No habían pasado ni 24 horas del fallecimiento del jugador emblema de la Selección Argentina cuando en los sitios de ofertas los precios de algunos recuadros autografiados ya volaban por las nubes. Pero a nadie se le ocurriría argumentar que el precio de las camisetas firmadas subió por la inflación: en un país con tanta experiencia en la materia se distingue un salto de la demanda o retracción en la oferta que una variación generalizada en los precios.
Este año pandémico fue particular en cuanto a la historia inflacionaria argentina, rica en matices y nuevos ejemplos. En los diez primeros meses del año, Argentina acumuló 27% de aumento en índice de precios al consumidor (IPC) un guarismo que dejaría más que conforme al ministro de Economía si no fuera por dos detalles: es la segunda más alta de América luego de Venezuela y el 3% mensual de octubre parece ser un nuevo piso (42 y 50% anualizada).
Aun así, sigue estando por debajo de la que consiguió Mauricio Macri en el año de su derrota electoral (54%) pero la gran diferencia no está en la magnitud sino en el comportamiento de varios rubros que durante las cuarentenas tuvieron trayectorias muy desiguales. Mientras los servicios públicos siguen congelados, la nafta empezó recién el mes pasado a descontar la carrera del dólar con aumentos que van por encima de la inflación mensual. Tradicionalmente, el litro de súper costaba en el AMBA un dólar (oficial), por lo que se espera que, de ahora en más, en lugar de ser otra ancla de los precios será un motor que los empuje un poquito más.
Las proyecciones para este año arrojan un 36% punta a punta si la inflación no pasa del 3,5% mensual en noviembre y diciembre. Las promesas de actualización de tarifas, con un vago: “pagarán los que estén en condiciones”, patea para 2021 otro factor de represión de los precios. Las otras dos variables que siguen bajo control son el tipo de cambio que se resiste a su liberación o unificación paulatina y los salarios. En el caso del dólar, la única herramienta que encontró el equipo económico para intervenir fue el de las operaciones de bonos que también patean el problema del descalce cambiario para cuando la cosecha, una vez más, arrime el oxígeno financiero necesario. Cuando esta no está disponible, sólo queda pisar importaciones, dificultando pagos o demorando operatorias. Esto trae escasez de ciertos abastecimientos críticos en la línea de producción que termina en un faltante de productos, también alentados por la incertidumbre del precio de reposición ante la volatilidad cambiaria. El economista Juan Carlos de Pablo suele argumentar que el precio es el número por el cual el bien en cuestión está disponible. Si no existe, desaparece como orientador de las decisiones económicas.
El otro aspecto cuya actividad no se termina reflejando en el tablero de los precios es el mercado laboral. La caída en la tasa de empleo en el segundo trimestre del año fue la más grave que recuerda a historia argentina. Especialmente se encarnizó con el trabajo informal que no se terminó reflejando en la tasa de desempleo porque directamente no califican para el INDEC como “buscando trabajo”. En ese contexto, las paritarias están remolonas y recién para fin de año van produciendo reajustes, pero por debajo de una inflación que dudosamente indica “los precios del supermercado” como le gustaba ironizar a Hugo Moyano durante la intervención del INDEC de Guillermo Moreno.
Con tanta presión para que los precios sigan acompañando el tsunami monetario a que obligó la brusca caída de la actividad el dilema del Gobierno en el corto plazo, será el de convalidarla como una válvula de escape o el de sentarse sobre una lista cada vez más larga de productos congelados, sugeridos o indicativos para esperar que la suerte o el temor hagan su tarea. Como insistía el economista rosarino Antonio Margariti, fallecido esta semana, depender de la receta de los planes, el control y las prohibiciones o liberar a los actores económicos para encontrar sus propios equilibrios.
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