El sector agropecuario es el más atomizado del país y en el que la presencia de asociaciones de productores y familiares es el patrón más común. Quizás por esa razón se veía como el más reacio a incorporar una visión de su negocio que excediera su tranquera. La permanente emergencia y su apretada agenda de dificultades ya tenía tema de sobra con el aspecto fiscal y regulatorio, una clara desventaja competitiva frente a sus pares de los países vecinos. Pero no fue así.
El 70% de la agricultura argentina se hace en campos arrendados: productores que se asocian a asesores, contratistas y absorben conocimiento técnico de última generación (agricultura de precisión, maquinaria, etc.), formando una red mucho más amplia que la de los dueños de los campos.
Desde hace 30 años, sin embargo, la producción agrícola se disparó, basada en dos pilares principales: la tecnología y nuevas formas de gestión. En las primeras, además de los sistemas satelitales y maquinaria más eficiente, se destacan la aparición de nuevas variedades de semillas y métodos de siembra que encajaban a la perfección: conseguir el óptimo impacto en el suelo y por consiguiente en el ambiente. Hoy, 90% de la zona núcleo está bajo esta modalidad de trabajo, un porcentaje elevado que contrasta con los bajos índices europeos o los del resto de la región, que vienen incorporando esta tecnología.
Marcelo Torres, productor de la zona de Mar del Plata y vicepresidente de la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (AAPRESID) recorre la trayectoria de esta idea fuerza: “hace 30 años promovimos la siembra directa, imitando a la naturaleza. Empezamos a pensar cómo mantener al suelo vivo, ciclando permanentemente, además de la rotación de cultivos”. A su juicio, la evolución de la agricultura argentina fue positiva en todo este tiempo, pero todavía quedan tareas pendientes, empezando por encontrar un equilibrio entre las urgencias económicas y la ejecución de una planificación a largo plazo que ayude a la biodiversidad. Esto se logra “promoviendo los cultivos de servicio para mejorar la productividad de la tierra y no agotarla, la rotación y, en general, todos los aspectos que ayudan a tomar decisiones óptimas para la empresa agropecuaria, pero introduciendo la sustentabilidad como un elemento en la ecuación del productor”, explica.
Cadena de valor. Patricio Gunning, director del área de Asuntos Regulatorios del Cono Sur de Bayer ve este proceso como beneficioso para todas las partes. “Por mucho tiempo la actividad del agro estuvo disociada con el impacto ambiental, promoviendo una tendencia extractiva que esquilmaba zonas y las destrataba” subraya. Los datos científicos que mostraban este sesgo y avalaban un cambio de modelo pronto se fueron acercando al mundo productivo y por eso, también fueron trabajando junto a los productores, por lo que son parte de la solución, no del problema. En síntesis, el proceso de siembra directa, por ejemplo, impide la oxidación y la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera, la medición clave en el monitoreo actual.
“Para la agricultura, la siembra directa es como el descubrimiento de América: cambió el mapa y las perspectivas para el sector. Para nosotros, como proveedores activos en la cadena de valor, tenemos objetivos ligados a sustentabilidad en el negocio. El triple impacto (social, ambiental y económica) no puede estar disociado porque el principal vector de la sustentabilidad que es la rentabilidad es necesario, pero no suficiente”.
Bayer, por ejemplo, desarrolló una caja de herramientas, en desarrollo desde 2014, con 27 indicadores monitoreados para visualizar el impacto social, económico y ambiental. La idea es promover “prácticas agronómicas sustentables” que tienen que ver con un balance entre lo que se emite y lo que se captura, en un camino que va creciendo con el tiempo.
Bisagra. El consultor Martín Fraguío, director de Carbon Group, el gran cambio vino luego del Acuerdo de Paris en 2015, porque las empresas no solo aceptaron, sino que tomaron el tema de la sustentabilidad incorporándolo a la ecuación de su propio esquema. “Hasta 1990, las empresas más grandes pertenecían al sector petrolero e industrial, generalmente los emisores netos y hoy son los grandes conglomerados tecnológicos”, explica. Incluso en el caso de otros pesos pesados, los bancos, financian actividades que incorporen este concepto no como un adicional sino como esencial en su proyección económica. Esto allanaría trabas para fijar una agenda que no vaya en contra del modelo de negocio.
Para el futuro cercano, la agenda marca integrar al consumidor en el proceso de producción, por ejemplo, tratando de minimizar la baja huella de carbono. Un cambio que también intensificaría la producción por ambientes: aplicando insumos dosificados casi a medida y no por zona “promedio”.
Ya no es una ONG creativa que denuncia acciones que se juzgan nocivas de parte de los productores y políticos que se mimetizan en corrientes de opinión mientras cumplen con sus objetivos de corto plazo, a veces a contramano de los de largo aliento. Implica fortalecer el cambio de la lógica de extracción hacia una de responsabilidad. Un cambio que también requiere liderazgo para adaptar esta agenda a las exigencias de corto plazo que la emergencia siempre impone. Al fin y al cabo, lo que no se mide, no se puede controlar.
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