“Somos un gobierno de científicos, no de CEOs”, prometió Alberto Fernández el primer día de marzo, en su discurso de apertura de sesiones en el Congreso de la Nación. Por esas ironías del destino, algunos meses más tarde, esa profecía se volvió una realidad cotidiana, urgente, que incluso redefine los términos de la vieja grieta nacional: ahora el país se divide entre los que bancan a ciegas la postura sanitaria oficial y los que denuncian una “infectadura”. Este dudoso milagro lo hizo el Coronavirus. Pero también es responsable el Presidente, que apostó al relato de la cientificracia antes de que la Argentina, y su propio Gobierno, se empezaran a preocupar por la pandemia.
Recordemos que, en aquella misma semana del discurso presidencial sobre el “gobierno de científicos”, su ministro de Salud, Ginés González García, repetía en conferencia de prensa en el aeropuerto de Ezeiza, que no lo preocupaba tanto el Covid-19 como el dengue, el sarampión y la influenza. Esa lista de prioridades del flamante ministerio de Salud, que se había restaurado en su jerarquía formal tras la degradación institucional a secretaría por el ajuste de Mauricio Macri, era apoyada por el periodismo científico más militante y por los opinadores nac&pop: apenas un mes antes de que se decretara la cuarentena, el Coronavirus era una preocupación de chetos, y hablar del dengue era tener pensamiento crítico progresista.
En aquella conferencia del ministro del gabinete de científicos, también se aclaraba a la población que “no hay que entrar en pánico, no queremos un pánico colectivo” por el Covid-19, que -según aseguraba Ginés- “en el 80% de los casos se trata de una enfermedad leve”. Esta relajada apelación anti-pánico del ministro de Salud de hace tres meses contrasta con las declaraciones posteriores de varios funcionarios kirchneristas, como la que acaba de lanzar el ministro de Salud bonarense, Daniel Gollán, al asegurar que si se levanta la cuarentena, pronto empezaremos a ver “cadáveres apilándose en cámaras frigoríficas”, como por ejemplo en Estados Unidos, Brasil, España e Italia. Precisamente en Italia estaba haciendo estragos el virus hace apenas tres meses, justo cuando Alberto Fernández presentaba su cientificracia, y su ministro de Salud calmaba en Ezeiza a la clase media panicada por la presunta “infodemia”. Ginés decía entonces: “En China está perdiendo fuerza la enfermedad. Yo tengo la esperanza de que si el Coronavirus llega al país, lo haga tarde o, en todo caso, en un momento en que tengamos respuesta terapéutica para controlarlo”. Todavía estamos esperando esa respuesta, que la ciencia global no alcanza a producir en tiempo y forma.
Por ahora, nos hemos visto forzados a combatir la pandemia con métodos del medioevo, como el encierro purificador, mientras se investigan alternativas científicas un poco más actualizadas. Y existe el temor a que los remedios lleguen cuando ya sea demasiado tarde y no sean tan necesarios, porque la naturaleza ya hizo su trabajo habitual, cumpliendo su ciclo destructivo y regenerativo, tan cruel como necesario. Es lógica, entonces, la reacción anticientífica que se ha generado en una parte de la población mundial, incluida la Argentina.
Pero los científicos no tienen la culpa de este desengaño. La culpa es de los Trump y los Bolsonaro del planeta, con su populismo irracionalista. Aunque también hay responsabilidades del otro lado, de los que han sobredimensionado las posibilidades de la ciencia para volverla un relato invencible e indiscutible: una verdad única. Algunos lo hicieron de buena fe, pero otros simplemente usaron el paradigma científico como su nueva excusa para lograr obediencia debida sin dar muchas explicaciones, porque “lo dice la ciencia”. Devaluada la religión y las doctrinas totalizantes de la sociedad durante el siglo pasado, quedaba el saber científico como reserva: muchos líderes políticos y de la Nueva Economía global se abrazaron a esta utopía para imponer su legitimidad. Y otros se montaron en la fe opuesta, la anticiencia. Esta nueva grieta moviliza a millones de fieles en el mundo entero, también en nuestro país.
Así como hoy tenemos antikirchneristas rabiosos quejándose rústicamente de la dictadura de los infectólogos, en los últimos años se puso de moda criticar a los tecnócratas del Excel y los algoritmos, para defenestrar la gestión economicista y la militancia digital del macrismo. También el PRO impuso durante un rato su propia ideología inapelable de la eficacia técnica, con genios que nos sacarían de la mediocridad. Esa tecnocracia administrativa jugaba tanto a la antipolítica como hoy lo hace el albertismo con su presunto “gobierno de científicos”. Por eso el Presidente contrapuso su modelo al de los CEOs. En realidad, no estamos discutiendo de ciencia ni de teconología: seguimos peleando por el fracaso permanente de la chantada de los políticos, que ya no saben de qué disfrazarse para hacernos creer que, esta vez sí, van a saber cómo arreglar un país sin remedio a la vista.
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