Fingertips
(The 12 Year Old Genius. Recorded Live-1963)
Ahí está Stevie, ahí nace de algún modo, alentando, agitando al público como un predicador con su armónica, sus doce años y su eterna y enorme sonrisa blanca. Por algún motivo –no solo lo evidente, la repetición hipnótica, tan sensual y rítmica, entre el jazz y el soul, la duración improvisada de un motivo musical–, “Fingertips” hace pensar en Herbie Hancock; y aunque Hancock haya nacido diez años antes, “Fingertips” parece anticipar, si no fáctica al menos lógicamente, a himnos de zapada negra instrumentales como “Cantaloupe Island” o, sobre todo, “Rockit”. Herbie grabó con él nada menos que en “Songs in the Key of Life” y ha dicho que “él es el mejor ejemplo de en lo que se puede convertir un ser humano. Sigo estando tan orgulloso de haber tocado con él en ese hito. No hubo nada como eso antes, nada”. Algo queda sonando, ¿qué quiso decir, qué quiere decir Herbie cuando dice “de en lo que se puede convertir un ser humano”? La versión de “Fingertips” que pasó a la historia no es la versión de estudio, sobria, pero inexpresiva, sino la que se grabó en vivo en el Regal Theater de Chicago el 1º de junio de 1962. No es difícil de encontrar en YouTube, un típico presentador de aquellos años hace que traigan a Stevie hasta el centro del escenario, y Stevie solo es un niño –acaso en esos tiempos precoces, un joven–, ciego, con anteojos negros, vestido de esmoquin, al que enseguida lo sientan y le bajan el pie del micrófono hasta a su altura, mientras Stevie, ansioso, ya ha comenzado a tocar el bongó. Sus manos aletean y repican y enseguida marca el tiempo para la orquesta. E interpela al público. Hasta ahí todo es simpático y más o menos previsible. Un niño –un joven– ciego, negro, con cierta destreza musical, en la Estados Unidos agitada y optimista de J. F. Kennedy, hace el numerito para la gran audiencia blanca. De pedir limosna a este destino circense todo marcha como debe ser. Pero Stevie, después de unos compases, pasa a la armónica, donde verdaderamente cuenta con un claro y temprano virtuosismo. Y de a poco, de ser él quien debe estar a tono con la orquesta, es la orquesta la que debe seguirlo. Y después serán los productores. Entonces la ostentosa presentación de “The twelve year old genious”, con que los de Motown lo vendían, está más cerca de hacerse realidad. “Fingertips” fue el primer single de Stevie Wonder en llegar al número 1 de Billboard. Un tema instrumental. De manera que desde el primer momento Stevie hará olvidar lo que sería el primer obstáculo, pero también la primera facilidad, la primera pereza: la lástima, la conmiseración, la comprensión excesiva porque se trata de un discapacitado, de un minusválido. Su primera gracia, su carta de presentación es esa: un muchacho ciego, sí, pero con un talento musical que nos hace olvidar que es ciego. Y olvidarlo, para ser precisos, quiere decir olvidarlo absolutamente; no se trata de tener la compensación, la justificación, la coartada o matiz para decir o desdecir algo.
Así nace, menos una estrella que un artista. James Joyce, vía su “Retrato del artista adolescente”, propuso una fórmula: astucia, silencio y exilio; esas son las armas del artista, dice Stephen Dedalus. Stevie parece responder: talento, coraje, impudor. Qué importan los doce años, qué importa ser ciego, qué importan los prejuicios o la mirada condescendiente. Nunca, a decir verdad, importa nada de todo eso.
All I Do
Álbum: Hotter Than July (1980)
La inmediatez. ¿Qué es lo que logra que en esos primeros tres acordes descendentes sonando a través de una especie de pianito Rhodes, ya podamos retener para siempre una melodía, una canción? Misterio, sin dudas. El excéntrico y siempre genial Gérard Depardieu dijo: “El talento es una cita con el misterio”. Posiblemente, mucho de la gracia de Stevie ha pasado por esa cita. Porque no se trata solo de hits, de la reproducción, de la rotación o el machaqueo incesante de una canción. Hay una inmediatez en sus canciones, una percepción –una precipitación– fascinada, como si muchas canciones de Stevie tuvieran el don de revelarnos una melodía ya existente en nosotros mismos. Ya oída, hace mucho, o hace algún tiempo, con intensidad, incluso con fervor. Y esa es una clave para entender la relación con el arte popular (si es que existe algún otro). Eso que pertenece a lo que entre nous, Charly García llamó “inconsciente colectivo”. O eso que lo hace derrapar a Salieri en “Amadeus”. ¿Recuerdan la escena? Es al comienzo de la película. Un Salieri viejo y vencido recibe a un sacerdote confesor. Salieri le pregunta si tiene formación musical y el sacerdote responde con una evasiva. “¿Reconoce esto?”, le pregunta, e interpreta un fragmento de una ópera suya. Fui el compositor más importante de Viena, dirigí cuarenta óperas mías. El sacerdote se disculpa, pero no reconoce aquel fragmento. Entonces Salieri insiste: “¿Y esto?”. Toca entonces las primeras notas de la “Pequeña serenata nocturna”. Y al médico se le ilumina la cara y empieza a tararearla y a seguirla él solo. “¿Es suya?”, le pregunta con admiración. “No, eso es Mozart”. Habría entonces melodías y secuencias de acordes en reserva, esperando, disponibles para que viniera el genio –el médium– y las liberara de la lámpara, de su encierro provisorio.
Pero algo más, ahora que surge la conexión con Mozart. Justamente Mozart, como otros músicos de su tiempo, hacía malabares en su música para complacer las exigencias –la poca exigencia, en muchos casos– de los nobles que pagaban por su trabajo y también las propias. Varios expertos han advertido esos malabares en la música de Mozart. Como Rembrandt con los retratos. Ya desde entonces el artista debía ser un doble agente. Traficar lo suyo, muchas veces, en un material espurio.
Isn’t She Lovely?
Álbum: Songs in the Key of Life (1976)
Entonces la canción lo asalta a uno –a usted también, lector– en cualquier lado y derriba cualquier trauma, cualquier defensa, cualquier malhumor. ¿Cómo lo ha logrado? Es como un niño, un niño pequeño que ríe. ¿Quién puede resistirse? El que se resiste ya perdió la poesía, ya es un fantasma, ya está muerto. ¿Pero cómo, cómo lo logra? La inocencia todavía nos desconcierta. Por el mero hecho de su existencia. Y hay en esa canción una manifestación de la gracia de la inocencia. Tal vez ese sea otro de los logros de Stevie. Que en el centro de la industria, que en el huracán del mainstream universal, logre pasar un mensaje de inocencia. Sin cinismo. “One in a million”. Por supuesto, por supuesto. Regla y excepción, se dirá. De acuerdo, regla y excepción. Pero es cierto que cada quien aspira a ese momento de excepción. Nadie quiere ser como todo el mundo. Eso será un fatigado consuelo. Mal de muchos… La canción aparece mientras se corrigen exámenes mediocres de estudiantes que no tienen ganas de estudiar esa materia, la canción aparece cuando se debe permanecer en un almuerzo mientras su amante dice que quiere verla o verlo ya, la canción aparece cuando la niñera avisa un par de horas antes que tuvo un problema y que hoy no podrá, entonces deberá perderse el vernissage de un amigo. Pero siempre la canción aparece; y si sonríe durante un segundo, corta, interrumpe, neutraliza el mal: la estupidez, la monótona sucesión, la ignorancia.
Eso sí: niños, no lo intenten en sus casas. O no lo intenten sin poner la red debajo. Porque Jean Paul Sartre es un burgués que escribe, pero no todo burgués que escribe es Sartre. Stevie logra saludarnos con sus anteojos negros y su larga hilera de dientes blancos “somewhere over the rainbow”; sonríe así, con su inmensa sonrisa negra, rodeado de tiburones blancos. Tiburones que ganarán siempre y terminarán haciendo una coreografía de Esther Williams. Es un milagro. Si usted o yo, querido lector, pretendiéramos lo mismo y afináramos nuestra canción, los tiburones comenzarían a salivar, comenzarían otro tipo de danza furiosa alrededor de nosotros.
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Edgardo Scott. “Por qué escuchamos a Stevie Wonder”.
Gourmet Musical Ediciones, 2020.
por Edgardo Scott
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