En su carta a los argentinos de octubre pasado, la vicepresidenta afirmaba que “la Argentina es ese extraño lugar en donde mueren todas las teorías”. Hay mucha tela para cortar al respecto y tantos ejemplos en uno u otro sentido. Por ejemplo, haciendo foco en la teoría de la fijación de precios en materia de servicios públicos, las exigencias que la política económica diseñada por la coalición gobernante decidió poner en la mochila de las tarifas de los servicios públicos exceden en mucho lo que la ortodoxia enseña sobre precios de equilibrio que maximicen el bienestar general. En esto, usando la misma metáfora de CFK, la teoría murió ni bien desembarcó en estas playas.
Historia. Desde hace muchos años, la política de servicios públicos estuvo cruzada por la política. Las concesiones que el Gobierno otorgaba a grandes empresas internacionales fue el vehículo utilizado luego para nacionalizarlas alegando mayor control de la economía. Desde aquel entonces, durante el primer peronismo, las empresas dependieron de la voluntad política de su accionista para capitalizarse y muchas veces sus precios fueron utilizados para anclar la inflación, desbocada por otros factores. Con las privatizaciones que el peronismo, ahora en su versión “neoliberal”, apostó para alentar las inversiones y capitalizar la deuda, fue un modelo estable hasta que implosionó la convertibilidad, las tarifas que deberían dolarizarse se atrasaron y llovieron los juicios ante el CIADI. Gran negocio para abogados y fondos buitre, pésimo para quienes decidieron patear el problema para adelante.
Cuando asumió la administración Macri, el golpe de timón para revertir el retraso tarifario y la utilización política de los servicios públicos duró sólo su mandato y fue cuestionado en su timing por propios y ajenos: unos por muy duro y otros por muy gradualista. Un esfuerzo con costo político que tampoco alcanzó. La pandemia congeló en el tiempo un nuevo giro en la visión y rol que se reserva para los servicios públicos pero el advenimiento de 2021, el nuevo presupuesto y las conversaciones con el FMI por las pautas de la política económica volvieron a poner el tema en la agenda. Y también los reclamos que las empresas del sector que desde la debacle financiera de 2019 no pudieron recomponer sus ingresos.
La comparación con las tarifas de países vecinos es un indicador del atraso relativo de dichos servicios: entra la mitad y las dos terceras partes más barata que en Chile, Uruguay y Brasil, por sólo citar economías próximas y de similares características.
Oportunidad. Poner a todas las empresas del sector en la misma bolsa es un error. No sólo por el presente de cada una sino, sobre todo, por la naturaleza de cada mercado. No es lo mismo una empresa como AYSA, que tiene que hacer mantenimiento de su red y en todo caso ampliarla para la inclusión sanitaria que una empresa que depende de la generación y explotación energética, en la que la dinámica pesa a veces más que la foto actual.
En la teoría de las empresas de servicios públicos, el rol que cumplen esas compañías es diferente del resto por la naturaleza misma de la prestación o por su situación de mercado. Puede que el servicio ofrecido sea relevante (educación, salud, seguridad) por lo que muchas veces se realiza directamente por un ente estatal o en el caso de uno privado con muchas regulaciones y contraprestaciones.
Sin embargo, a esta teoría vigente casi unánimemente en el mundo y con los matices del caso (mayor o menor presencia estatal; más rígida o más flexible regulación sobre la actividad), en el caso argentino se fueron agregando otros roles en las espaldas de las empresas:
- Empleo: estatizadas, las prestadoras empeoraron sus ratios de facturación por empleado y muchas veces de productividad. En general, con convenios colectivos más beneficiosos para el trabajador, a veces marcando diferencias con el resto de las actividades.
- Capitalización: como entes autárquicos, muchas veces las empresas tomaron deuda en momentos de gran liquidez del mercado internacional, salteando los topes financieros que la ley ponía al propio Gobierno que las inducía a oficiar de agente financiero extraordinario.
- Recolección impositiva: las tarifas, de fácil cobranza y difícil evasión, son recargadas con impuestos de las tres jurisdicciones (nacional, provincial y tasas municipales).
- Promoción económica: con precios discriminados para ciertas actividades, también se utilizaban para transferir ingresos no previstos en sus propios estatutos.
- Impacto geográfico: desarrollando actividades en zonas desfavorecidas.
- Inclusión: la misma política, pero aplicado a consumidores finales, cobrando diferente que el usuario testigo para buscar compensar una desventaja social.
- Antiinflacionario: la más utilizada y la que se discute actualmente: si las tarifas, en promedio, van retrasadas con respecto al índice de precios al consumidor (IPC) se van amortiguando el efecto multiplicador de las más sensibles en la cadena comercial y se produce una mejora relativa en los ingresos de sus clientes.
El brazo del Estado. La utilización de los servicios públicos para toda esta multiplicidad de objetivos muchas veces excede su propia área de influencia y en realidad es el mandatario por cuenta y orden del Estado que no puede o prefiere no hacerlo directamente. Este cúmulo de funciones que los sucesivos gobiernos fueron politizando cada vez más la dimensión de producción y distribución de servicios públicos. El último reto al que se enfrentan, además de lidiar con las siete funciones enumeradas anteriormente es el de sortear las presiones por hacer de todo por el mismo precio dentro de una corriente de opinión que les asigna un rol distributivo antes que productivo.
El desfinanciamiento de las propias empresas luego de un año y medio de una casi nula recomposición tarifaria (casi 40 puntos en promedio por debajo de la inflación acumulada desde septiembre de 2019) las lleva a un terreno impensado: idear formas de financiar su capitalización para no desinvertir. Justo en el tiempo en que los mercados de deuda voluntarios se cerraron para la Argentina o se encarecieron de manera prohibitiva para inversiones a largo plazo. Incluso, el riesgo de regulaciones extras, más obligaciones o el laberinto administrativo para autorizar actualización de precios en una economía que no bajaría los 40 puntos de inflación para 2021 amplían más la brecha entre oferta y demanda. La operadora Cammesa, por ejemplo, que es la única mayorista eléctrica del país, acumuló una deuda que se estimaría para fin de este año en más de $140.000 millones, con un índice de morosidad de casi 55% y a sólo tres años de que el gobierno de Macri había dispuesto un jubileo por casi $ 19.000 millones (unos US$ 1.000 millones).
También asoma otro conflicto por la prestación de servicios a barrios marginados del eje troncal (que en las áreas suburbanas son cada vez más relevantes) para lo cual debería delinearse un master plan con el cronograma de las inversiones del caso y, sobre todo, a cargo de quién estaría el financiamiento para que no terminara en una anomia carísima, porque finalmente habrá alguien que pagará esta nueva demanda. Una realidad que con o sin pandemia llegó para quedarse mucho tiempo.
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