Las transformaciones tecnológicas redefinieron el concepto de “ir a trabajar”: la oficina dejó de ser el único escenario y se consolidaron modelos remotos e híbridos, que pasaron del 5,4% al 17,4% de la fuerza laboral mundial según la OIT. Esta flexibilidad amplió oportunidades y permitió a las empresas acceder a más talento —el BID estima que hasta un 25% de los empleos en América Latina podrían realizarse de forma remota—, pero también obliga a repensar la cultura organizacional: cómo liderar equipos distribuidos, comunicar objetivos, sostener la motivación y medir el compromiso sin la referencia física de la oficina. Para adaptarse, muchas organizaciones avanzan hacia estructuras más ágiles y horizontales, que requieren nuevas habilidades —colaboración, pensamiento crítico, alfabetización digital y comunicación efectiva— tan relevantes como las competencias técnicas para coordinar dinámicas de trabajo diversas y distribuidas.
A este escenario se suma un actor decisivo: la inteligencia artificial. Los sistemas inteligentes ya participan en tareas que van mucho más allá de la automatización administrativa. Asisten en la selección de personal, analizan patrones de desempeño, predicen rotación, recomiendan capacitaciones personalizadas y administran plataformas de beneficios. Un informe de McKinsey estima que la IA generativa puede automatizar actividades equivalentes al 60–70% del tiempo laboral en diversas ocupaciones, aunque solo alrededor del 10% de los empleos podría eliminarse por completo. La conclusión es clara: más que reemplazar, la tecnología redefine.
La llamada IA agéntica representa un salto cualitativo: ya no solo asiste tareas humanas, sino que es capaz de planificar, ejecutar y evaluar acciones de manera autónoma dentro de parámetros previamente definidos. Esto significa que puede identificar un problema, seleccionar la estrategia adecuada para resolverlo y actuar sin intervención humana inmediata. Esta capacidad abre oportunidades inéditas en ámbitos como la gestión del talento, la administración de recursos o la organización del trabajo, donde la automatización ya no se limita a tareas repetitivas, sino que escala hacia procesos más complejos y estratégicos.
Este avance suele despertar el temor de “perder el toque humano”, pero también obliga a reconocer que “lo humano” no siempre es neutral. En ámbitos críticos como la selección de personal, la asignación de proyectos o la evaluación de desempeño, operan sesgos inconscientes que pueden reproducir inequidades o limitar la diversidad. La IA, en cambio, puede ser entrenada con matrices inclusivas que reduzcan la influencia de sesgos sistemáticos, garanticen decisiones más consistentes y abran espacio para procesos más justos. El desafío no está en oponer humanidad y tecnología, sino en diseñar sistemas donde la IA agéntica amplifique lo mejor del juicio humano y minimice sus distorsiones, reforzando la equidad y la transparencia en la toma de decisiones
No obstante, estos avances abren preguntas éticas fundamentales: ¿cómo cuidar la privacidad?, ¿cómo asegurar decisiones justas?, ¿cómo evitar sesgos o automatismos que puedan afectar trayectorias profesionales? El salto tecnológico es enorme, pero también lo es la responsabilidad. Porque, aun entre algoritmos y automatizaciones, la tecnología no sustituye a las personas. Puede procesar grandes volúmenes de información, pero no reemplaza el juicio prudencial, la intuición, la creatividad, la empatía, la negociación ni la capacidad de tomar decisiones con sentido humano. Por eso, más que eliminar funciones, esta revolución está potenciando capacidades, liberando tiempo para tareas estratégicas y abriendo espacio para nuevos perfiles profesionales.
Las empresas que comprenden esta lógica están generando entornos laborales donde las personas trabajan con la tecnología, no bajo la tecnología. Allí, los sistemas inteligentes complementan habilidades, fortalecen la toma de decisiones y permiten modelos de trabajo más flexibles y sostenibles.
Estamos frente a un cambio profundo. Un punto crítico de este proceso —y uno de los mayores desafíos para las áreas de gestión de personas— es el impacto sobre las posiciones iniciales. Muchas de estas tareas de entrada, históricamente ocupadas por jóvenes que buscan su primera experiencia laboral, están entre las más susceptibles de ser automatizadas por sistemas de IA. Si estos puestos desaparecen o se transforman radicalmente, surge una pregunta clave: ¿cómo podrán los jóvenes adquirir experiencia, desarrollar criterio profesional y construir trayectorias dentro de las organizaciones?
Las empresas están empezando a explorar respuestas: programas de pasantías basados en proyectos reales, rotaciones aceleradas, mentorías intergeneracionales, formación dual y esquemas de aprendizaje continuo que permiten a los nuevos talentos incorporarse directamente en tareas de mayor valor agregado. Pero la transición no es sencilla. Requiere rediseñar los modelos de entrada, redefinir qué significa "aprender en el trabajo" y construir entornos donde la formación inicial no dependa de tareas que pronto serán automatizadas.
En definitiva, el trabajo del futuro —que ya es presente— es un proceso compartido entre personas y sistemas inteligentes que aprenden juntos, se retroalimentan y se complementan. Un modelo que exige liderazgo ético, visión inclusiva y sensibilidad humana. Quienes lo comprendan a tiempo estarán mejor preparados no solo para lo que viene, sino para construir organizaciones más creativas, flexibles y sostenibles.
* Directora del Centro Conciliación Familia y Empresa de IAE Business School.
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por Patricia Debeljuh


















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