Mientras Alberto Fernández sigue enfrascado en su lucha contra el “enemigo invisible” que cada día contagia más rápido al núcleo poblacional de la Argentina, sus autoridades financieras persiguen a otro enemigo, que se escurre entre los cepos oficiales que se reproducen sin éxito al ritmo de la cotización del blue. El dólar empieza a competir peligrosamente con el Coronavirus para ver quién complica más al país cuando llegue el pico invernal.
No hace falta ser economista para entender que la emisión monetaria en modo turbo no genera mágicamente riqueza, sino una mera sensación de alivio fugaz a la asfixia económica. Por eso el debate que sostiene el kirchnerismo con su fantasmal enemigo neoliberal sobre el efecto inflacionario de la emisión monetaria es una distracción académica inoportuna y falaz. Para peor, el Gobierno se aferra al último reporte de precios del INDEC, que registra una desaceleración inflacionaria, pero ese alivio también es pura teoría estadística para los bolsillos estresados de millones de argentinos que en esta cuarentena se aterran con el aumento de la canasta familiar real y cotidiana.
El oficialismo también se agarra de otro argumento, real pero insuficiente, que recuerda el fallido experimento macrista de secar de pesos la plaza para intentar frenar la inflación: no emitir mucho tampoco funcionó, explican los comunicadores nac&pop. Es cierto, pero eso no hace verdadero el método opuesto de darle a la maquinita a lo loco: macrismo y kirchnerismos probaron dos modos de apagar incendios con combustible: uno usó nafta y el otro alcohol en gel. Ambos fallaron.
La prueba de fuego de esa falla es y parece que siempre lo será en la Argentina, el ritmo de suba del dólar verdadero, no el precio amañado por la buena voluntad de las autoridades monetarias. En estas horas, el Gobierno multiplica a los apurones los cerrojos cambiarios, muchos de ellos muy razonables, pero que solo servirán a largo plazo si están integrados a un plan político, social y productivo que por ahora sigue sin aparecer en la era albertista. Lo mismo pasa con otro parche de emergencia ideado por Máximo Kirchner: el impuesto nuevo a la riqueza. Aunque esté inspirado en influyentes críticos de la globalización como el francés Thomas Piketty, y se base en diagnósticos indiscutibles sobre la inequidad y sus consecuencias, un impuesto aislado más en el caos impositivo nacional, creado al voleo en medio de una crisis sanitaria, de deuda, cambiaria y productiva, solo puede introducir más incertidumbre y sensación de sálvese quién pueda. El insumo que cae a niveles de desabastecimiento crónico es la confianza. Y ahí sigue estando la clave para controlar la manía dolarizante de los argentinos.
Mientras la moneda nacional se desvanece en el aire, el Gobierno de científicos le sigue susurrando al Presidente que tenga paciencia, porque muy pronto la pandemia cambiará las reglas del capitalismo. Habría que avisarle, por video conferencia desde Olivos o el Congreso de la Nación, al dueño de Amazon y otros gigantes tecnológicos globales, que tengan cuidado de este cataclismo viral que, según los genios K, se los llevará puestos muy pronto, aunque Wall Street siga indicando lo contrario.
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