Durante todo su mandato, el presidente Alberto Fernández se resistió a delinear un plan concreto, una orientación clara de metas verificables y cursos de acción para alcanzarlas. La frustrada aparición, una y otra vez, de líneas de acción interrelacionadas desnudó, sobre todo, la dificultad para ponerse de acuerdo dentro del propio oficialismo. Alguna vez fueron “60 medidas concretas”, otra, un giro de 180 grados con lo que se venía haciendo, también hubo amagues de correcciones y hasta un incipiente pacto social, en el marco del Consejo ad hoc, que quedó en buenas intenciones. Las urgencias y la lucha por la lapicera diluyeron todo el esfuerzo.
Tengo un plan. Ahora, el tiempo aprieta diferente y el contador de dólares de las reservas apareció como la medida más precisa de que ya no hay otra vuelta posible que poner un plan sobre la mesa. Como dato alusivo, la primera derrota que sufrió el kirchnerismo en la provincia de Buenos Aires frente a una alianza multicolor en 2009 (con Macri, Solá y De Narváez como cabezas visibles) tuvo como lema la fase del empresario de origen colombiano que no se cansaba de repetir: “tengo un plan”. Aunque las elecciones eran legislativas, parecía ser que la sola mención de una propuesta orgánica rendía electoramente.
Jorge Vasconcelos, economista jefe del IERAL, señala que, pese a los buenos datos en materia de nivel de actividad y exportaciones del tercer trimestre del año y el anuncio de un inminente acuerdo consensuado con el Fondo Monetario Internacional, “el riesgo país escaló a picos inéditos y las acciones testeaban nuevos mínimos en dólares libres. El corolario parece evidente, en cuanto al déficit de credibilidad. Los “mercados” demandan hechos, no palabras”. ¿Cuáles son las realidades conducentes que ahora piden ver? En función del diagnóstico que se haga, se armarán las prioridades. Si se piensa que el problema está en la caja del Banco Central, el enfoque apuntará a volver a acumular reservas y dar respaldo a la política económica. Pero ese es quizás el efecto y no la causa del problema. “En algún punto del nivel de las reservas habrá de originar un cambio en la política cambiaria. Pero devaluar es un instrumento para frenar el drenaje de reservas, pero si se devalúa sin un plan, iríamos al peor de los mundos: más inflación sin detener el drenaje de reservas”, sentencia Vasconcelos.
A su juicio, “el verdadero problema no es la imposición del FMI sino la inflación: una vez que se asume que no queda otra que devaluar, inmediatamente surge la pregunta sobre qué instrumentos hay que jerarquizar para lograr que el traspaso a precios de la devaluación sea el más moderado posible”, explica.
Precios rebeldes. Con una inflación corriendo al 52% anual, la amenaza de un acuerdo que explicite algunas metas y corte caminos utilizados durante la pandemia para evitar un aumento aún mayor del IPC (controles de precios, congelamientos tarifarios, tablita del dólar, entre otros) quita las esperanzas que para 2022 esta variable pueda frenarse. Es que para restaurar los equilibrios en muchos de los sectores de la economía la contrapartida sería blanquear nuevos precios relativos, distorsionados en casi dos años de recesión, inactividad y restricciones.
Para el economista Federico Vacalebre, profesor de UCEMA, una vez transcurridas las elecciones, no hay mucho tiempo por delante y sólo se trata de llegar a un buen acuerdo, que, como pasa siempre, requerirá de la política económica argentina un cambio drástico de la praxis con la que se manejó en los últimos tiempos. “Los condicionamientos van a ser los mismos que el FMI impone siempre y que ya tuvimos en nuestra historia reciente y básicamente empiezan por más orden fiscal, en los tres niveles de gobierno para asegurarse el repago de los servicios”, puntualiza. También proyecta que quizás, como novedad, haya una exigencia adicional de simplificación y menos regulaciones en el mercado laboral y en la recaudación impositiva.
Atacar el costado fiscal ahora pasaría a ser una prioridad impuesta por las circunstancias. Vasconcelos estima que, en el último semestre, la economía argentina entre el déficit fiscal y el cuasi fiscal (la bola de nieve de las Leliq, por ejemplo) llega al 8% del PBI. Una enormidad que ya insinuó su corrección en el Presupuesto 2022 que envió el ministro Guzmán al Congreso, en el que la mayor parte del ajuste fiscal pasa por una disminución drástica del subsidio a las tarifas de los servicios públicos (especialmente transporte urbano, electricidad y gas domiciliario). Por mucho menos casi renuncia el ministro cuando fue contradicho públicamente por un subsecretario y perdió la pulseada en aras de la percepción de un año electoral.
El flanco energético, además, es un punto de amenaza en el horizonte para 2022. No sólo subió el precio internacional del petróleo y el gas, sino que también la devaluación programada o al menos un dólar más caro que el actual, es suficiente para ampliar la brecha entre el costo del servicio y el precio pagado por el votante-contribuyente. Si a eso sumamos el intento oficial por reimpulsar la producción en Vaca Muerta y movilizar inversiones, termina, finalmente con precios más alto para el productor. Inevitable encarecimiento que también corta de raíz con el juego de subsidiar la demanda de un servicio cada vez más caro pero que intenta salir de un virtual congelamiento de dos años.
Dólares, se buscan. La medida tomada con la venta financiada de pasajes al exterior, más que un ruido apreciable entre el público que esperaba volver a volar, mostró como pocas que el nivel de las reservas internacionales no da para estos “lujos”. El problema no es la financiación sino el tipo de cambio sobre el cual se construye el “dólar solidario” sobre el cual se factura. Desde noviembre hubo un cambio de política y el Banco Central dejó de “defender” el dólar alternativo para proteger el dólar oficial. “Están aguantando con las reservas líquidas para seguir devaluando 1% el dólar oficial, pero eso también tiene un final cantado porque el BCRA no tiene el poder de fuego del que disponía a principio de año”, comenta Vacalebre. Si bien el nivel exacto de las reservas líquidas está “opinado”, los analistas estiman que de ninguna manera se podrán enfrentar los vencimientos que escalan a partir de febrero próximo. Es más, se esperan las liquidaciones de la cosecha fina (el trigo) que traería divisas por algo más de US$ 3.000 millones. Todo esto genera una gran presión sobre el tipo de cambio que y retroalimenta las expectativas inflacionarias.
“No es cierto que la economía argentina tiene una faltante estructural sino por falta de confianza”, apunta Fernando Marengo, socio de Arriazu Macroanalistas. “Hay una idea que el lastre para Argentina es que no tiene los dólares para poder crecer por no tener dólares para pagar importaciones y no se generan suficientes. Pero en realidad hay países que viven en déficit en cuenta corriente, como es el caso de Estados Unidos, para el que todo el mundo está dispuesto a financiar su déficit en cuenta corriente”, completa.
Apuntando en esta dirección o anticipando las restricciones a las que se enfrentará la economía argentina el año próximo si llegar a un acuerdo razonable con nuestro principal acreedor, el FMI, el verdadero dilema no es cómo administrar las divisas que se escapan sino algo aún más escaso: el consenso detrás de un plan para alinear responsabilidades. Entidades vacías, como “el mercado” o “los agentes económicos” son insuficientes para ponerle el pecho a lo que vendrá.
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