“Quiero una Argentina normal, quiero que seamos un país serio”, confesó Néstor Kirchner en su discurso de asunción, el 25 de mayo de 2003. Unos años más tarde, el candidato socialista Hermes Binner prometió “Un país normal”, como eslogan proselitista. Luego, en la campaña presidencial que lo llevó al poder, Mauricio Macri también contagió a los argentinos con el sueño de convertirnos de una vez por todas en “un país normal”. La elección de Alberto Fernández pareció volver a ser una apuesta por esa esquiva normalidad nacional: de hecho, al nuevo Presidente le gustaba mostrarse dando clases en la UBA, para dejar claro que los argentinos podrían verse reflejados en “un tipo común”. Pero llegó el Coronavirus, y el kirchnerismo tardío (autodenominado “mejor”) parece estar buscando, entre los escombros que dejará la pandemia, su nuevo relato revolucionario, acaso el definitivo.
En su reciente visita a la planta de Volkswagen, Axel Kicillof avisó que ya “no se puede volver a la normalidad, es un sueño, es una fantasía y un suicidio colectivo”. Alberto Fernández confirmó el diagnóstico: “la normalidad que conocimos no existe más”. El estado de excepción sanitaria anudó, en la Argentina, la frase de moda global (“nueva normalidad”) con el viejo anhelo de vivir -o volver a vivir- en un país normal. Y el Gobierno busca sacar provecho de esta confusa convergencia.
El intelectual de cabecera del Presidente y con despacho en la Casa Rosada, el antropólogo Alejandro Grimson, acaba de publicar el primer borrador amigable del manifiesto oficial para la Argentina que viene: para lanzar al ciberespacio “El futuro después del Covid-19”, Gimson encargó decenas de ensayos a pensadores y pensadoras de la actualidad nacional. Pero esa es la cara “soft power” del proyecto K.
Paralelamente, están los misiles de largo alcance que prueban figuras cristinistas como la diputada por la provincia de Buenos Aires Fernanda Vallejos, que causó alarma empresarial con su idea de que el Estado se cobre con acciones los subsidios otorgados a empresas afectadas por la larga cuarentena decretada por el Presidente. Aunque el Gobierno puso paños fríos, tampoco desautorizó la iniciativa, que evoca los experimentos estatizantes de Amado Boudou, otro rehabilitado vintage del cristinismo, que asoma tímidamente la cabeza como consejero “de onda” en la administración del nuevo poder.
También surgió en la usina bonaerense el plan de reactivar la vieja experiencia de darle a movimientos sociales el negocio de la construcción de viviendas populares financiadas por el Estado: el antecedente de Bonafini, Shocklender & Asociados no los asusta, porque después del virus, ya nada será como antes.
A decir verdad, todas las revoluciones operan así. Desde la Revolución Francesa y la Industrial, pasando por la Rusa y sus derivadas, la primera víctima ideológica es la noción o el clima de normalidad del “Ancien régime”. La argumentación es una carambola que empieza por señalar que la vieja normalidad se está desmoronando por su propio peso, y que no es tan malo que se derrumbe porque en realidad no era nada normal, y por lo tanto conviene no demorarse más en darle el empujón final que termine con tanta hipocresía injusta. Una cosa lleva a la otra, como en efecto dominó. Ese proceso de cambio brusco requiere, según los teóricos clásicos, de que estén dadas las “condiciones objetivas”, sea eso lo que fuere, en un debate bizantino. El neokirchnerismo automejorado cree haber encontrado, por obra de la naturaleza, ese punto de no retorno, doloroso aunque propicio para pensar un mundo mejor. Una nueva normalidad, diría Alberto Fernández, tratando de convencerse de lo que su tropa ya no tiene dudas.
Comentarios