Una emblemática película americana de los setenta, dirigida por Boorman, llamada Deliverance, fue conocida, por estas latitudes, como “La violencia está en nosotros”. Se trata de una exploración de cómo las situaciones límite hacen surgir aspectos completamente hostiles de la personalidad y de cuán delgada puede llegar a ser la línea que separa la civilización de la barbarie.
A veces, internándonos en las redes, o simplemente estando atento a la realidad circundante en la cotidianeidad, uno siente niveles de agresión compatibles a situaciones extremas. Pero, a Dios gracias, no estamos en guerra. Nos inquietamos por el bulling infantil o las reacciones adolescentes destempladas, sin tener en cuenta que son muchos los adultos que han perdido la tolerancia, el respeto y las buenas maneras.
Orden y desorden. Según explica Giuliano da Empoli en su libro “Los ingenieros del caos” se detectó que el enojo y la violencia movilizan de manera muy efectiva a los votantes, que se sienten mucho más identificados con la ira que con mensajes conciliadores. A su vez, los algoritmos de las redes potencian la polarización, reafirmando a cada grupo en sus convicciones y evitando cualquier tipo de reconsideración o apertura hacia otras miradas. El sesgo de confirmación (la tendencia cognitiva que nos lleva a interpretar la información de manera que confirme nuestras creencias) impacta negativamente en el análisis crítico.
Así, pareciera que, para la construcción y posterior conquista del poder, el conflicto y la violencia (en principio verbal), rinden mucho más que la mesura. Según el autor, para lograr votos es más eficiente apelar al sentimiento (corazón), que a la razón (cerebro). Y dentro de la paleta emocional, el enojo y la ira tienen más efectividad electoral que la serenidad….
Pero lo que es bueno para la política, quizás no necesariamente sea bueno para la economía. ¿Porqué? Porque si hay una variable que apela a la racionalidad extrema y a la previsibilidad derivada de la calma, esa variable es la inversión.
La inversión permite aumentar el stock de capital, o activo fijo reproducible (maquinarias, herramientas y demás bienes durables utilizados en el proceso productivo). En el concepto de inversión se incluye también la inversión en construcciones y las variaciones, deseadas o no, de inventarios, siendo uno de los factores determinantes en el proceso de crecimiento económico y creación de empleo. El crecimiento del stock de capital en una economía depende no sólo del costo de oportunidad del capital (tasa de interés), sino también de las expectativas que poseen los agentes económicos sobre el futuro. Es por ello que la inversión es muy sensible a los cambios en las condiciones macroeconómicas e institucionales, tanto locales como internacionales. La inversión directa debe diferenciarse de la llamada inversión financiera o de cartera, la cual comprende las transacciones en títulos de participación de capital y en títulos de deuda. Esta última, por la facilidad de entrada y salida, y por la velocidad requerida para la toma de decisiones, si bien tiene un trasfondo fuertemente analítico, es más permeable a la euforia generalizada.
Por casa. Si bien se puede crecer en base a la dinámica del consumo (Argentina varias veces lo hizo), de no expandirse la inversión, la resultante serán las presiones inflacionarias derivadas del desplazamiento de la demanda agregada. Y si para evitar esto, decidimos incrementar las importaciones, generaremos un mayor drenaje de divisas.
Argentina, tiene una larga historia de bajo ratio de inversión en relación al PBI que, tomando una serie de 20 años está en torno al 16,4%. Se estima que sólo para reponer el capital existente, se necesita un 15,5 % del PBI. Sólo para tener una referencia, para el mismo período la tasa para Paraguay fue del 19 %, la de España 22,6% y la de Corea del Sur, 28,7%.
Las inversiones directas son el producto de decisiones que intentan ser racionales, dado que lo que está en juego es el capital y la rentabilidad del mismo a través del tiempo. Es un proceso en el cual quien analiza la inversión, es en general diferente al dueño del capital (quien tiene muchas alternativas, incluso dejar la plata en instrumentos financieros) por lo que siempre tiene que dar muchas explicaciones. La decisión de invertir emerge, en general, luego de un proceso analítico riguroso en el que las principales variables consideradas son: el monto a invertir, los ingresos esperados, el riesgo a asumir, los tiempos involucrados, los aspectos impositivos, el costo de oportunidad y la seguridad jurídica derivada de la solidez institucional.
El consumo apela a lo sensorial y a la inmediatez del deseo. Para ello, la publicidad impacta directamente nuestros sentidos, o las estrategias comerciales están diseñadas para que, mientras recorro el supermercado en busca de yogur, me tiente con algo que no necesito, pero me gusta. Por el contrario, la inversión atraviesa el múltiple escrutinio de racionalidades formadas para encontrar la fisura en la hipótesis contenida en la propuesta. Y para esta dinámica, los continuos enfrentamientos, incluso entre quienes en el fondo sostienen lo mismo, no ayuda. Y no es sólo un problema de forma. Es de fondo. Las instituciones y el clima de negocios no son una cuestión irrelevante, son el marco de referencia que permite tomar decisiones millonarias.
Los regímenes de promoción de grandes inversiones son movilizadores de capital, pero en principio logran la adhesión de empresas vinculadas a recursos naturales escasos, que, en general, están habituadas a correr riesgos políticos e institucionales porque no pueden elegir el lugar del yacimiento.
Es muy importante que se promuevan estas grandes inversiones, pero hay que crear también las condiciones y competir por aquellas que pueden radicarse en una geografía o en otra, porque son independientes de recursos naturales a extraer. Además, el crecimiento y el empleo no sólo se explican por las grandes inversiones, sino por la multiplicidad de inversiones pequeñas y medianas, que le dan a la economía vitalidad e innovación.
Se logró hasta ahora victorias muy importantes como la reducción drástica de la inflación con su consecuente impacto en la caída del índice de pobreza, el ordenamiento monetario, y la mejora en la seguridad y el orden en la calle. Todas son condiciones no sólo necesarias sino imprescindibles. Y a partir de esos logros hay que dar algunos pasos más. Las reformas de leyes laborales, previsionales, y regímenes como el de obra pública, entre otros, requieren de consensos y trabajo conjunto. Es muy importante convocar también a profesionales con capacidad técnica relevante, independientemente del partido al cual están afiliados.
Somos muchos los que deseamos fervientemente que nuestro país prospere, que esta vez sea diferente a muchas anteriores en las que, en palabras de Gerchunoff y Llach pasamos de la ilusión al desencanto. Y es por eso que, desde diferentes áreas, se aportan opiniones fundamentadas, a veces en años de trabajo académico, a veces en experiencia en el campo.
Las pasiones, los sentimientos y la agresión, podrán ser efectivos para lograr votos, ganar elecciones, impulsar compras o llenar estadios de fútbol. Pero definitivamente no es lo que funciona para convencer a un directorio a invertir.
*Alicia Caballero es economista, exdirectora del BNA y exdecana de la Facultad de Ciencias Económicas (UCA).
por Alicia Caballero















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