El Black Friday siempre tuvo algo de batalla campal. En los años ‘50, la policía de Filadelfia lo bautizó así para describir el caos en las calles repletas de compradores tras Acción de Gracias. Décadas después, esa postal se replica en otras latitudes. En Ciudad del Este, el último Black Friday dejó escenas de personas peleando en el piso, tironeando por una computadora de US$80, entre una multitud de más de 300.000 visitantes —una cifra récord— y videos que se viralizaron rápidamente. Pero más allá del escándalo, esa escena habla de algo más profundo: del deseo de pertenecer.
En Argentina, solo el 40% de las personas se percibe hoy como clase media. Y ese sentido de “ser de clase media” tiene menos que ver con los ingresos que con la idea de pertenecer: poder consumir, participar, estar incluido en las mismas prácticas que el resto del mundo. Por eso, eventos globales como el Black Friday no son simplemente una jornada de descuentos: son una forma de reafirmar la identidad colectiva. En un país donde el acceso fluctúa y la estabilidad es un espejismo, consumir es también una declaración simbólica: “yo también puedo estar ahí”.
Las filas frente al nuevo Decathlon, las peregrinaciones a outlets o las estrategias para cazar promociones son parte de esa narrativa. Según nuestro último Trend Lab de Youniversal, el consumidor argentino asume que para consumir en este país siempre hay que rebuscársela. Esa creatividad forzada se volvió rasgo cultural: comprar no es un acto pasivo sino una proeza, una muestra de ingenio y resistencia cotidiana.
El crecimiento de los outlets, las ferias y los formatos “smart shopping” confirma que el consumo dejó de ser individual para volverse una experiencia compartida. Comprar barato ya no es solo ahorrar: es demostrar astucia, pertenecer a una comunidad que “sabe cómo hacerlo”. En un contexto de crisis, cada descuento es una pequeña victoria simbólica.
El Black Friday, con su mezcla de euforia y descontrol, sintetiza esa tensión entre deseo y acceso. Los consumidores no buscan únicamente objetos, sino reconocimiento. Un televisor o un perfume pueden ser el pasaporte simbólico a un mundo global del que muchos se sienten parcialmente afuera. En el fondo, el consumo —incluso el más caótico— no es banal: es una forma de decir “yo también pertenezco”.
por Ximena Díaz Alarcón














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