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ECONOMíA | 21-12-2020 12:27

Las anclas antiinflacionarias del Gobierno

Con el IPC creciendo de a poco, el Presidente apostó por controlar algunos precios sensibles a riesgo de generar más desequilibrios en la producción.

Hace una semana que el protagonista económico del año no se menciona: el dólar. Hasta fin de octubre, cuando la cotización del dólar blue pasaba los $190 y la brecha llegaba al 120% con el tipo de cambio oficial, las alarmas se encendieron en el tablero de control que mira no sólo el ministro Martín Guzmán sino el círculo íntimo presidencial. La historia económica argentina ya enseña que hay cosas con las que no se puede jugar, y coquetear con una debacle financiera o echar nafta al fuego de una inflación galopante son cuestiones que claman por concentrar el esfuerzo en evitar la goleada. No sólo es sacarla de la cancha, es casi atajar penales.

Sin crédito externo, con una masa monetaria en ebullición por la necesidad de financias el rojo fiscal durante el segundo y el tercer trimestre del año y una brecha creciente por el efecto refugio en el dólar informal, el equipo económico tenía pocas opciones. Una era el de no presentar batalla, resignarse a la devaluación de facto y convalidarla, con lo que evitaría el drenaje de reservas o quizás hasta su incremento. Pero el efecto en los precios domésticos no se hubiera hecho esperar. Otra, era más de lo mismo, restringiendo el cepo un pasito más, pero el nivel nulo de las reservas (algunos economistas lo estimaron ya en negativo para fin de noviembre) y las dificultades para el abastecimiento de insumos al sector industrial hicieron desistir de este otro camino. Además de desalentar el ingreso de divisas, todo lo que se utilizaría a partir de ese punto sería a costa de desfondar los encajes de los depósitos bancarios en dólares… hasta que alguien se percatara y empezara una nueva corrida.  Finalmente triunfó la tercera posición: comenzar a operar en el mercado de cambios a través de emisión y venta de bonos dolarizados para desinflar la demanda, ir reduciendo la brecha y enfriar el tipo de cambio financiero (contado con liquidación). Así, el termómetro marcaría un descenso y la zanahoria estaría en llegar con lo justo a marzo, cuando la cosecha gruesa debería empezar a liquidarse. El potencial aquí está utilizado por los avatares climáticos y, fundamentalmente y a pesar de los buenos precios internacionales que se están logrando (aunque lejos de los récords de hace una década), por la disposición que tengan los exportadores de ir liquidando. Una cuestión de confianza podría demorarla y así el plan debería encontrar otra rueda de auxilio.

El otro factor que preocupaba, aunque en un escalón menor, era el de la inflación. Los precios venían comportándose de manera extraña durante el inicio de las cuarentenas y hasta parecían dar la razón a los economistas que al calor de la política oficial predicaban que en la Argentina la emisión monetaria no se traducía automáticamente en inflación. Pero correr de atrás no implica estar quieto.  El IPC fue escalando durante toda la pandemia: de abril a julio estuvo cerca del 1,7% de promedio, luego en agosto y septiembre 2,8% y a partir de octubre encontró un piso arriba del 3%. De enero a noviembre el IPC arroja 30,9%, con lo que la inflación de todo el año estará entre 35% y 36%. Una victoria mirando el 54% del 2019 pero una serie preocupación con miras al futuro inmediato.

Simplemente con la proyección del promedio de la inflación de los dos últimos meses (octubre y noviembre) estamos ya en más del 50% anual, pero con tres salvedades que relativizan esa supuesta normalidad argentina: 1) el tipo de cambio aún no cerró su brecha por lo que se supone debería emparejarse más con el ritmo inflacionario y no oficiar de ancla, como todo este año; 2) las paritarias se fueron pateando o cerrando con acuerdos que pierden contra la inflación o, como en el caso del poderoso gremio de Camioneros, con bonos que compensan sólo en parte lo que parece a esta altura inevitable: 2020 resultó un año de ajuste salarial; 3) hay precios controlados y tarifas congeladas que claman por su actualización: administrar la paulatina convergencia debería ser  el objetivo de una política de abastecimiento con la contraindicación inflacionaria de rigor.

El anuncio del viernes de tarifas populares para servicios de comunicación (una especie de prestación básica universal) es atractiva en el corto plazo para los millones de consumidores argentinos, pero deja a un lado los interrogantes de la sostenibilidad de todo el sistema y abre la puerta a un nuevo agujero negro que nunca se terminó de cerrar en la política económica argentina: el financiamiento de los servicios públicos. No pasará mucho tiempo hasta que los técnicos del FMI señalen con preocupación este aspecto junto a los otros dos que socavan las finanzas públicas desde hace años: el déficit estructural del sistema previsional y la transferencia arbitraria de fondos a las provincias. Esas serán las batallas que, en medio de las restricciones externas y electoralistas, deberá sortear el equipo económico a partir de enero.

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Tristán Rodríguez Loredo

Tristán Rodríguez Loredo

Editor de Economía.

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