuando advertidos por medio de espías de las dolencias que había postrado a O’Higgins, intentaron aprovechar la dispersión de las fuerzas patriotas en Chile para reanudar la aventura conspirativa. Como antes, la delación desbarató el plan de fuga a través del cual Luis y Juan José imaginaban destituir al gobernador, asaltar del cuartel y avanzar sobre la cordillera con la ayuda del cacique Venancio para pasar por Arauco. La noticia se difundió de boca en boca en la ciudad y los suburbios, acentuando la furia contra los chilenos entre las familias principales y los grupos plebeyos animados todos por el temor que pudieran actuar en combinación con los prisioneros de Chacabuco alojados en San Luis, y los indios del sur, que había alarmado a los jueces territoriales puntanos. Finalmente, el arribo a Mendoza de quien había oficiado como Auditor de Guerra del ejército derrotado, Bernardo Monteagudo, y su inmediata inclusión en el tribunal, se convirtió en anticipo de la violencia de la justicia revolucionaria: en especial, cuando rubricó la sentencia que condenaba a los otrora líderes de la Patria Vieja a la pena capital.

Entretanto, la agitación pública en Santiago había trascendido las fronteras del ayuntamiento desatando una crisis política inédita que atentaba contra la preeminencia de los directoriales. La dispersión de las tropas, el éxodo de pobladores, la desolación de las mujeres ante el número y el nombre de los soldados muertos, y las confusas noticias sobre el estado del ejército y de sus jefes, condujo a un grupo de notables filiados al partido carrerino a solicitar la reunión de un cabildo abierto. Mientras tanto la movilización de las milicias hacía de la Plaza Mayor el escenario de la aclamación popular de Manuel Rodríguez como máximo jefe político en reemplazo del gobierno delegado que resultaba correlativo a levantamientos y asaltos en algunas villas rurales del norte y del sur. Ese liderazgo alternativo que desafiaba el poder autocrático de los hombres de la logia resultaba inaceptable para los fieles custodios del orden directorial. Sólo el regreso de O´Higgins a la capital, y la concentración del poder supremo en su persona, podían poner paños fríos a la disputa facciosa, restablecer el “orden público” y asegurar la suerte de la guerra. Pero para ello era necesario restituir la fuerza militar y renovar la promesa libertaria de la revolución. En ese momento crucial, San Martín habría de pronunciar el único discurso de su vida pública de cara a la expectante e inquieta multitud que se había dado cita al pie del Palacio Episcopal en el que empeñó su palabra de honor en dar “un día de gloria a la América del Sur”. Una vez restablecida la cadena de mandos militares, el 5 de abril en los llanos del Maipo tuvo lugar la contienda que consagró el éxito de las tropas patriotas que afianzó la independencia chilena y el prestigio de los Libertadores.

 

El fusilamiento de los Carrera

 

Para ese entonces, pocos podían imaginar que la sentencia pendiente sobre los hermanos Carrera iba a ser cumplida. Sin embargo, tres días después de la victoria, el gobernador Luzuriaga ordenó ejecutarlos en medio del silencio público y complicidades cruzadas entre quienes habían tomado la decisión de postergar la noticia para evitar aglomeraciones populares que pudieran interferir el proceso. Ninguna de las mediaciones realizadas ante el gobierno fueron eficaces para conseguir el indulto de los condenados. Ni el argumento vertido por la vehemente matrona del clan familiar de que se trataban de patriotas comprometidos con la independencia americana, ni tampoco la mediación de quien los había defendido ante el cabildo para conseguir el perdón oficial, consiguieron torcer la decisión de Luzuriaga de hacer cumplir la sentencia del tribunal. En apariencia, tampoco la misiva que San Martín había escrito a instancias de la súplica interpuesta por Ana María Cotapos, la esposa de Juan José, llegó a tiempo para evitar la ejecución. Por el contrario, el suplicio se llevó a cabo en la plaza principal después que fueran conducidos de las celdas al patíbulo, y recibieran los oficios religiosos por parte del cura Lamas quien años más tarde, expondría los pormenores del fusilamiento, y del estupor que le causó el reparto de los despojos de los patriotas muertos entre los soldados.

La noticia se difundió como reguero de pólvora en Santiago resquebrajando aún más el delicado equilibrio político conseguido después de la victoria militar. En medio de la inquietud reinante, O’Higgins ordenó detener al líder popular Manuel Rodríguez, el otrora eficaz guerrillero y jefe de los “húsares de la muerte” que había sido aclamado por la plebe en la plaza de Santiago como Director Supremo en las críticas jornadas que habían puesto en jaque la eficacia del Ejército Unido y de sus jefes. El cargo que pesaba sobre el desempeño de “ese mal bicho” (como lo llamaba), era también la intención de derrocar al gobierno, y aunque las pruebas presentadas sólo inducían contactos epistolares entre algunos “díscolos” carrerinos, y el memorable jurista Bernardo Vera Pintado, se lo condenó al destierro. Mientras era conducido a Valparaíso para abordar un buque con destino a la lejanísima Calcuta, fue muerto en Til -Til por un pistolazo que le penetró la nuca. Aunque el crimen nunca fue esclarecido, todos atribuyeron la responsabilidad de lo sucedido a las autoridades instituidas, y a los hombres de la Logia. Según el inglés Samuel Haigh, la muerte de los tres patriotas conmovió la opinión de la selecta sociedad de Santiago, aunque no fueron suficientes para opacar el júbilo cosechado en Maipú. José Miguel Carrera, en cambio, juró venganza a los “bárbaros asesinos” y “odio eterno a los déspotas de Sud América”. A su vez, San Martín evaluó la posibilidad de refutar los cargos a través de un manifiesto en respuesta a la proclama escrita por José Miguel, que prefirió no dar a conocer, aunque archivó el borrador entre sus papeles personales a sabiendas que el conflicto podría enturbiar su honor y reputación.

Beatriz Bragoni es historiadora en INCIHUSA-CONICET, UNCuyo

 

por Beatriz Bragoni

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