El movimiento cacerolero perdió el rumbo por falta de coherencia. El presunto líder de la oposición que pretendía ser Mauricio Macri se llamó a silencio forzoso. María Eugenia Vidal bajó el perfil al mínimo posible para un contexto de crisis social como el que atraviesan los bonaerenses. Horacio Rodríguez Larreta no para de sacarse fotos con Axel Kicillof y Alberto Fernández, porque su destino parece atado al de ellos, a contramano de lo que se esperaba para este año, cuando la Capital Federal pintaba como el gran bastión de la resistencia posmacrista. Mientras el dólar sube, las cadenas de pago peligran y el país da un paso más hacia el default, el Presidente consolida su altísimo piso de imagen positiva en la opinión pública multicolor. La explicación parece fácil: gobierna la pandemia. Pero la cuestión es cómo lo hace, a qué costo y, sobre todo, hasta cuándo.
Aunque todo el tiempo hablamos de dilemas frente a la crisis sanitaria, en la Argentina sucede al revés: el Coronavirus borró la dicotomía entre política o economía que venía marcando el ritmo de la democracia nacional. Tanto el macrismo como el kirchnerismo fueron experimentando en estos años cómo privilegiar el enfoque económico traía costos políticos, y viceversa, cómo recostarse en la política terminaba haciendo desbarrancar la gobernabilidad por el desmoronamiento económico. Pero el avance del Covid-19 resolvió brutalmente la ecuación, al subordinar tanto la lógica partidaria como la financiera al estado de emergencia nacional. Solo se trata de sobrevivir, a la espera de volver a la vida real.
Por supuesto que las consecuencias de esta pandemiocracia todavía son incalculables, aunque ya hay mentes inquietas que se animan a trazar escenarios maquiavélicos. Hasta antes del Coronavirus, se suponía que las elecciones legislativas del año próximo serían la gran oportunidad para la oposición de capitalizar la aceptable performance electoral del macrismo en la elección presidencial pasada: los nombres de Macri y Vidal vibraban de expectativa. Pero la escalada de la imagen de Alberto Fernández como conductor sanitario, sumada al internismo PRO que se potenció por las urgencias y contradicciones virales, puso en duda una pronta recuperación de la iniciativa opositora.
En el plano económico, Alberto Fernández consiguió, por obra y gracia de la pandemia, la paciencia local e internacional que venía reclamando desde antes de asumir, frente a quienes le exigían un plan de pagos de la deuda y un proyecto sustentable de crecimiento económico. Hoy todas esas exigencias de consistencia financiera y crecimiento están puestas en duda en todo el planeta.
Así llegamos a este viernes decisivo, que en realidad no decide nada. Los acreedores tenían hasta hoy para aceptar o rechazar la primera propuesta de reestructuración de la deuda argentina, pero la puja recién empieza. Y hoy se espera el ansiado relajamiento de la cuarentena, aunque en el núcleo poblacional del área metropolitana porteña y bonaerense, la lucha contra la letalidad del virus todavía ni arrancó en serio.
“Hay que pasar el invierno”, decía uno de los ministros de Economía de cuyo nombre no queremos acordarnos. Y de cómo atravesemos lo que queda del año que viviremos en cuarentena dependerá el futuro inmediato del poder en la Argentina, en la que un virus asiático amenaza con mutar en el próximo gran elector de la democracia nacional. En los lejanísmos años '90, Bill Clinton pensaba su campaña electoral con la famosa frase:“es la economía, estúpido”. Ahora muchos gobiernos del mundo, y la Casa Rosada en especial, se preparan para la loca idea de que, hasta que aparezca un remedio salvador, los maquiavelos del mundo repetirán a coro: “¡Es la neumonía, estúpido!”
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